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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 15

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Más tarde, a la una menos cuarto según el reloj de Clay, Alice preguntó a alguien si podía ir a bañarse.

—No quiero esos tampones —declaró al cabo de diez minutos—. Esos tampones están sucios.

El sonido de su risa era natural, asombroso, y despabiló a Jordan, que se había adormecido. Al ver su estado, el chiquillo rompió a llorar. Se alejó un poco para llorar a solas, y cuando Tom intentó sentarse junto a él para consolarlo, le ordenó a gritos que se fuera.

A las dos y cuarto, un nutrido grupo de normales pasó por la carretera a sus pies, los numerosos haces de sus linternas se bamboleaban en la oscuridad. Clay se acercó al borde de la pendiente.

—No habrá algún médico entre ustedes, ¿verdad? —preguntó sin demasiada esperanza.

Los haces de las linternas se detuvieron. Un murmullo recorrió las oscuras siluetas, y por fin se oyó una hermosa voz de mujer.

—Dejadnos en paz. Estáis fuera de los límites permitidos.

Tom se situó junto a Clay.

—«Y el levita también pasó de largo» —recitó—. Eso significa «que os den por el culo» en bíblico, señora.

De repente, Alice habló con voz firme y sonora.

—Los hombres del coche pagarán. No como favor a vosotros, sino como advertencia a los demás. Lo entendéis.

Tom aferró la muñeca de Clay con una mano helada.

—Dios mío, parece despierta.

Clay encerró la mano de Tom entre las suyas.

—No es ella, Tom —aseguró—. Es el tipo de la sudadera roja, que la está utilizando de… altavoz.

Los ojos de Tom relucían enormes en la oscuridad.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Lo sé —afirmó Clay.

A sus pies, las linternas se alejaban. No tardaron en perderse de vista, y Clay se alegró. Aquello era asunto suyo y solo suyo.

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