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La academia Gaiten » 26

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Clay y Tom compartían un pequeño dormitorio en la segunda planta de la residencia, mientras que a Alice le habían asignado la otra habitación. Mientras se quitaba los zapatos, Clay oyó una breve llamada a la puerta y al punto entró el director. En sus mejillas destacaban dos manchas de piel enrojecida, pero por lo demás su rostro estaba mortalmente pálido.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Clay—. ¿Es el corazón a fin de cuentas?

—Me alegro de que me lo pregunte —replicó el director—; no sabía si había conseguido plantar la semilla de la duda, pero por lo visto sí. —Miró hacia el pasillo por encima del hombro y luego cerró la puerta con la punta del bastón—. Escúcheme con atención, señor Riddell…, Clay, y no haga preguntas a menos que no le quede otro remedio. En algún momento dado de esta tarde me encontrarán muerto en mi cama, y por supuesto usted dirá que tenía mal el corazón a fin de cuentas, que lo que hicimos anoche me ha provocado un ataque. ¿Entendido?

Clay asintió. Lo entendía a la perfección y se calló la protesta que acudió automáticamente a sus labios. Era una protesta que habría resultado lógica en el pasado, pero que no tenía cabida en el nuevo mundo. Sabía por qué el director había trazado aquel plan.

—Si Jordan llega a sospechar siquiera que me he quitado la vida para librarlo de lo que él, en su admirable inocencia, considera su deber sagrado, cabe la posibilidad de que también él decida acabar con su vida. Cuando menos se sumiría en lo que cuando yo era pequeño los mayores denominaban «una fuga negra». Mi muerte lo apenará muchísimo en cualquier caso, pero eso es permisible, a diferencia de la idea de que me he suicidado para sacarlo de Gaiten. ¿Lo entiende?

—Sí —asintió Clay—. Señor, espere un día más. Lo que pretende hacer…, puede que no sea necesario. Es posible que salgamos de ésta.

No lo creía, y en cualquier caso Ardai tenía intención de seguir adelante con su plan; Clay lo veía en su rostro demacrado, los labios apretados, los ojos relucientes.

—Espere un día más —insistió a pesar de ello—. Puede que no venga nadie.

—Ya oyó esos gritos —replicó el director—. Eran gritos de furia. Vendrán.

—Es posible, pero…

El director levantó el bastón para silenciarlo.

—Y si vienen y son capaces de leerles el pensamiento como se lo leen los unos a los otros, ¿qué leerán en su mente, Clay, si es que para entonces aún le queda mente que leer?

Clay se lo quedó mirando sin decir nada.

—Aun cuando no puedan leer el pensamiento —prosiguió el director—, ¿qué sugiere usted, Clay? ¿Quedarse aquí día tras día, semana tras semana? ¿Hasta que empiecen las nevadas? ¿Hasta que me muera de viejo? Mi padre vivió hasta los noventa y siete años. Y usted tiene mujer e hijo.

—Mi mujer y mi hijo están bien o no lo están. Ya lo tengo asumido.

No era cierto, y tal vez Ardai lo detectara en la expresión de Clay, porque esbozó otra de sus sonrisas inquietantes.

—¿Y cree que su hijo ha asumido no saber si su padre está vivo, muerto o loco? ¿Después de tan solo una semana?

—Eso ha sido un golpe bajo —masculló Clay con voz insegura.

—¿En serio? No sabía que estuviéramos peleándonos. En cualquier caso, no hay árbitro; aquí solo estamos nosotros. —El director se volvió un instante hacia la puerta cerrada antes de mirar de nuevo a Clay—. La ecuación es muy sencilla. Ustedes no pueden quedarse, y yo no puedo irme. Lo mejor es que Jordan les acompañe.

—Pero sacrificarlo como a un caballo con la pata rota…

—De eso nada —lo atajó el director—. Los caballos no practican la eutanasia, pero las personas sí.

En aquel momento se abrió la puerta y entró Tom. El director siguió hablando sin solución de continuidad.

—¿Y alguna vez ha considerado la posibilidad de dedicarse a la ilustración comercial, Clay? —preguntó—. De libros, quiero decir.

—Mi estilo es demasiado exuberante para la mayoría de las editoriales comerciales —repuso él—, aunque he hecho algunas cubiertas para editoriales de literatura fantástica, como Grant y Eulalia, y también para algunos títulos de la colección de novelas marcianas de Edgar Rice Burroughs.

—¡Barsoom! —exclamó el director mientras blandía el bastón en el aire; de repente se frotó el plexo solar e hizo una mueca—. Maldito ardor de estómago. Disculpe, Tom; solo he entrado a charlar un momento antes de acostarme.

—Encantado —repuso Tom antes de seguirlo con la mirada mientras el anciano se iba—. ¿Se encuentra bien? —preguntó a Clay cuando el golpeteo del bastón de alejó por el pasillo—. Está muy pálido.

—Creo que sí —contestó Clay antes de señalar el rostro de Tom—. ¿No ibas a afeitarte el resto del bigote?

—He decidido no hacerlo en presencia de Alice —explicó Tom—. Me cae muy bien, pero a veces puede ser bastante malvada.

—Eso es pura paranoia.

—Gracias, Clay, justo el comentario que necesitaba. Solo ha pasado una semana y ya echo de menos a mi psicoanalista.

—Paranoia combinada con manía persecutoria y delirios de grandeza.

Clay se tendió en una de las estrechas camas del dormitorio y entrelazó las manos en la nuca con la mirada vuelta hacia el techo.

—Te mueres de ganas de largarte de aquí, ¿verdad? —preguntó Tom.

—Y que lo digas —replicó Clay con voz carente de inflexiones.

—Todo irá bien, Clay, de verdad.

—Eso dices, pero sufres manía persecutoria y delirios de grandeza.

—Cierto —reconoció Tom—, pero esos trastornos se compensan gracias a la falta de autoestima y la menstruación del ego a intervalos de unas seis semanas. Y en cualquier caso…

—… es demasiado tarde, al menos por hoy —terminó por él Clay.

—Exacto.

Aquella idea encerraba cierta paz. Tom añadió algo más, pero Clay solo alcanzó a oír «Jordan cree que» antes de dormirse.

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