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La academia Gaiten » 20

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Durmieron hasta la una del mediodía. Tras confirmar que los recogedores de cadáveres habían terminado su trabajo y se habían reunido con sus compañeros, bajaron hasta los pilares de piedra que señalizaban la entrada de la Academia Gaiten. Alice se había burlado de la idea de Clay de que él y Tom ejecutaran el plan solos.

—Ya, estilo Batman y Robin —se mofó.

—Siempre he querido ser un chaval brillantísimo —exclamó Tom con aire un poco teatral, pero Alice se lo quedó mirando con tal seriedad, la zapatilla ya un poco gastada en la mano, que enseguida recobró la compostura—. Lo siento.

—Podéis ir solos a la gasolinera —dijo Alice—, eso tiene sentido, pero los demás vigilaremos desde la acera de enfrente.

El director había sugerido que Jordan se quedara en la residencia. Antes de que el chico pudiera responder, y parecía dispuesto a responder con vehemencia, Alice intervino.

—¿Qué tal andas de la vista, Jordan? —preguntó.

Jordan le dedicó otra de aquellas sonrisas embelesadas.

—Bien.

—¿Y juegas a videojuegos? ¿De ésos en los que hay que disparar?

—Claro, un montón.

Alice le alargó su pistola. Clay observó que el chico temblaba muy levemente, como un diapasón al golpearlo, cuando sus dedos rozaron los de Alice.

—Si te digo que apuntes y dispares…, o si te lo dice el director Ardai, ¿lo harás?

—Claro.

Alice miró a Ardai con una expresión a caballo entre el desafío y la disculpa.

—Necesitamos toda la ayuda posible.

El director cedió, por lo que ahora estaban junto a la entrada de la escuela, casi frente a la gasolinera Academy Grove Citgo. Desde allí se leía con facilidad el otro letrero, algo más pequeño: GASOLINERA ACADEMY LP. El único coche aparcado junto a los surtidores con la portezuela del conductor abierta ya ofrecía un aspecto polvoriento y de abandono. El gran escaparate de la estación de servicio estaba hecho añicos. A la derecha, a la sombra de lo que debía de ser uno de los pocos olmos supervivientes de Nueva Inglaterra, había dos camiones estacionados con forma de bombonas gigantescas de propano. En el costado de ambos se leía Gasolinera Academy LP y Abastecemos el sur de New Hampshire desde 1982.

No había rastro de chiflados en aquel tramo de Academy Avenue, y aunque casi todas las casas que veía Clay tenían zapatos en la entrada, en algunas no había. La oleada de refugiados parecía estar remitiendo. Aunque es demasiado pronto para afirmarlo, se advirtió a sí mismo.

—¿Señor? ¿Clay? ¿Qué es eso? —preguntó Jordan.

Estaba señalando el centro de la avenida, que por supuesto aún era la Carretera 102, aunque resultaba fácil olvidarlo en aquella tarde soleada y tranquila cuyos sonidos más audibles eran el trino de los pájaros y el susurro del viento entre las hojas de los árboles. Había algo escrito en tiza color rosa chillón sobre el asfalto, pero Clay no alcanzaba a leerlo desde su posición. Meneó la cabeza.

—¿Preparado? —preguntó a Tom.

—Por supuesto —repuso éste en un intento de mostrarse despreocupado, aunque una vena le palpitaba desbocada en el cuello sin afeitar—. Tú Batman, yo Robin.

Cruzaron la calle corriendo con las pistolas en ristre. Clay había dejado el fusil automático ruso en manos de Alice, bastante convencido de que se pondría a girar como una peonza si tenía que utilizarla.

El mensaje garabateado en tiza rosa sobre el asfalto rezaba así:

KASHWAK=NO-FO

—¿Sabes lo que significa? —preguntó Tom.

Clay negó con la cabeza; no lo sabía y en aquel momento no le importaba. Lo único que quería era salir del centro de Academy Avenue, donde se sentía expuesto como una hormiga en un cuenco de arroz. De repente, y no por primera vez, se le ocurrió que estaría dispuesto a vender su alma por saber que su hijo estaba bien y en un lugar donde la gente no daba armas a niños expertos en videojuegos. Se le hacía extraño; creía tener las prioridades claras, creía estar jugando una a una las cartas de su baraja personal, pero entonces acudían a su mente aquellos pensamientos, renovados y crueles como un dolor pendiente de resolver.

Fuera de aquí, Johnny. Éste no es tu lugar ni tu momento.

Los camiones de propano estaban vacíos y cerrados con llave, pero no importaba, porque aquel día la suerte estaba de su lado. Las llaves estaban colgadas de un tablón en la oficina, bajo un letrero que advertía NO HAY SERVICIO DE GRÚA ENTRE MEDIANOCHE Y LAS SEIS DE LA MAÑANA. SIN EXCEPCIONES. De cada juego de llaves pendía una diminuta bombona de propano. Cuando se disponía a salir de la oficina, Tom le apoyó una mano en el hombro.

En medio de la calle caminaban dos chiflados, uno junto al otro, pero sin desfilar. Uno de ellos comía Twinkies que iba sacando de una caja; llevaba el rostro manchado de nata, migas y azúcar glaseado. La mujer que lo acompañaba sostenía un libro enorme ante ella. A Clay le recordó a una cantante de coro sosteniendo un inmenso libro de partituras. Le pareció que la portada mostraba la fotografía de un collie saltando por un columpio de neumático. El hecho de que la mujer sostuviera el libro al revés tranquilizó un tanto a Clay. La expresión vacua que se pintaba en los rostros de ambos y el que deambularan por ahí solos, lo cual significaba que durante el día seguían sin formar rebaños, lo tranquilizó aún más.

Pero no le gustaba aquel libro.

No, no le gustaba ni pizca.

Los locos pasaron ante los pilares de piedra, y Clay vio a Alice, Jordan y el director asomados con los ojos muy abiertos. Los dos chiflados pisaron el críptico mensaje escrito con tiza en la calzada, KASHWAK = NO-FO, y de repente la mujer alargó la mano para hacerse con la caja de Twinkies. El hombre la apartó. La mujer dejó caer el libro, que aterrizó bien, por lo que Clay pudo ver que se titulaba Los 100 perros más populares del mundo, y de nuevo alargó la mano hacia la caja. El hombre la abofeteó en la cara con tal fuerza que el cabello mugriento de la mujer se alborotó en todas direcciones y el sonido resultó casi ensordecedor en la quietud del día. Todo ello sucedió sin que dejaran de caminar. La mujer emitió un sonido, «¡Au!», y el hombre respondió, o al menos a Clay le pareció una respuesta, con una especie de «¡Eeeen!». La mujer intentó aferrar una vez más la caja de Twinkies. Ahora estaban a la altura de la gasolinera. En esta ocasión, el hombre le asestó un puñetazo en el cuello, un gancho muy amplio, y acto seguido hundió la mano en la caja para sacar otra golosina. La mujer se detuvo. Lo miró. Al cabo de un instante, el hombre también se detuvo. Se había adelantado unos pasos, de modo que estaba casi de espaldas a ella.

Clay percibió algo en la quietud caldeada por el sol de la oficina de la gasolinera. No, pensó, en la oficina no, sino en mi interior. Me he quedado sin aliento, como cuando subes la escalera demasiado deprisa.

Aunque quizá también en la oficina, porque…

Tom se puso de puntillas.

—¿Lo notas? —le susurró al oído.

Clay asintió y señaló el escritorio. No soplaba el viento ni había corriente, pero los papeles de la mesa se movían, y la ceniza acumulada en el cenicero había empezado a girar muy despacio, como el agua por el desagüe. Había dos colillas…, no, tres, y las cenizas en movimiento parecían empujarlas hacia el centro.

El hombre se volvió hacia la mujer y la miró. Ella le devolvió la mirada. Se miraron. Clay no alcanzaba a discernir expresión alguna en sus rostros, pero percibió que se le erizaban los pelos de los brazos y oyó un leve tintineo. Lo producían las llaves colgadas del tablero, que también se movían, entrechocando con infinita suavidad.

¡Au! —dijo la mujer al tiempo que alargaba la mano.

¡Eeeen! —repuso el hombre.

Llevaba los últimos vestigios de un traje e iba calzado con zapatos negros opacos por la suciedad. Seis días antes sin duda era un cuadro medio en alguna empresa, un comercial o el administrador de algún complejo residencial. Pero ahora la única propiedad inmobiliaria que le importaba era su caja de Twinkies. La apretó contra su pecho sin dejar de masticar.

¡Au! —insistió la mujer.

Alargó ambas manos en lugar de una, el gesto inmemorial que significaba «dame», y las llaves tintinearon con más fuerza. Sobre sus cabezas se oyó un zumbido cuando un fluorescente para el que no había electricidad se encendió un instante antes de volver a apagarse. La boquilla del surtidor central cayó de su soporte y se estrelló contra el suelo con un chasquido metálico sordo.

Au —dijo el hombre.

De repente bajó los hombros y toda tensión desapareció de su cuerpo y del ambiente. Las llaves del tablero enmudecieron. La ceniza describió un último círculo en su maltrecho relicario metálico y se detuvo. Daba la sensación de que ahí no había pasado nada, pensó Clay, si no fuera por la boquilla caída en el suelo y el montoncito de colillas en el centro del cenicero.

Au —repitió la mujer, aún con las manos extendidas.

Su compañero se acercó a ellas. La mujer cogió un Twinkie en cada mano y empezó a comérselos con envoltorio y todo. Aquella conducta tranquilizó a Clay, pero solo un poco. Al cabo de un instante, los dos locos reanudaron su camino hacia el pueblo. En un momento dado, la mujer se detuvo un instante para escupir un trozo de papel de celofán cubierto de relleno, haciendo caso omiso de los 100 perros más populares del mundo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Tom en voz baja y temblorosa cuando los dos locos se perdieron de vista.

—No tengo ni idea, pero no me ha hecho ni pizca de gracia —repuso Clay antes de alargarle uno de los juegos de llaves de los camiones de propano—. ¿Sabes conducir con cambio de marchas manual?

—Aprendí a conducir con cambio de marchas manual. ¿Y tú?

—Soy heterosexual, Tom —señaló Clay con una sonrisa paciente—. Los heterosexuales sabemos conducir con cambio de marchas manual sin que nos enseñen. Lo llevamos en la sangre.

—Muy gracioso —masculló Tom, distraído, mirando aún en la dirección por la que se había marchado la extraña pareja, la vena de su cuello palpitaba con más violencia que nunca—. Se acaba el mundo y se abre la veda del marica, ¿eh?

—Exacto, y también se abrirá la veda del heterosexual si consiguen controlar esa mierda. Venga, vamos.

Se dispuso a salir, pero Tom lo retuvo un instante.

—Oye, puede que los demás hayan notado lo que ha pasado, pero puede que no. En tal caso, quizá será mejor que no digamos nada por el momento. ¿Qué te parece?

Clay pensó en Jordan, que no perdía de vista ni un segundo al director, en Alice y su espeluznante zapatilla de bebé, en las ojeras que ensombrecían los rostros de ambos y en lo que planeaban hacer esa noche. Tal vez Armagedón fuera una palabra demasiado fuerte para describirlo, pero no por mucho. A despecho de haberse convertido en criaturas inhumanas, los chiflados telefónicos habían sido personas hasta hacía bien poco, y quemar vivos a mil de ellos ya era una carga lo bastante pesada. Pensar siquiera en ello le provocaba un dolor físico.

—Me parece bien —convino—. Sube la cuesta en una marcha corta, ¿vale?

—La más corta que encuentre —asintió Tom mientras se acercaban a los grandes camiones con forma de bombonas—. ¿Cuántas marchas crees que tienen estos trastos?

—Con la primera debería bastarnos —indicó Clay.

—Tal como están aparcados, creo que antes tendremos que encontrar la marcha atrás.

—A tomar por el culo —espetó Clay—. ¿Qué gracia tiene el fin del mundo si no puedes atravesar una puta valla metálica con un camión?

Y así lo hicieron.

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