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La academia Gaiten » 23

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23

A las diez de aquella noche ventosa de otoño, a la luz de una luna que entraba en el último cuarto, Clay y Tom estaban en la tribuna del equipo local del campo de fútbol Tonney. Ante ellos se alzaba un muro de hormigón que les llegaba a la cintura y que estaba acolchado en la cara que daba al terreno de juego. Junto a ellos había unos cuantos atriles algo oxidados, y el suelo aparecía cubierto de basura. El viento barría los envoltorios rotos y los papeles hacia allí en tal cantidad que se hundían en desechos hasta los tobillos. A su espalda y por encima de sus cabezas, junto a los torniquetes, Alice y Jordan flanqueaban al director, una silueta alta apoyada sobre su delgado bastón.

La voz de Debbie Boone surcó el campo en olas amplificadas de cómica majestuosidad. En circunstancias normales la habría seguido Lee Ann Womack cantando «I Hope You Dance», que a su vez habría dado paso a Lawrence Welk y los Champagne Music Makers, pero quizá no esa noche.

El viento soplaba cada vez más frío y les llevaba el hedor de los cadáveres descompuestos arrojados en el lodazal tras el polideportivo, así como el olor a tierra y sudor de los vivos hacinados en el campo de fútbol. Si es que se les puede llamar vivos, pensó Clay al tiempo que esbozaba una sonrisita amarga para sus adentros. La racionalización era un buen deporte humano, quizá el mejor deporte humano, pero aquella noche no se engañaría a sí mismo; por supuesto, ellos consideraban que estaban vivos. Fueran lo que fuesen, se convirtieran en lo que se convirtiesen, estaban tan vivos como él.

—¿A qué esperas? —murmuró Tom.

—A nada —respondió Clay en el mismo tono—. Solo que…, nada.

De la funda que Alice había cogido en el sótano de los Nickerson, Clay sacó el anticuado Colt .45 de Beth Nickerson, ahora cargado de nuevo. Alice le había ofrecido el fusil automático, que hasta entonces no habían probado siquiera, pero Clay había declinado el ofrecimiento alegando que si no podía arreglárselas con la pistola, lo más probable era que no pudiera arreglárselas con nada.

—Pues yo creo que el automático sería más útil si dispara treinta o cuarenta balas por segundo —insistió ella—. Podrías dejar esos camiones como coladores.

Clay se mostró de acuerdo, pero recordó a Alice que su objetivo no consistía en la mera destrucción, sino en la ignición de los vehículos, y le explicó la naturaleza extremadamente ilegal de la munición que Arnie Nickerson había obtenido para el .45 de su mujer. Balas de punta hueca o lo que en tiempos se denominaba balas dum-dum.

—Vale, pero si no funciona puedes probar con Míster Rápido —sugirió Alice—. A menos que esos tipos…, bueno…

No empleó la palabra «atacar», sino que imitó el movimiento de unos pies al andar con los dedos de la mano que no sujetaba la zapatilla.

—En tal caso, lárgate por piernas.

El viento arrancó una hilera de banderines maltrechos sobre el marcador y la barrió sobre las criaturas dormidas. Alrededor del campo, como flotando en la oscuridad, se distribuían las luces rojas de las cadenas de música, todas las cuales salvo una sonaban sin disco en su interior. Los banderines se estrellaron contra el parachoques de uno de los camiones de propano, aletearon allí unos segundos, se desprendieron y desaparecieron en la noche. Los vehículos estaban aparcados uno junto al otro en el centro del campo, elevándose entre la masa de cuerpos como estrafalarios monolitos metálicos. Los chiflados dormían a sus pies y tan cerca de ellos que algunos estaban apretados contra las ruedas. Clay pensó de nuevo en las palomas migratorias y el modo en que los cazadores del siglo XIX les aplastaban el cráneo en el suelo con garrotes. La especie había quedado extinguida a principios del siglo XX…, claro que no eran más que pájaros con pequeños cerebros de pájaro, incapaces de reiniciarse.

—Clay —susurró Tom—. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?

—No —reconoció Clay.

Enfrentado a la inminencia del plan, su mente era un hervidero de preguntas sin respuesta. Una de ellas era qué harían si la cosa salía mal; otra, qué harían si la cosa salía bien. Las palomas migratorias eran animales incapaces de vengarse, pero aquellas cosas tendidas en el campo…

—No, pero voy a hacerlo.

—Pues hazlo ya —lo instó Tom—, entre otras cosas porque no soporto «You Light Up My Life».

Clay levantó el .45 y se sujetó la muñeca derecha con la mano izquierda. Centró la mira en el depósito del camión situado a la izquierda. Dispararía dos veces contra aquél y dos contra el de la derecha. De ese modo le quedaría una bala más para cada uno en caso necesario. Si eso no funcionaba, probaría con el fusil automático que Alice había dado en llamar Míster Rápido.

—Agáchate si explota —advirtió a Tom.

—No te preocupes —dijo Tom.

Su rostro se había contraído en una mueca de aprensión ante el estruendo de los disparos y lo que pudiera suceder a continuación.

Debbie Boone se hallaba en pleno éxtasis final. De repente, Clay se dijo que era de suma importancia acabar antes que ella. Si fallas a esta distancia es que eres un desastre, se dijo antes de apretar el gatillo.

No tuvo ocasión ni necesidad de efectuar un segundo disparo. En el centro del depósito del camión apareció una flor color rojo chillón, y a su luz distinguió una profunda hendidura en la superficie metálica hasta entonces lisa. En el interior del depósito parecía haberse desatado un infierno cada vez más intenso. Al poco, la flor se convirtió en un río, primero rojo y luego de un blanco anaranjado.

—¡Al suelo! —gritó al tiempo que empujaba a Tom por el hombro.

Clay cayó sobre su compañero justo cuando la noche se convirtió en un mediodía abrasador. Se oyó un inmenso rugido seguido de un golpe ensordecedor que Clay percibió en cada hueso de su cuerpo. Fragmentos de metal volaban por encima de sus cabezas. Le pareció oír gritar a Tom, pero no estaba seguro, porque de repente se produjo otro de aquellos rugidos y la temperatura del aire subió de un modo espectacular.

Asió a Tom por la nuca y por el cuello de la camisa, y empezó a arrastrarlo rampa arriba, en dirección a los torniquetes, los ojos casi cerrados para protegerse de la inaudita claridad que inundaba el centro del campo de fútbol. A su derecha, algo aterrizó sobre las gradas auxiliares, algo enorme, tal vez un motor. Clay estaba bastante seguro de que el amasijo de hierros retorcidos que estaba pisando había sido hasta pocos segundos antes la tribuna del campo de fútbol de la Academia Gaiten.

Tom gritaba y llevaba las gafas torcidas, pero se tenía en pie y parecía ileso. Los dos corrieron rampa arriba como si huyeran de Gomorra. Ante ellos, Clay veía sus sombras largas y flacas como patas de araña. De repente reparó en que a su alrededor no cesaban de caer cosas. Brazos, piernas, un trozo de parachoques, una cabeza de mujer con el cabello en llamas. A su espalda se oyó una segunda explosión, o quizá fuera la tercera, y esta vez fue Clay quien gritó. En un momento dado dio un traspié y cayó de bruces. El mundo entero se estaba convirtiendo a marchas forzadas en un horno de calor y luz increíbles. Tenía la sensación de hallarse en el escenario personal de Dios.

No sabíamos lo que hacíamos, pensó mientras contemplaba un paquete de chicles, una caja pisoteada de caramelos de menta y un tapón azul de Pepsi Cola. No teníamos ni idea y ahora lo vamos a pagar con nuestras vidas, joder.

—¡Levántate!

Era Tom, y a Clay le pareció que gritaba, pero su voz parecía llegar desde muy lejos. Sintió que las manos delicadas y de dedos largos de Tom le tironeaban el brazo. De repente, Alice estaba junto a él, tirándole del otro brazo, refulgiendo a la luz de la conflagración. Clay vio la zapatilla de bebé cabeceando al final del cordón atado a su muñeca. Alice estaba salpicada de sangre, jirones de ropa y pedacitos de carne humeante.

Clay se incorporó con dificultad y cayó de nuevo de rodillas. Alice lo levantó de nuevo a pulso. A su espalda, el propano rugía como un dragón. Al poco llegó Jordan, y tras él, el director avanzaba dando tumbos, el rostro sonrosado y hasta la última arruga de su rostro rellena de sudor.

—No, Jordan, no, apártalo de aquí —gritó Tom.

Jordan tiró del director hacia un lado y le rodeó la cintura con firmeza cuando el anciano se tambaleó. Un torso en llamas con un piercing en el ombligo aterrizó a los pies de Alice, que lo chutó fuera de la rampa. «Cinco años de fútbol», recordaba haberle oído decir Clay. Un fragmento de camisa se posó en la coronilla de la chica, y Clay lo apartó de un manotazo antes de que le quemara el cabello.

En lo alto de la rampa, un neumático de camión en llamas con medio eje aún prendido a él se apoyaba contra la última fila de asientos reservados. Si hubiera aterrizado bloqueándoles el paso, con toda probabilidad se habrían carbonizado, cuando menos el director, pero yacía de forma que pudieron pasar, conteniendo el aliento para no aspirar el humo grasiento que surgía de él. Al cabo de un momento pasaron los torniquetes, Jordan a un lado del director, y Clay al otro, llevándolo casi en volandas. El bastón del anciano le golpeó dos veces en la oreja, pero treinta segundos después de pasar junto al neumático se hallaban bajo el Arco de Tonney contemplando la inmensa columna de fuego que se elevaba por encima de las gradas y la tribuna de prensa con idénticas expresiones de incredulidad pintadas en sus rostros.

Otra hilera de banderines en llamas aterrizó en el suelo junto a las taquillas principales, arrastrando algunas chispas tras de sí antes de detenerse.

—¿Sabías que pasaría esto? —preguntó Tom.

Tenía la piel blanca en torno a los ojos, roja en la frente y las mejillas, y parecía haber perdido medio bigote. Clay oía su voz muy lejana, al igual que todos los demás sonidos. Era como si tuviera los oídos llenos de algodón o se los hubiera protegido con los tapones que Arnie Nickerson sin duda hacía llevar a su esposa cuando la llevaba a su campo de tiro predilecto, donde a buen seguro practicaban con los móviles prendidos a una cadera y los buscas a la otra.

—¿Lo sabías? —repitió Tom.

El hombrecillo intentó zarandearlo, pero solo consiguió aferrar su camisa y le desgarró toda la pechera.

—¡Claro que no, joder! ¿Estás loco o qué? —replicó Clay con voz más que ronca, más que apergaminada, como asada—. ¿Crees que lo habría hecho de haberlo sabido? De no ser por el muro de hormigón, la explosión nos habría partido en dos… o volatilizado.

Por increíble que pareciera, Tom sonrió de oreja a oreja.

—Te he roto la camisa, Batman —constató.

A Clay le entraron ganas de partirle la cara y al mismo tiempo de abrazarlo y besarlo por el mero hecho de seguir vivo.

—Quiero volver a la casa —dijo Jordan con un matiz de temor inequívoco en la voz.

—Sí, vayamos a un lugar más seguro —convino el director.

Temblaba como una hoja y tenía la mirada clavada en la infernal columna de fuego que se elevaba sobre el Arco y las gradas.

—Gracias a Dios que el viento sopla en dirección a la Pendiente de la Academia.

—¿Puede caminar, señor? —le preguntó Tom.

—Sí, gracias. Con la ayuda de Jordan estoy seguro de que podré llegar a la residencia.

—Hemos acabado con ellos —masculló Alice.

Se estaba limpiando salpicaduras de sangre y carne del rostro con ademán casi distraído, dejando churretes sobre la piel, y en sus ojos se advertía una expresión que Clay solo había visto en algunas fotografías y un puñado de viñetas excepcionales de los cincuenta y los sesenta. En cierta ocasión, cuando no era más que un niño, había asistido a un congreso de cómics y escuchado a Wallace Wood explicar cómo dibujar lo que él denominaba Mirada de Pánico. Eso era lo que ahora veía en el rostro de aquella colegiala de quince años.

—Vamos, Alice —la instó—. Tenemos que volver a la casa y recoger nuestras cosas. Hay que largarse de aquí.

En cuanto aquellas palabras brotaron de sus labios, tuvo que repetirlas para averiguar si sonaban veraces. La segunda vez le sonaron más que veraces; le sonaron asustadas.

No sabía si Alice lo había oído. Estaba exultante, pletórica de triunfo, enferma más bien, como una niña que se ha atiborrado de golosinas. Sus pupilas aparecían incendiadas.

—Aquí no va a sobrevivir nadie.

Tom asió el brazo de Clay. El contacto dolía como si le tocaran la piel quemada por el sol.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su amigo.

—Creo que hemos cometido un error —declaró Clay.

—¿Es como en la gasolinera? —inquirió Tom, los ojos penetrantes tras las gafas ladeadas—. ¿Cuando el hombre y la mujer se pelearon por las malditas golo…?

—No, solo es que creo que hemos cometido un error —repitió Clay.

De hecho, no solo lo creía, sino que lo sabía a ciencia cierta.

—Vamos; tenemos que irnos esta misma noche.

—Si tú lo dices —accedió Tom—. Venga, Alice.

Alice los acompañó parte del camino que conducía a la residencia del director, donde habían dejado dos lámparas de gas encendidas junto al ventanal, y luego se detuvo para mirar atrás. La tribuna de la prensa era pasto de las llamas, al igual que las gradas. Las estrellas habían desaparecido, e incluso la luna no era más que un espectro ejecutando una danza enloquecida en la bruma de calor que surgía del camión.

—Están muertos, acabados, reducidos a cenizas —masculló Alice—. Arded, malditos, ard…

Fue entonces cuando se oyó de nuevo aquel gemido, solo que ahora no procedía de Glen’s Falls ni de Littleton, sino de ahí mismo, a kilómetro y medio de distancia. Y tampoco tenía nada de espectral, sino que era una exclamación de dolor agónico, el grito de algo…, de un solo ente, un ente consciente, Clay estaba seguro de ello, que había despertado de un sueño profundo para descubrir que se estaba quemando vivo.

Alice profirió un chillido y se tapó los oídos. A la luz de la conflagración, los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas.

—¡Tenemos que deshacerlo! —exclamó Jordan mientras asía la muñeca del director—. ¡Tenemos que deshacer lo que hemos hecho, señor!

—Demasiado tarde, Jordan —sentenció Ardai.

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