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La academia Gaiten » 15

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—Ven las lucecitas rojas, ¿verdad? —señaló el director con su habitual voz de aula magna—. Yo cuento al menos sesenta y tr…

—¡Hable más bajo! —siseó Tom con cara de querer taparle la boca.

El director lo miró con absoluta serenidad.

—¿Acaso ha olvidado lo que les dije anoche sobre las sillas musicales, Tom?

Tom, Clay y Ardai estaban junto a los torniquetes del campo, de espaldas a la arcada que daba paso al campo de fútbol. De mutuo acuerdo, Alice se había quedado en Cheatham Lodge con Jordan. La música que sonaba en el campo en aquel momento era una versión instrumental jazzística de «La chica de Ipanema».

Clay pensó que sin duda era el último grito para los chiflados telefónicos.

—No —repuso Tom—. Mientras suene la música no hay peligro. Solo es que no quiero convertirme en el tipo al que haga pedazos un insomne que sea la excepción que confirma la regla.

—Eso no sucederá.

—¿Cómo puede estar tan seguro, señor? —quiso saber Tom.

—Porque, haciendo un pequeño juego de palabras literario, no podemos calificar esto de sueño. Vamos.

Echó a andar por la rampa por la que bajaban los jugadores para llegar al campo, y al ver que Tom y Clay se quedaban rezagados, se volvió hacia ellos con expresión paciente.

—Quien nada arriesga, nada consigue —recitó—, y en estos momentos me atrevería a afirmar que conseguir averiguar algo más acerca de estos seres es de vital importancia, ¿no les parece? Vamos.

Tom y Clay siguieron el golpeteo de su bastón en dirección al campo, Clay algo por delante de Tom. Sí, veía las luces rojas de las cadenas de música repartidas por todo el perímetro del campo. En efecto, había entre sesenta y setenta cadenas de música de dimensiones considerables instaladas a intervalos de unos tres o cuatro metros, cada una de ellas rodeada de cuerpos. A la luz de las estrellas, aquellos cuerpos ofrecían un espectáculo sobrecogedor. No estaban amontonados, porque cada uno de ellos disponía de su propio espacio, pero tampoco desperdiciaban un solo centímetro. Yacían con los brazos entrelazados, formando lo que parecían hileras de muñecas de papel surcando el campo entero, mientras la música, como la que se oye en los supermercados, pensó Clay, se elevaba hacia el cielo negro. Otra cosa se elevaba también hacia el cielo, un olor penetrante a tierra y hortalizas podridas, mezclado con el hedor más denso de la putrefacción y los excrementos humanos.

El director bordeó la portería, que los locos habían empujado a un lado, volcado y desgarrado. Allí, en la orilla del lago de cuerpos, yacía un joven de unos treinta años con dentelladas irregulares en el brazo hasta la manga de la camiseta NASCAR que llevaba. Las heridas parecían infectadas. En una mano sujetaba una gorra roja que a Clay le recordó la zapatilla de Alice. El joven tenía la mirada vacua clavada en las estrellas mientras Bette Middler empezaba de nuevo a cantar sobre el viento que soplaba bajo sus alas.

—¡Hola! —gritó el director con su voz ronca y estentórea al tiempo que golpeaba al joven en el vientre con la punta del bastón, empujando hasta que soltó una ventosidad—. ¡He dicho hola!

—Basta —masculló Tom, exasperado.

El director se volvió hacia él con los labios apretados en una mueca de desprecio y deslizó la punta del bastón bajo la gorra que el joven sujetaba. La apartó con un golpe de muñeca, y la gorra voló unos tres metros hasta aterrizar sobre el rostro de una mujer de mediana edad. Clay observó fascinado cómo la gorra resbalaba hacia un lado, dejando al descubierto un ojo abierto y fijo.

El joven alargó la mano en la que antes sujetaba la gorra con lentitud onírica y volvió a apretar el puño antes de quedarse de nuevo inmóvil.

—Cree que todavía sujeta la gorra —susurró Clay, anonadado.

—Es posible —replicó el director sin demasiado interés.

Acto seguido hurgó con la punta del bastón en una de las mordeduras infectadas del joven. Debería haberle dolido horrores, pero el hombre no reaccionó, sino que siguió contemplando el cielo mientras Bette Midler daba paso a Dean Martin.

—No reaccionaría ni aunque le atravesara el cuello con el bastón. Y los que están a su lado no acudirían en su defensa, aunque no me cabe duda de que de día me despedazarían.

Tom estaba en cuclillas junto a uno de los equipos de música.

—Lleva pilas —constató—. Se nota por el peso.

—Sí, todos llevan; por lo visto las necesitan. —El director reflexionó unos instantes antes de añadir algo que, en opinión de Clay, podría haberse ahorrado—: Al menos de momento.

—Podríamos hacer una batida ahora mismo, ¿verdad? —comentó Clay—. Exterminarlos igual que los cazadores exterminaban palomas migratorias hacia la década de 1880.

El director hizo un gesto de asentimiento.

—Les aplastaban el cráneo cuando estaban sentadas en el suelo, ¿no? Una buena analogía. Pero yo tardaría siglos con mi bastón y creo que usted también a pesar del arma automática.

—De todos modos, no tengo suficientes balas. Aquí debe de haber… —Clay paseó de nuevo la mirada por el lago de cuerpos, un espectáculo que le producía jaqueca—. Debe de haber seiscientos o setecientos, sin contar a los que están debajo de las gradas.

—Señor… Señor Ardai —terció Tom—. ¿Cuándo…? ¿Cómo descubrió…?

—¿Que cómo determiné la profundidad de su letargo? ¿Es eso lo que quería preguntarme?

Tom asintió.

—La primera noche vine para observarlos. Por supuesto, el rebaño era mucho menos numeroso entonces. Vine atraído por pura y abrumadora curiosidad. Jordan no me acompañó. Acostumbrarse a vivir de noche le ha resultado bastante difícil.

—Arriesgó usted la vida, y lo sabe —dijo Clay.

—No me quedó otro remedio —replicó el director—. Era como estar hipnotizado. No tardé en comprender que estaban inconscientes pese a tener los ojos abiertos, y unos cuantos experimentos muy sencillos con la punta de mi bastón confirmaron la profundidad de su estado.

Clay pensó en la cojera del director y contempló la posibilidad de preguntarle si se había detenido a considerar qué habría ocurrido si se hubiera equivocado y los locos hubieran arremetido contra él, pero al final decidió callar. A buen seguro, el director habría contestado lo mismo que un rato antes, que quien nada arriesga, nada consigue. Jordan estaba en lo cierto; aquel hombre era de la muy vieja escuela. A Clay no le habría hecho ni pizca de gracia tener catorce años y verse sometido a sus medidas disciplinarias.

Por su parte, Ardai lo miraba meneando la cabeza.

—Seiscientos o setecientos me parece un cálculo muy por lo bajo, Clay. Este campo es de dimensiones reglamentarias, lo cual significa que mide unos seis mil metros cuadrados.

—¿Cuántos cree que hay?

—Apiñados como están, diría que por lo menos mil.

—¿Y está seguro de que no están realmente aquí?

—Sí. Y lo que vuelve…, un poco más cada día (Jordan está de acuerdo y es muy observador, créanme), es distinto a lo que eran antes, lo que significa que no son humanos.

—¿Podemos volver a la casa? —preguntó Tom con voz de estar mareado.

—Por supuesto —asintió el director.

—Un momento —pidió Clay.

Se arrodilló junto al joven con la camiseta de NASCAR. No quería hacerlo, porque no podía evitar pensar que la mano que había asido la gorra roja se alargaría ahora para asirlo a él, pero se obligó. A nivel del suelo, el hedor era más intenso. Hasta entonces había creído que ya estaba acostumbrado a él, pero se equivocaba.

—Clay, ¿qué…? —empezó Tom.

—Silencio —lo atajó Clay.

Se inclinó hacia la boca entreabierta del joven. Vaciló un instante y luego se obligó a acercarse más, hasta ver la saliva brillar sobre su labio inferior. En el primer momento creyó que eran imaginaciones suyas, pero cinco centímetros más cerca, casi lo bastante cerca para besar a aquella cosa no dormida que llevaba a Ricky Craven estampado en la camiseta, comprendió que no era así.

«Y si tienen la boca abierta, la música también sale de allí. Muy bajita, casi como un susurro…, pero se oye», había dicho Jordan.

Y Clay lo oyó, la voz por alguna razón rezagada una o dos sílabas respecto a la música que sonaba por los altavoces. Dean Martín cantando «Everybody Loves Somebody Sometimes».

Se incorporó de un salto y estuvo a punto de proferir un grito al oír el chasquido de sus rodillas. Tom sostuvo en alto la lámpara y se lo quedó mirando con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué? ¿Qué? No me dirás que ese chico estaba…

Clay asintió.

—Volvamos a la casa —instó.

A media rampa, asió al director por el hombro con brusquedad. Ardai se encaró con él, al parecer nada sorprendido por el hecho de que lo trataran de aquel modo.

—Tiene usted razón, señor —declaró Clay—. Tenemos que deshacernos de ellos, de todos los que podamos y lo más deprisa que podamos. Puede que sea nuestra única oportunidad. ¿O cree que me equivoco?

—No —repuso el director—. Por desgracia, no creo que se equivoque. Como ya le dije, esto es la guerra, o al menos eso creo, y en la guerra se mata a los enemigos. ¿Por qué no volvemos a la casa y lo hablamos? Podríamos tomar chocolate caliente, en mi caso, como buen bárbaro que soy, con un chorro de whisky.

Al llegar a lo alto de la rampa, Clay se volvió para contemplar el campo una vez más. El recinto estaba a oscuras, pero gracias a la intensa luz de las estrellas se vislumbraba la alfombra de cuerpos que se extendía de un extremo a otro del terreno de juego. Se dijo que quizá uno podía no saber qué miraba si tropezaba por casualidad con aquel lugar, pero una vez lo había visto…, una vez lo había visto…

En un momento dado, la vista le jugó una mala pasada, y casi le pareció ver respirar a aquellos ochocientos o mil cuerpos como si de un solo organismo se tratara. Aquello lo asustó tanto que giró en redondo y echó a correr para alcanzar a Tom y al director Ardai.

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