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La academia Gaiten » 17

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—Me niego a creer que fuéramos dementes y asesinos antes de ser cualquier otra cosa —protestó Tom—. Por el amor de Dios, ¿y el Partenón? ¿Y el David de Miguel Ángel? ¿Y esa placa en la luna que dice VINIMOS EN SON DE PAZ POR TODA LA HUMANIDAD?

—Esa placa también lleva el nombre de Richard Nixon —señaló Ardai con sequedad—. Cuáquero, eso sí, pero no exactamente un hombre de paz… Señor McCourt…, Tom, no tengo intención alguna de lanzar acusaciones contra la humanidad. Si la tuviera, señalaría que por cada Miguel Ángel hay un Marqués de Sade, que por cada Gandhi hay un Eichmann, que por cada Martin Luther King hay un Osama bin Laden. Ciñámonos a lo siguiente: el hombre ha llegado a dominar el mundo gracias a dos rasgos esenciales. En primer lugar, la inteligencia, y en segundo, la disposición absoluta a acabar con cualquier cosa o persona que se interponga en su camino.

Se inclinó hacia delante y los miró con ojos brillantes.

—La inteligencia humana terminó por imponerse al instinto asesino, y la razón sofocó los impulsos más dementes de los hombres. También eso es supervivencia. En mi opinión, es posible que el enfrentamiento definitivo entre ambos rasgos se produjera en octubre de 1963 por causa de un puñado de misiles en Cuba, pero eso es tema de discusión para otro día. La cuestión es que casi todos nosotros habíamos logrado sublimar lo peor que llevamos dentro hasta que llegó El Pulso y lo eliminó todo salvo ese núcleo salvaje.

—Alguien dejó salir al demonio de Tasmania de su jaula —murmuró Alice—. Pero ¿quién?

—Eso poco nos importa —replicó el director—. Sospecho que no sabían lo que hacían…, que ignoraban el alcance de lo que hacían. Sobre la base de lo que sin duda han sido unos cuantos experimentos precipitados a lo largo de unos cuantos años, o tal vez incluso meses, quizá creyeran que desencadenarían una ola de terrorismo, pero lo que en realidad han desencadenado es un auténtico maremoto de violencia sin precedentes que está imitando. Por muy horribles que nos parezcan estos días, es posible que más adelante los veamos como un período de calma entre tempestades. Y también es posible que estos días sean nuestra única oportunidad de marcar la diferencia.

—¿Qué quiere decir con que «está mutando»? —inquirió Clay.

Pero el director no respondió, sino que se volvió hacia Jordan.

—Por favor, joven.

—De acuerdo. Bueno… —El chiquillo reflexionó unos instantes—. La mente consciente solo utiliza una pequeña fracción de la capacidad del cerebro. Eso lo saben, ¿verdad?

—Sí —afirmó Tom con cierta condescendencia—. Lo he leído en alguna parte.

Jordan hizo un gesto de asentimiento antes de proseguir.

—Aun añadiendo todas las funciones autónomas que controla el cerebro, además de todo lo subconsciente, como los sueños, los pensamientos espontáneos, el impulso sexual, etcétera, el cerebro sigue teniendo un montón de espacio inexplorado.

—Me asombra usted, Holmes —exclamó Tom.

—¡No te hagas el listillo, Tom! —lo reconvino Alice, granjeándose una sonrisa más que cálida de Jordan.

—Lo decía en serio; este chico es genial —aseguró Tom.

—Cierto —corroboró el director con la misma sequedad—. En ocasiones tiene problemas con la lengua inglesa, pero no obtuvo la beca por su cara bonita. —Advirtió que el chico estaba algo incómodo y le alborotó el cabello con sus dedos huesudos—. Continúa, por favor.

—Bueno… —farfulló Jordan; Clay vio que le costaba un poco retomar el hilo, pero no tardó en conseguirlo—. Si el cerebro fuera un disco duro, la carcasa estaría casi vacía —explicó, aunque consciente de que solo Alice parecía entenderlo—. Para expresarlo de otra forma, la barra de información diría algo así como 2 por ciento en uso, 98 por ciento disponible. Nadie sabe qué contiene ese noventa y ocho por ciento, pero el potencial es enorme. Las personas que han sufrido un ictus, por ejemplo… A veces acceden a zonas antes dormidas de su cerebro para aprender a hablar y andar de nuevo. Es como si las conexiones de su cerebro rodearan las zonas afectadas, como si la luz se encendiera en una zona parecida, pero del otro hemisferio.

—¿Estudias todas esas cosas? —quiso saber Clay.

—Es una consecuencia lógica de mi interés por los ordenadores y la cibernética —repuso Jordan con un encogimiento de hombros—. Además leo un montón de novelas de ciencia ficción ciberpunk. William Gibson, Bruce Sterling, John Shirley…

—¿Neal Stephenson? —intervino Alice.

Jordan le dedicó una sonrisa radiante.

—Neal Stephenson es un dios —sentenció.

—Al grano —lo conminó el director, pero con suavidad.

Jordan volvió a encogerse de hombros.

—Si borras el disco duro de un ordenador, no puede regenerarse de forma espontánea…, salvo quizá en una novela de Greg Bear.

Sonrió de nuevo, pero en esta ocasión fue un gesto rápido y, en opinión de Clay, más bien nervioso, un movimiento de los labios que no alcanzó los ojos. En parte se debía a Alice, que a todas luces deslumbraba al chaval.

—La gente es diferente.

—Pero hay una gran diferencia entre aprender a caminar de nuevo tras un ictus y ser capaz de poner en marcha un montón de equipos de música por telepatía —señaló Tom—. Una diferencia abismal.

Miró a su alrededor con cierta vergüenza, creyendo que los demás se reirían de él por haber empleado la palabra «telepatía», pero no fue así.

—Sí, pero una persona que ha sufrido un ictus, por grave que sea, está a años luz de lo que les pasó a los que estaban hablando por el móvil en el momento de El Pulso —indicó Jordan—. Yo y el director…, el director y yo, quiero decir, creemos que además de eliminar toda la información del cerebro salvo esa única línea de código imborrable, El Pulso también desencadenó algo que probablemente llevamos dentro desde hace millones de años, algo enterrado en ese noventa y ocho por ciento de disco duro aletargado.

La mano de Clay se deslizó hacia la culata del revólver que había cogido del suelo de la cocina de Beth Nickerson.

—Un gatillo —murmuró.

El rostro de Jordan se iluminó.

—¡Exacto! Un gatillo mutacional. No podría haber pasado sin esta… digamos eliminación total a gran escala. Porque lo que está surgiendo, lo que se está desarrollando en todas esas personas…, aunque en realidad ya no son personas, lo que se está desarrollando es…

—Un solo organismo —terminó el director por él—. Eso es lo que creemos.

—Sí, pero es algo más que un rebaño —añadió Jordan—, porque lo que son capaces de hacer con los equipos de música quizá solo sea el comienzo, como un niño que aprende a ponerse los zapatos. Piensen en lo que pueden llegar a saber hacer dentro de una semana. O un mes. O un año.

—Es posible que te equivoques —señaló Tom, aunque con voz tensa como una cuerda de guitarra.

—Y también es posible que no —replicó Alice.

—Estoy seguro de que tiene razón —afirmó el director antes de tomar un sorbo de su chocolate caliente con guarnición—. Claro que no soy más que un anciano y de todos modos me queda poco tiempo. Acataré cualquier decisión que tomen. —Hizo una pausa y paseó la mirada entre Clay, Alice y Tom—. Siempre y cuando sea la correcta, por supuesto.

—Los rebaños intentarán unirse —dijo Jordan—. Si todavía no se oyen los unos a los otros, no creo que tarden.

—Tonterías —masculló Tom sin convicción—. Eso no son más que historias de terror.

—Puede —terció Clay—, pero da que pensar. Ahora mismo, las noches nos pertenecen, pero ¿y si llegan a la conclusión de que no necesitan dormir tanto? ¿O de que la oscuridad no les da miedo?

Todos guardaron silencio durante varios minutos. Fuera empezaba a soplar el viento. Clay bebía chocolate caliente, que en ningún momento había estado más que tibio y ahora ya se había quedado frío. Cuando volvió a alzar la mirada, Alice había dejado su tazón y sujetaba de nuevo su talismán Nike.

—Quiero acabar con ellos —dijo la chica—. Los del campo de fútbol…, quiero acabar con ellos. No digo asesinarlos porque creo que Jordan tiene razón, y no quiero hacerlo por la humanidad. Quiero hacerlo por mi madre y por mi padre, porque sé que él también se ha ido. Quiero hacerlo por mis amigas Vickie y Tess. Eran buenas amigas, pero las dos tenían móvil, no iban a ninguna parte sin él, y sé en qué se han convertido y dónde duermen, en algún lugar muy parecido a ese puto campo de fútbol. —Miró al director con el rostro enrojecido—. Lo siento, señor.

El director desechó sus disculpas con un ademán vago.

—¿Podemos hacerlo? —le preguntó Alice—. ¿Podemos acabar con ellos?

Charles Ardai, que estaba a punto de poner punto final a su carrera como director en funciones de la Academia Gaiten cuando se acabó el mundo, mostró la dentadura erosionada en una sonrisa que Clay habría dado cualquier cosa por captar con el lápiz o el pincel, una sonrisa que no contenía ni un ápice de compasión.

—Podemos intentarlo, señorita Maxwell —dijo el anciano.

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