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La academia Gaiten » 31

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Clay alcanzó a Jordan, pero no antes de que el chico llegara al descansillo de la primera planta.

—Espera, Jordan —le pidió.

—No —exclamó Jordan.

Su rostro mostraba un aspecto más pálido y asustado que antes. Tenía el cabello alborotado, y Clay suponía que se debía a que necesitaba un corte, pero lo que parecía era que tenía los pelos de punta.

—Con todo lo que ha pasado, habría estado con nosotros si estuviera bien —declaró Jordan con labios temblorosos—. ¿Recuerdas cómo se tocaba el costado? ¿Y si no tenía solo acidez?

—Jordan…

Pero Jordan no le prestó atención alguna, y Clay habría apostado algo a que se había olvidado por completo del Hombre Andrajoso y sus secuaces, al menos de momento. Se zafó de la mano de Clay y echó a correr por el pasillo mientras llamaba a gritos al director y las hileras de directores que se remontaban hasta el siglo XIX lo observaban con el ceño fruncido desde las paredes.

Clay miró atrás. Alice no le sería de ninguna ayuda, porque estaba sentada al pie de la escalera con la cabeza inclinada sobre la puta zapatilla como si del cráneo de Yorick se tratara, pero Tom empezó a subir a regañadientes.

—¿Cómo de mal está la cosa? —preguntó a Clay.

—Bueno…, Jordan cree que el director se habría reunido con nosotros si se encontrara bien, y la verdad es que creo que tiene…

En aquel momento Jordan empezó a chillar con una voz estridente de soprano que atravesó la cabeza de Clay como una lanza. El primero en reaccionar fue Tom, mientras que Clay se quedó paralizado en lo alto de la escalera durante al menos tres y quizá hasta siete segundos, atenazado por un único pensamiento: esto no suena como el grito de alguien que acaba de encontrar a alguien con aspecto de haber muerto de un infarto. El viejo debe de haberla fastidiado. Puede que se equivocara de pastillas. Estaba a medio pasillo cuando Tom profirió un grito de espanto.

—Diosmíojordannomires —dijo en una sola palabra.

—¡Espera! —gritó Alice a espaldas de Clay, pero éste no esperó.

La puerta de la pequeña suite del director estaba abierta. El estudio con los libros y el fogón eléctrico ahora inservible, el dormitorio con la puerta abierta, dejando pasar la luz del sol. Tom estaba de pie ante el escritorio, apretando a Jordan contra sí. El director estaba sentado al otro lado de la mesa. Su peso había desplazado el respaldo de la silla giratoria hacia atrás, y el anciano parecía mirar el techo con el ojo que le quedaba. La enredada melena blanca pendía sobre el respaldo. A Clay le recordó a un pianista que acabara de desgranar las últimas notas de una pieza difícil.

Oyó a Alice lanzar un grito ahogado de terror, pero apenas si fue consciente de él. Sintiéndose como un pasajero en su propio cuerpo, Clay se acercó a la mesa y echó un vistazo a la hoja de papel que descansaba sobre el secante. Pese a que estaba manchada de sangre, alcanzó a distinguir las palabras escritas en ella con la caligrafía elegante y clara del director. De la muy vieja escuela hasta el final, habría dicho Jordan.

aliene   geisteskrank

insano

elnebajos vansinnig fou

atamagaokashii gek dolzinnig

hullu

gila

meschuge     nebun

dement

Clay tan solo hablaba inglés y el poco francés aprendido en el instituto, pero supo al instante qué era aquello y lo que significaba. El Hombre Andrajoso quería que se fueran y de algún modo sabía que el director Ardai era demasiado viejo y frágil para acompañarlos; así pues, lo había obligado a sentarse a la mesa, a escribir el equivalente de la palabra «insano» en catorce lenguas, y acto seguido a clavarse la punta de la pesada estilográfica con la que había escrito aquellos vocablos en el ojo derecho y, desde allí, hacia el anciano y perspicaz cerebro que anidaba tras él.

—Lo han obligado a suicidarse, ¿verdad? —musitó Alice con voz quebrada—. ¿Por qué a él y a nosotros no? ¿Por qué a él y a nosotros no? ¿Qué es lo que quieren?

Clay pensó en el gesto que el Hombre Andrajoso había hecho en dirección a Academy Avenue. Academy Avenue, que a su vez era la Carretera 102 de New Hampshire. Los locos que ya no estaban exactamente locos…, o que estaban locos en un sentido nuevo, querían que se fueran. Por lo demás, no tenía ni la menor idea de sus motivos ni deseos. Quizá fuera lo mejor. Quizá fuera una bendición estar en la inopia.

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