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Bingo telefónico » 6

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Despertó de aquel sueño mucho antes del anochecer, pero no logró volver a dormirse, de modo que decidió reanudar el viaje. Y en cuanto dejara atrás Gurleyville, lo poco que había allí, cogería un coche. Era lo más lógico; la Carretera 160 parecía prácticamente despejada y con toda probabilidad llevaba así desde el accidente múltiple en el cruce con la 11. Lo que sucedía era que no se había dado cuenta hasta entonces a causa de la oscuridad y la lluvia.

El Hombre Andrajoso y sus amigos la han despejado, pensó. Por supuesto, es la puta rampa para el ganado. En mi caso, probablemente es la rampa que lleva al matadero, porque soy agua pasada. Les gustaría poder ponerme un sello de PAGADO y archivarme lo antes posible. Lástima de Tom, Jordan y los otros tres. Me pregunto si habrán encontrado suficientes carreteras secundarias para llegar al centro de New Hampshire.

Alcanzó la cima de una cuesta, y en aquel instante aquel pensamiento se interrumpió en seco. En medio de la carretera que se extendía a sus pies había aparcado un pequeño autobús escolar amarillo en cuyo costado ponía DISTRITO ESCOLAR 38 NEWFIELD, MAINE. Contra él se apoyaban un hombre y un niño. El hombre rodeaba con el brazo los hombros del niño en un gesto afectuoso que Clay habría reconocido en cualquier parte. Mientras permanecía ahí inmóvil, sin dar crédito a lo que veía, otro hombre apareció junto al morro del autobús. Llevaba la melena canosa recogida en una cola. Lo seguía una mujer embarazada ataviada con una camiseta. Era una camiseta azul celeste en lugar de la Harley-Davidson negra con las mangas cortadas, pero no cabía ninguna duda de que era Denise.

Jordan lo vio, lo llamó, se zafó del brazo de Tom y echó a correr hacia él. Clay también echó a correr, y se encontraron a unos treinta metros del autobús.

—¡Clay! —gritó Jordan, loco de alegría—. ¡Eres tú!

—Soy yo —convino Clay.

Alzó al niño en volandas y lo besó. Jordan no era Johnny, pero de momento le serviría. Lo abrazó con fuerza, lo dejó en el suelo y escudriñó el rostro demacrado, reparando en las ojeras de cansancio que lo ensombrecían.

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

El rostro de Jordan se ensombreció aún más.

—No pudimos…, quiero decir que solo soñábamos…

Tom se acercó a ellos. Una vez más hizo caso omiso de la mano tendida de Clay y una vez más lo abrazó.

—¿Qué tal estás, Van Gogh? —lo saludó.

—Bien. Encantado de veros, joder, pero no entiendo…

Tom le dedicó una sonrisa fatigada y dulce a un tiempo, el equivalente facial a una bandera blanca.

—Lo que el cerebrito de la informática intenta decirte es que no hemos tenido elección. Ven al autobús. Ray dice que si las carreteras siguen despejadas, y estoy seguro de que sí, podemos llegar a Kashwak a última hora de la tarde, incluso conduciendo a cuarenta kilómetros por hora. ¿Has leído La guarida?

Desconcertado, Clay negó con la cabeza.

—He visto la película.

—Hay una frase que encaja muy bien con nuestra situación actual: «Los viajes acaban cuando los amantes se encuentran». Por lo visto, puede que a fin de cuentas llegue a conocer a tu hijo.

Se dirigieron hacia el autobús. Dan Hartwick ofreció a Clay una lata de caramelos de menta con mano no del todo firme. Al igual que Jordan y Tom, parecía exhausto. Clay cogió un caramelo como en sueños. A despecho del fin del mundo, el caramelo tenía un sabor peculiarmente intenso.

—Eh, tío —lo saludo Ray.

Estaba sentado al volante del autobús, con la gorra de los Dolphins echada hacia atrás y un cigarrillo encendido en la mano. Ofrecía un aspecto pálido y cansado mientras miraba por el parabrisas, pero no a Clay.

—Eh, Ray, ¿qué pasa contigo? —replicó Clay.

—Pasa que esta frasecita la he oído mil veces —masculló Ray con una sonrisa fugaz.

—Millones de veces, seguro. Te diría que me alegro de verte, pero dadas las circunstancias no sé si te apetece oírlo.

—Ahí arriba hay alguien a quien seguro que no te alegras de ver —señaló Ray sin apartar la vista del parabrisas.

Clay se volvió, al igual que los demás. A unos quinientos metros al norte, la Carretera 160 ascendía por otra cuesta. En lo alto, observándolos con la sudadera de HARVARD más sucia que nunca, pero aún brillante contra el cielo encapotado, estaba el Hombre Andrajoso rodeado de unos cincuenta telefónicos. Al darse cuenta de que lo miraban, el Hombre Andrajoso levantó una mano y la agitó dos veces a modo de saludo, de un lado a otro, como si limpiara un vidrio. Luego dio media vuelta y empezó a alejarse. Su séquito (su pequeño rebaño, pensó Clay) formó una suerte de V tras él. No tardaron en perderse de vista.

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