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La academia Gaiten » 18

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18

A las cuatro de la madrugada siguiente, Tom McCourt estaba sentado a una mesa de picnic situada entre los dos invernaderos de la Academia Gaiten, gravemente dañados después de El Pulso. Tenía los pies, ahora calzados con las Reebok que se había puesto en Malden, apoyados sobre uno de los bancos, la cabeza sepultada entre los brazos y los codos descansando sobre las rodillas. El viento le alborotaba el cabello a un lado y al otro. Alice estaba sentada frente a él, con la barbilla apoyada en las manos y los haces de varias linternas proyectando un juego de luces y sombras sobre su rostro. La intensa luz le confería cierta belleza pese a su evidente fatiga; a su edad, cualquier luz resultaba halagüeña. Sentado junto a ella, el director tan solo parecía fatigado. En el más próximo de los dos invernaderos flotaban dos lámparas de gas como espíritus inquietos.

Las dos lámparas convergieron en el extremo más cercano del invernadero. Clay y Jordan salieron por la puerta pese a que a ambos lados de ella había enormes agujeros en el vidrio. Al cabo de un instante, Clay se sentó junto a Tom, mientras Jordan ocupaba su lugar habitual al lado del director. El chico olía a gasolina, fertilizante y desaliento. Clay dejó caer varios juegos de llaves sobre la mesa, entre las linternas. Por lo que a él respectaba, podían quedarse allí hasta que algún arqueólogo los encontrara cuatro milenios más tarde.

—Lo siento —musitó el director Ardai—. Parecía tan sencillo…

—Sí —asintió.

Era cierto, había parecido muy sencillo. Tan solo se trataba de llenar los rociadores del invernadero con gasolina, cargarlos en la caja de una camioneta, conducir alrededor del campo de fútbol rociando de gasolina todos los flancos y por fin arrojar una cerilla. Contempló la posibilidad de señalar a Ardai que, con toda probabilidad, la aventura iraquí de George W. Bush habría parecido igual de sencilla, nada más que cargar los rociadores y arrojar una cerilla, pero que al final no lo fue. Al final había sido absurdamente cruel.

—¿Estás bien, Tom? —preguntó Clay.

Ya había notado que, pese a gozar de buena salud, Tom no tenía demasiadas reservas de energía. Eso podía cambiar. Si vive lo suficiente, pensó Clay. Si vivimos lo suficiente.

—Sí, solo un poco cansado —aseguró Tom al tiempo que levantaba la cabeza y sonreía a Clay—. No estoy acostumbrado al turno de noche. ¿Y ahora qué hacemos?

—Pues acostarnos, supongo —repuso Clay—. Amanecerá dentro de cuarenta minutos más o menos.

De hecho, el cielo ya empezaba a clarear por el este.

—Es injusto —se quejó Alice, restregándose las mejillas con furia—. Es injusto. Con lo que nos hemos esforzado…

Y era cierto, pero habían tropezado con una dificultad tras otra. Cada pequeña y en definitiva fútil victoria había sido la clase de pugna enloquecedora que su madre siempre llamaba un «tira y afloja de mierda». Una parte de Clay quería culpar al director… y también a sí mismo por tomarse tan en serio la idea de los rociadores. Parte de él creía que avenirse al plan de un viejo profesor de inglés de incendiar un campo de fútbol era como llevarse un cuchillo a un tiroteo. Pero aun así…, sí, había parecido una buena idea.

Hasta que descubrieron que el depósito de gasolina del garaje estaba dentro de un cobertizo cerrado con llave. Habían pasado casi una hora en la oficina, rebuscando a la luz de las lámparas entre un montón enloquecedor de llaves sin marcar colgadas de un tablón tras la mesa del encargado. Fue Jordan quien por fin dio con la llave correcta.

Luego descubrieron que lo de «solo hay que retirar el tapón y ya está» no era del todo cierto. Lo que cerraba el depósito era un tapón también cerrado con llave. Otra batida en el despacho a la luz de las lámparas, hasta que por fin encontraron una llave que parecía encajar en la cerradura del tapón. Fue Alice quien señaló que, puesto que el tapón estaba situado en la parte inferior del depósito para así garantizar el chorro en caso de que fallara el suministro eléctrico, quedarían empapados de gasolina si no usaban una manguera o un sifón. Pasaron otra hora buscando una manguera que encajara, pero no encontraron nada que se le pareciera siquiera. Tom dio con un embudo, lo que les provocó un ataque moderado de histeria.

Y puesto que las llaves de las camionetas tampoco estaban marcadas, al menos no de un modo comprensible para personas que no trabajaran en el garaje, localizar el juego correspondiente se convirtió en otro proceso de ensayo y error. Por fortuna, éste fue más rápido, ya que solo había ocho vehículos aparcados detrás del garaje.

Y por último el invernadero. Allí descubrieron que solo había ocho rociadores, no una docena, con una capacidad de cuarenta litros, no de ciento veinte. Quizá pudieran llenarlos directamente del depósito, pero quedarían empapados y al final tan solo obtendrían unos trescientos litros de gasolina útil. Fue la perspectiva de intentar eliminar a mil chiflados con trescientos litros de gasolina lo que indujo a Tom, Alice y el director a sentarse fuera. Clay y Jordan se quedaron un rato más dentro, buscando rociadores más grandes, pero sin encontrarlos.

—En cambio hemos encontrado unos rociadores más pequeños, para plantas —explicó Clay—, de ésos para rociar insecticida.

—Y los rociadores grandes están llenos de herbicida, abono o algo así —añadió Jordan—. Tendríamos que empezar por vaciarlos todos, y eso significaría ponerse mascarillas para no envenenarnos o algo…

—La cruda realidad… —masculló Alice, taciturna.

Se quedó mirando un instante la zapatilla y luego se la guardó en el bolsillo.

Jordan cogió las llaves de una de las camionetas de mantenimiento.

—Podríamos ir al centro. Seguro que en la ferretería tienen rociadores.

Tom sacudió la cabeza.

—Hay casi dos kilómetros, y la calle principal está llena de coches accidentados y abandonados. Podríamos sortear algunos, pero no todos. Y no podemos conducir por los jardines; las casas están demasiado juntas. La gente va a pie por alguna razón.

Habían visto a algunas personas en bicicleta, pero incluso las que tenían luz eran peligrosas aun yendo despacio.

—¿Una camioneta pequeña podría pasar por las calles secundarias? —preguntó el director.

—Podríamos intentarlo mañana por la noche —sugirió Clay—. Buscar un camino a pie y luego volver a por la camioneta. —Meditó unos instantes antes de proseguir—: Seguro que en la ferretería también tienen toda clase de mangueras.

—No parece entusiasmarte la idea —señaló Alice.

—Las calles estrechas quedan bloqueadas a la mínima —suspiró Clay—. Acabaríamos haciendo un montón de esfuerzos inútiles aun cuando tuviéramos más suerte que hoy. No sé…, puede que lo vea con otros ojos después de dormir un poco.

—Por supuesto —convino el director, aunque sin demasiada convicción—. Como todos.

—¿Y la gasolinera que está frente a la escuela? —preguntó Jordan sin mucha esperanza.

—¿Qué gasolinera? —inquirió Alice.

—La Citgo —explicó el director—. El mismo problema, Jordan; hay mucha gasolina en los depósitos bajo los surtidores, pero no hay electricidad. Y no creo que tengan más que un puñado de recipientes de diez o veinte litros. Lo que de verdad creo… —Pero no llegó a expresar lo que de verdad creía—. ¿Qué pasa, Clay?

Clay estaba pensando en el trío que había visto caminando ante ellos al llegar a la Academia, por delante de aquella gasolinera, uno de los hombres rodeando la cintura de la mujer.

—Academy Grove Citgo —dijo—. Se llama así, ¿verdad?

—Sí…

—Pero me parece que no solo venden gasolina.

No solo se lo parecía, sino que estaba seguro de ello por los dos camiones que había visto aparcados junto a la estación de servicio. Los había visto, pero no les había dado ninguna importancia en ese momento, porque no tenía motivo alguno para dársela.

—No sé qué… —empezó el director.

Se interrumpió en seco. Su mirada se encontró con la de Clay, y aquellos dientes erosionados aparecieron de nuevo en medio de otra de esas sonrisas singularmente despiadadas.

—Ah —murmuró—. Ah. Madre mía, sí…

Tom paseaba la mirada entre ellos con expresión cada vez más perpleja, al igual que Alice. Jordan se limitó a esperar.

—¿Les importaría contarnos de qué están hablando? —pidió Tom.

Clay se disponía a hacerlo (veía con claridad el funcionamiento del plan, y era demasiado bueno para no compartirlo con los demás) cuando la música procedente del campo de fútbol empezó a desvanecerse. No enmudeció de repente, como solía suceder cuando las criaturas despertaban por la mañana, sino que fue alejándose, como si alguien hubiera arrojado su punto de origen por el hueco de un ascensor.

—Se han levantado muy temprano —musitó Jordan.

Tom asió el antebrazo de Clay.

—Es distinto —aseguró—. Y uno de esos malditos trastos sigue funcionando; lo oigo muy flojo.

El viento soplaba con fuerza, y Clay sabía que soplaba desde el campo de fútbol porque traía consigo el olor a comida descompuesta, carne podrida y cientos de cuerpos sucios. Asimismo transportaba el fantasmal sonido de Lawrence Welk y los Champagne Music Makers tocando «Baby Elephant Walk».

Y de repente, de algún lugar del noroeste, quizá a quince kilómetros de distancia, aunque tal vez a cuarenta, resultaba difícil saber desde dónde lo transportaba el viento, les llegó una suerte de gemido espectral que recordaba el vuelo de una polilla. Luego silencio…, silencio…, y por fin las criaturas ni dormidas ni despiertas del campo de fútbol Tonney respondieron con un sonido idéntico, aunque mucho más audible, una especie de gruñido hueco, fantasmal, que se elevó hacia el firmamento estrellado.

Alice se había tapado la boca, y la zapatilla de bebé sobresalía hacia arriba entre sus manos, flanqueada por sus ojos casi desorbitados. Jordan había rodeado la cintura del director con ambas manos y se había sepultado en su costado.

—Mira, Clay —señaló Tom.

Se levantó de un salto y trotó hacia el pasillo herboso que separaba los dos invernaderos destrozados al tiempo que señalaba el cielo.

—¿Lo ves? Dios mío, ¿lo ves?

Al noroeste, desde donde les había llegado el primer sonido, un fulgor rojo anaranjado teñía el horizonte. El brillo se intensificó mientras lo contemplaban, el viento les llevó otro de aquellos gemidos sobrecogedores…, y de nuevo oyeron la respuesta procedente del campo de fútbol, idéntica, pero mucho más fuerte.

Alice se acercó a ellos seguida del director, que caminaba rodeando los hombros de Jordan.

—¿Qué hay allí? —preguntó Clay, señalando al noroeste, donde el brillo ya empezaba a apagarse.

—Puede que sea Glen’s Falls —repuso el director—, o Littleton.

—Sea lo que sea, los están friendo, y los nuestros lo saben. Lo han oído.

—O percibido —puntualizó Alice con un estremecimiento antes de erguirse y hacer una mueca que dejó al descubierto sus dientes—. ¡Eso espero!

Le respondió otro gruñido procedente del campo de fútbol. Cientos de voces se elevaron en una exclamación de compasión… o tal vez de agonía compartida. La cadena de música, la principal, suponía Clay, la que sí tenía un disco en su interior, seguía funcionando. Al cabo de diez minutos, las otras se sumaron a ella. La música, ahora «Close To You», de The Carpenters, subió de volumen al igual que antes había bajado. Para entonces, el director Ardai, ahora cojeando visiblemente, los había conducido de regreso a Cheatham Lodge. Unos minutos más tarde, la música se detuvo de nuevo, pero esta vez de forma abrupta, como la mañana anterior. De muy lejos, transportada desde Dios sabía cuántos kilómetros de distancia por el viento, les llegó el leve chasquido de un disparo. Luego el mundo se sumió en un silencio absoluto y espeluznante, a la espera de que la oscuridad diera paso a la luz.

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