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La academia Gaiten » 24

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Sus mochilas abultaban un poco más cuando las apoyaron contra la puerta principal de Cheatham Lodge al cabo de una hora. Cada una de ellas contenía un par de camisas, bolsas de frutos secos, cartones de zumo, paquetes de salchichas secas, pilas y linternas de recambio. Clay había acuciado a Tom y Alice para que recogieran sus pertenencias lo más deprisa posible, y ahora era él quien entraba cada dos por tres en el salón para mirar por el ventanal.

El incendio del terreno de juego empezaba a menguar, pero las gradas seguían en llamas, al igual que la tribuna de prensa. El Arco de Tonney también había prendido y relucía en la noche como una herradura en una herrería. Nada podía seguir con vida en el campo, en eso Alice tenía razón, pero durante el trayecto de regreso a la residencia, con el director tambaleándose como un viejo borracho pese a los esfuerzos por mantenerlo erguido, habían oído en dos ocasiones aquellos gritos fantasmales transportados por el viento desde otros rebaños. Clay intentó convencerse de que no detectaba furia en los gritos, que aquella sensación solo era fruto de su imaginación…, de su imaginación culpable, su imaginación de asesino, su imaginación de asesino en serie, pero no acababa de creérselo.

Había sido un error, pero ¿qué otra cosa podrían haber hecho? Él y Tom habían percibido la intensificación de su poder a mediodía, la habían presenciado pese a que solo habían visto a dos chiflados, tan solo dos. ¿Cómo podían dejar que ese poder continuara creciendo?

—Hagas lo que hagas, la cagas —masculló entre dientes antes de apartarse del ventanal.

No sabía cuánto rato llevaba contemplando el campo en llamas y resistió la tentación de mirar el reloj. Lo más fácil sería sucumbir al pánico, que acechaba justo debajo de la superficie, y si sucumbía, los demás no tardarían en contagiarse. Empezando por Alice. Ésta había conseguido recobrar cierta medida de autodominio, pero no era más que una película finísima. «Lo bastante fina para leer el periódico a través de ella», habría dicho su madre, gran aficionada al bingo. Pese a que también ella era poco más que una niña, Alice había logrado mantener la compostura en aras del otro niño, para que él no se desmoronara por completo.

El otro niño, Jordan.

Clay regresó corriendo al vestíbulo, advirtió que todavía faltaba una cuarta mochila en la entrada y vio a Tom bajar la escalera. Solo.

—¿Dónde está el chico? —le preguntó.

Se le habían destapado un poco los oídos, pero su propia voz aún le sonaba muy lejana y como si perteneciera a un desconocido. Suponía que seguiría así durante un tiempo.

—¿No tenías que ayudarle a recoger algunas cosas para llevarse? Ardai ha dicho que se ha traído una mochila de la residencia de…

—No quiere venir —lo atajó Tom al tiempo que se restregaba un lado del rostro.

Parecía cansado, triste y distraído, además de ofrecer un aspecto algo ridículo con medio bigote quemado.

—¿Qué?

—Baja la voz, Clay. No mates al mensajero.

—Entonces dime de qué estás hablando, por el amor de Dios.

—Dice que sin el director no viene. «No pueden obligarme», ha dicho, y si de verdad quieres irte esta noche, creo que tiene razón.

En aquel instante, Alice salió corriendo de la cocina. Se había aseado, llevaba el cabello recogido y una camisa nueva que le llegaba casi hasta la rodilla, pero su piel mostraba el mismo aspecto quemado que Clay percibía en la suya. Suponía que podían considerarse afortunados por no tener el cuerpo lleno de ampollas.

—Alice —empezó—, necesito que emplees todos tus poderes de persuasión femenina con Jordan. Se está…

Alice pasó junto a él como si no lo hubiera oído, cayó de rodillas, agarró su mochila y la abrió. Clay la miró con expresión perpleja mientras ella la vaciaba. Cuando se volvió hacia Tom advirtió que en su rostro comenzaba a dibujarse un rictus de comprensión y pena.

—¿Qué? —exclamó Clay—. ¿Qué pasa, por el amor de Dios?

Había sentido aquella misma impaciencia exasperada hacia Sharon a menudo durante el último año, y se odió a sí mismo por experimentarla precisamente ahora. Pero maldita sea, no necesitaban más complicaciones. Se mesó los cabellos.

—¿Qué pasa?

—Mírale la muñeca —indicó Tom.

Clay obedeció. El cordón mugriento seguía allí, pero la zapatilla había desaparecido. Sintió que se le formaba un nudo absurdo en la boca del estómago. O quizá no era tan absurdo. A fin de cuentas, si a Alice le parecía importante, entonces lo era. ¿Qué más daba que solo fuera una zapatilla?

La camiseta y la sudadera de repuesto que había guardado, con GAITEN BOOSTERS’ CLUB impreso en la pechera, salieron despedidas. Las pilas rodaron por el suelo. La linterna de recambio se estrelló contra el suelo, y la tapa de protección se resquebrajó. Aquello bastó para convencer a Clay de que no se trataba de una rabieta al estilo Sharon Riddell porque se les había acabado el café con aroma de avellana o el helado con cacahuete crujiente, sino de un ataque de terror puro y duro.

Se acercó a Alice, se arrodilló junto a ella y le asió las muñecas. Sentía transcurrir los minutos, minutos que deberían haber empleado para dejar atrás aquel pueblo, pero también sentía el pulso acelerado de la chica contra los dedos. Además, no había más que mirarla a los ojos. En su mirada no se pintaba el pánico, sino una auténtica agonía. Clay comprendió que Alice lo había depositado todo en aquella zapatilla, a su madre, a su padre, a sus amigos, a Beth Nickerson y su hija, el infierno del campo de fútbol, todo…

—¡No está! —gimió—. Pensaba que la había guardado aquí dentro, pero no. ¡No la encuentro por ninguna parte!

—Ya lo sé, cariño —musitó Clay sin soltarle las muñecas y levantándole la que aún tenía el cordón atado a ella—. ¿Lo ves?

Esperó hasta cerciorarse de que Alice fijaba la vista y agitó los extremos del cordón bajo el nudo, donde antes había un segundo nudo.

—Está demasiado largo —dijo ella—. Antes no era tan largo.

Clay intentó recordar la última vez que había visto la zapatilla. Se dijo que era imposible recordar un detalle como aquel dadas las circunstancias, pero enseguida se dio cuenta de que sí lo recordaba, y además con toda claridad. Fue cuando Alice ayudó a Tom a levantarlo tras la explosión del segundo camión. En aquel momento, la zapatilla se bamboleaba en su muñeca. Alice estaba cubierta de sangre, jirones de tela y pedacitos de carne, pero la zapatilla seguía en su sitio. Clay intentó recordar si aún la tenía cuando chutó el torso en llamas rampa abajo. Creía que no. Cabía la posibilidad de que a toro pasado la memoria le jugara una mala pasada, pero creía que no.

—Se te ha deshecho el nudo, tesoro —señaló—. Se te ha deshecho, y la zapatilla se ha caído.

—¿La he perdido? —exclamó ella, incrédula, derramando las primeras lágrimas—. ¿Estás seguro?

—Bastante seguro, sí.

—Era mi amuleto de la buena suerte —susurró, llorando ahora con más fuerza.

—No —intervino Tom al tiempo que la abrazaba—. Nosotros somos tus amuletos de la buena suerte.

Alice se volvió hacia él.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque nos encontraste a nosotros primero —explicó Tom—, y seguimos aquí.

Alice los abrazó a ambos, y los tres permanecieron un rato en aquella posición, aferrados los unos a los otros en el vestíbulo, con las escasas pertenencias de Alice desparramadas a su alrededor.

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