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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 10

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La Carretera 19 aparecía del todo despejada en ambos lados a tramos cortos, a veces de hasta medio kilómetro, lo cual alentaba a los velocistas. Ése era el término que Jordan había acuñado para los viajeros semisuicidas que los rebasaban a velocidades de vértigo, casi siempre por el centro de la calzada y siempre con las largas puestas.

Clay y los demás veían acercarse las luces de los faros y se apresuraban a salir de la calzada para refugiarse entre la maleza si habían divisado vehículos abandonados o accidentados más adelante. Jordan dio en llamar aquellos embotellamientos «arrecifes para velocistas». Los velocistas pasaban junto a ellos a toda pastilla. Los ocupantes de los coches solían ir vociferando y con toda probabilidad borrachos. Si el obstáculo era pequeño, un arrecife insignificante, el conductor solía optar por esquivarlo. Si la carretera estaba del todo bloqueada, a veces intentaba sortear los vehículos de todos modos, pero en la mayoría de los casos tanto él como sus pasajeros se decantaban por abandonar el vehículo y continuar viaje hacia el este a pie hasta encontrar otro medio de locomoción que les pareciera apropiado para echar una buena carrera y pasar un rato entretenido. Clay imaginaba su avance como una serie de zarandeos grotescos, pero lo cierto era que casi todos aquellos velocistas eran unos capullos grotescos, un coñazo más en un mundo que se había convertido en un coñazo. Lo mismo parecía aplicarse a Gunner.

Gunner era el cuarto velocista con el que se toparon durante su primera noche en la Carretera 19. A la luz de los faros de su coche, los vio de pie a un lado de la carretera, o mejor dicho, vio a Alice. Se asomó a la ventanilla, el cabello negro peinado hacia atrás.

—¡Chúpamela, niñata de mierda! —vociferó mientras pasaba a toda velocidad en un Cadillac Escalade negro. Los demás ocupantes del coche lo vitorearon y agitaron los brazos.

—¡Di aaaah! —gritó uno de ellos.

A Clay le sonó a expresión de éxtasis absoluto articulada con acento del sur de Boston.

—Qué agradable —fue el único comentario de Alice.

—Alguna gente no tiene… —empezó Tom.

Pero antes de que pudiera explicarles lo que alguna gente no tenía, se oyó un chirrido de neumáticos en la oscuridad que se extendía ante ellos, seguido de un estruendoso golpe sordo y el tintineo de vidrios rotos.

—Joder —masculló Clay al tiempo que echaba a correr.

A menos de veinte metros, Alice lo adelantó.

—¡Cuidado, puede que sean peligrosos! —advirtió a la chica.

Alice sostuvo en alto una de las automáticas para que Clay la viera y siguió incrementando la distancia entre ellos.

Tom dio alcance a Clay casi sin resuello. Jordan corría junto a él sin esfuerzo alguno.

—¿Qué… hacemos… si están… malheridos? —jadeó Tom—. ¿Pedir una… ambulancia?

—No lo sé —repuso Clay.

Pero estaba pensando en el modo en que Alice había levantado la automática. Sí, lo sabía.

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