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Kent Pond » 8

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Denise y Ray improvisaron una comida en un hornillo de propano («Estas salchichas en lata no están del todo mal si las hierves», comentó Ray) mientras hablaban…, o mejor dicho, mientras sobre todo hablaba Dan. Empezó contándoles que eran las dos y veinte de la madrugada y que tenía intención de ponerse en marcha con su «pequeño grupo de valientes» antes de las tres. Quería recorrer la mayor distancia posible antes del amanecer, antes de que reaparecieran los telefónicos.

—Porque de noche no salen —explicó—. De momento eso juega a nuestro favor. Dentro de un tiempo, cuando estén del todo o casi del todo programados…

—¿Está de acuerdo en que se trata de eso? —lo interrumpió Jordan, que manifestaba entusiasmo por primera vez desde la muerte de Alice—. ¿Cree que se están reiniciando, como ordenadores cuyos discos duros han sido…?

—Eliminados, sí, sí —terminó por él Dan como si fuera la cosa más evidente del mundo.

—¿Es usted…? ¿Era usted científico o algo así? —inquirió Tom.

Dan le dedicó una sonrisa.

—Era el departamento de sociología en pleno del Instituto de Formación Profesional de Haverhill —explicó—. Si el Rector de Harvard tiene una pesadilla, soy yo.

Dan Hartwick, Denise Link y Ray Huizenga no habían destruido un rebaño, sino dos. Con el primero habían topado por casualidad en un cementerio de coches de Haverhill, cuando su grupo se componía de seis miembros y buscaban el modo de salir de la ciudad. Eso había sucedido dos días después de El Pulso, cuando los telefónicos aún eran los chiflados telefónicos, hordas de seres confusos y tan proclives a matarse entre sí como a matar a los normales con que se tropezaban. Era un rebaño pequeño, de tan solo unos setenta y cinco integrantes, y lo habían aniquilado con gasolina.

—La segunda vez, en Nashua, usamos dinamita que encontramos en el cobertizo de una obra —explicó Denise—. Por entonces habíamos perdido a Charlie, Ralph y Arthur. Ralph y Arthur se fueron por su cuenta. Charlie, el pobre Charlie, tuvo un infarto. La cuestión es que Ray aprendió a manejar dinamita cuando trabajaba construyendo carreteras.

Acuclillado ante el hornillo mientras removía las alubias y las salchichas, Ray levantó la mano libre y la agitó.

—Después empezamos a ver esas señales de Kashwak = No-Fo. Nos parecieron prometedoras, ¿verdad, Dan?

—Sí —asintió la joven—. Nos parecieron geniales. Nos dirigíamos hacia el norte, como vosotros, y cuando empezamos a ver las señales, apretamos el paso. Yo era la única a la que no le hacía demasiada gracia la idea, porque había perdido a mi marido durante El Pulso. Esos cabronazos son la razón por la que mi hijo no conocerá a su padre… Lo siento —añadió al ver que Clay hacía una mueca—. Sabemos que tu hijo ha ido a Kashwak.

Clay se la quedó mirando con la boca abierta de par en par.

—Oh, sí —terció Dan al tiempo que cogía uno de los platos que Ray había empezado a llenar—. El Rector de Harvard lo sabe todo, lo ve todo, tiene expedientes acerca de todo…, o al menos eso quiere hacernos creer.

Dedicó un guiño a Jordan, que le correspondió con una sonrisa.

—Dan me convenció —explicó Denise—. Una banda terrorista…, o quizá solo un par de chiflados listos haciendo tonterías en un garaje, provocaron todo esto, pero nadie sabía que llegaría a este extremo. Los telefónicos se limitan a representar su papel. No eran responsables cuando estaban locos ni tampoco lo son ahora, porque…

—Porque están a merced de una influencia colectiva —terminó Tom por ella—. Una especie de migración.

—Es una influencia colectiva, pero no una migración —puntualizó Ray mientras se sentaba con su plato—. Dan dice que es supervivencia pura, y creo que tiene razón. Sea como sea, tenemos que encontrar algún sitio donde refugiarnos.

—Los sueños empezaron después de que quemáramos el primer rebaño —explicó Dan—. Eran sueños muy potentes. «Ecce homo, insanus…». Muy Harvard. Luego, después de aniquilar el rebaño de Nashua, el Rector de Harvard se presentó en persona con unos quinientos de sus mejores amigos.

Dan comía en bocados pequeños y pulcros.

—Y dejó un montón de cadenas de música fundidas delante de vuestra puerta —dijo Clay.

—Algunas estaban fundidas —repuso Denise—, pero sobre todo eran fragmentos. —Esbozó una sonrisa tenue—. Nos alegramos. Tienen gustos musicales pésimos.

—Vosotros lo llamáis el Rector de Harvard, y nosotros el Hombre Andrajoso —señaló Tom.

Dejó el plato en el suelo, abrió su mochila y al poco sacó el dibujo que Clay había hecho el día en que el director había sido inducido a suicidarse. Denise lo examinó con los ojos muy abiertos antes de pasárselo a Ray Huizenga, que emitió un silbido.

Dan fue el último en verlo y enseguida miró a Tom con renovado respeto.

—¿Lo has dibujado tú?

Tom señaló a Clay.

—Tienes mucho talento —elogió Dan.

—Hice un curso de dibujo básico —repuso Clay antes de volverse hacia Tom, que también guardaba los mapas en su mochila—. ¿A qué distancia está Nashua de Gaiten?

—A cuarenta kilómetros como mucho.

Clay asintió y se giró de nuevo hacia Dan Hartwick.

—¿Te dijo algo el tipo de la sudadera roja?

Dan miró a Denise, que desvió la vista. Ray se concentró en el hornillo, seguramente para cerrarlo y guardarlo, y Clay captó la situación de inmediato.

—¿A través de cuál de vosotros habló?

—A través de mí —repuso Dan—. Fue espantoso. ¿A ti también te ha pasado?

—Sí. Puedes detener el proceso, pero no si quieres saber lo que piensa. ¿Crees que lo hace para mostrar su poder?

—Probablemente —asintió Dan—, pero me parece que hay algo más. No creo que puedan hablar. Pueden vocalizar, y estoy seguro de que piensan, aunque no como antes, sería un gran error considerar que albergan pensamientos humanos… Pero en cualquier caso no creo que sean capaces de articular palabras.

—Todavía —puntualizó Jordan.

—Todavía —convino Dan.

Miró el reloj, a lo que Clay miró el suyo. Ya eran las tres menos cuarto.

—Nos dijo que fuéramos hacia el norte —intervino Ray—. Nos habló de Kashwak = No-Fo. También nos dijo que se nos había acabado lo de quemar rebaños porque estaban apostando centinelas…

—Sí, vimos a algunos en Rochester —explicó Tom.

—Y habéis visto muchas señales de Kashwak = No-Fo.

Los tres asintieron.

—Empecé a cuestionar aquellas señales en términos puramente sociológicos —dijo Dan—. No el modo en que empezaron a aparecer, porque estoy convencido de que las primeras las pusieron poco después de El Pulso unos supervivientes que decidieron que un lugar sin cobertura de telefonía móvil sería el mejor refugio del mundo. Lo que empecé a cuestionarme fue que la idea y la señal pudieran difundirse tan deprisa en una sociedad catastróficamente fragmentada, donde todos los medios de comunicación normales, salvo el boca oreja, claro está, se habían ido al garete. La respuesta parecía evidente si reconocíamos que había entrado en escena un nuevo medio de comunicación reservado a un solo grupo.

—La telepatía —susurró Jordan—. Ellos, los telefónicos…, quieren que vayamos a Kashwak. —Se volvió hacia Clay con expresión asustada—. ¡Tenías razón, es una rampa hacia el matadero! ¡No puedes ir allí, Clay! ¡Todo esto ha sido idea del Hombre Andrajoso!

Antes de que Clay tuviera ocasión de responder, Dan Hartwick siguió hablando en el tono de un profesor convencido de que enseñar era su responsabilidad e interrumpir, su privilegio.

—Me veo obligado a apremiaros, lo siento. Tenemos que mostraros algo…, algo que el Rector de Harvard ha exigido que os mostremos…

—¿En sueños o en persona? —quiso saber Tom.

—En sueños —murmuró Denise—. Desde que aniquilamos el rebaño de Nashua solo lo hemos visto una vez en persona, y de lejos.

—Apareció para controlarnos —terció Ray—, al menos eso es lo que creo.

Dan esperó con aire exasperado a que el diálogo tocara a su fin.

—Nos mostramos dispuestos a obedecerle porque nos venía de camino —explicó.

—¿Así que os dirigís al norte? —interrumpió Clay.

Dan volvió a mirar el reloj con aire aún más exasperado.

—Si te fijas bien en esa señal, verás que ofrece dos alternativas. Tenemos intención de dirigirnos hacia el oeste, no hacia el norte.

—Desde luego —masculló Ray—. Seré idiota, pero no estoy loco.

—Lo que os mostraré sirve más a nuestros propósitos que a los suyos —explicó Dan—. Y por cierto, hablando del Rector de Harvard… o el Hombre Andrajoso, si lo preferís, lo más probable es que presentarse en persona haya sido un error. Quizá un error grave, incluso. No es más que un pseudópodo que la conciencia colectiva, el sobrerrebaño, coloca de portavoz para tratar con los normales corrientes y los normales especiales insanos como nosotros. Mi teoría es que ya hay sobrerrebaños repartidos por todo el mundo, y puede que cada uno de ellos tenga uno de esos pseudópodos o más de uno. Pero no cometáis el error de creer que cuando habláis con vuestro Hombre Andrajoso habláis con un hombre real, porque en realidad habláis con el rebaño.

—¿Qué tal si nos enseñas lo que quiere que veamos? —propuso Clay.

Tuvo que realizar un esfuerzo sobrehumano para parecer tranquilo, pues su mente era un torbellino de pensamientos confusos. La única idea clara era que si lograba alcanzar a Johnny antes de que llegara a Kashwak y a lo que tuviera lugar allí, tal vez aún tuviera alguna posibilidad de salvarlo. La razón le decía que Johnny ya debía de estar en Kashwak, pero otra voz (una voz no del todo irracional) le sugería que quizá algo hubiera retenido a Johnny y su grupo por el camino. O tal vez se hubieran arredrado. Era posible. Incluso cabía la posibilidad de que en Kashwak no sucediera nada más siniestro que un proceso de segregación, que los telefónicos estuvieran creando una reserva para normales. A fin de cuentas, todo se resumía en lo que había dicho Jordan al citar al director: la mente podía calcular, pero el espíritu anhelaba.

—Por aquí —indicó Dan—. Está cerca.

Sacó una linterna y echó a andar por la cuneta de la Carretera 11 en dirección al norte, con el haz apuntando a sus pies.

—Disculpadme si no os acompaño —dijo Denise—. Ya lo he visto y con una vez he tenido bastante.

—Creo que está pensado para complaceros en cierto modo —observó Dan—. Claro que también está pensado para subrayar, tanto a mi pequeño grupo como al vuestro, el hecho de que ahora son los telefónicos quienes tienen el poder y que hay que obedecerles. —Se detuvo un instante antes de continuar—. Ya hemos llegado. En este sueño en particular, el Rector de Harvard se cercioró de que todos viéramos al perro para que no nos equivocáramos de casa. —El haz de su linterna enfocó un buzón con un collie pintado en el costado—. Siento que Jordan tenga que ver esto, pero me parece conveniente que sepáis a qué ateneros. —Alzó el haz de la linterna, y Ray unió el de la suya para intensificar la iluminación. Ambos haces enfocaron la fachada principal de una modesta casa de una sola planta rodeada de un pulcro rectángulo de césped.

Gunner había sido crucificado entre la ventana del salón y la puerta principal. Tan solo llevaba unos calzoncillos tipo bóxer manchados de sangre. De sus manos, pies, antebrazos y rodillas sobresalían clavos lo bastante grandes para ser tirafondos de raíles. Tal vez éste fuera su propósito, pensó Clay. Harold estaba espatarrado a los pies de Gunner. Al igual que Alice el día que la conocieron, Harold llevaba un babero de sangre, pero ésta no procedía de su nariz. El vidrio que había utilizado para rebanarse el cuello después de crucificar a su compinche seguía reluciendo en su mano.

Del cuello de Gunner colgaba un cartón sujeto a un cordel con tres palabras garabateadas en oscuras mayúsculas: JUSTITIA EST COMMODATUM.

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