Cell

Cell


Kashwak » 11

Página 131 de 146

11

Jordan había salido por el lado del edificio más alejado del rebaño dormido. Clay, Tom, Denise y Dan atravesaron el pabellón hasta la parte central. Los tres hombres volcaron la máquina expendedora de golosinas y la empujaron contra la pared. Clay y Dan podían mirar con facilidad por las ventanas si se encaramaban a la máquina, mientras que Tom tenía que ponerse de puntillas. Clay añadió una caja para que Denise también pudiera ver, rogando que no se cayera y se pusiera de parto.

Vieron a Jordan cruzar la explanada casi hasta el rebaño dormido, detenerse allí un instante como si meditara y luego desviarse hacia la izquierda. Clay tuvo la sensación de que seguía viendo movimiento mucho después de que la parte racional de su mente le asegurara que Jordan ya debía de haberse perdido de vista para rodear el inmenso rebaño.

—¿Cuánto crees que tardará en volver? —inquirió Tom.

Clay sacudió la cabeza; no lo sabía. Dependía de muchas variables, y las dimensiones del rebaño solo era una de ellas.

—¿Y si ellos ya han mirado en el maletero del autobús? —preguntó Denise.

—¿Y si Jordan mira en el maletero y no encuentra nada? —añadió Dan.

Clay tuvo que contenerse para no pedirle que se metiese las vibraciones negativas donde le cupieran.

Los minutos transcurrían a paso de tortuga. El piloto rojo que coronaba la Caída Libre parpadeaba. Pachelbel dio de nuevo paso a Fauré, Fauré a Vivaldi. Clay se sorprendió recordando al niño dormido que se había caído del carro de la compra, al hombre que lo acompañaba y que, con toda probabilidad, no era su padre, sentándose con él en la cuneta y diciéndole «Gregory besa la herida y todo irá mejor». Recordó al hombre de la mochila escuchando «Baby Elephant Walk» y diciendo «Dodge también lo pasaba en grande». Recordó la carpa de aquel bingo de su infancia, donde el hombre del micrófono siempre exclamaba «¡La vitamina del sol!» cuando sacaba el B-12 del tambor lleno de pelotas de ping-pong saltarinas, a pesar de que la vitamina del sol era la D.

El tiempo siguió transcurriendo a un paso enloquecedoramente lento, y Clay empezó a perder la esperanza. A esas alturas ya tendrían que oír el motor del autobús.

—Algo ha salido mal —musitó Tom.

—Puede que no —replicó Clay, procurando no dejar traslucir en su voz el desaliento que le atenazaba el corazón.

—No, Tommy tiene razón —terció Denise al borde de las lágrimas—. Lo quiero con locura y es más valiente que Satanás en su primera noche en el Infierno, pero ya tendría que estar volviendo.

Por una vez, Dan se mostró desacostumbradamente optimista.

—No sabemos con qué se habrá encontrado. Respirad hondo y no deis rienda suelta a la imaginación.

Clay lo intentó, pero sin éxito. Los segundos pasaban cada vez más despacio. El Ave María de Schubert retumbaba por los altavoces. Vendería mi alma por un poco de buen rock and roll, pensó. Chuck Berry cantando «Oh, Carol», U2 tocando «When Love Comes To Town…».

En el exterior, tan solo oscuridad, estrellas y aquel diminuto piloto rojo.

—Aúpame otra vez al otro lado —pidió Tom antes de saltar de la máquina expendedora—. Me colaré por el ventanuco como sea e iré a buscarlo.

—Tom, si me equivoco en lo de los explosivos del maletero… —empezó Clay.

—¡A tomar por el culo el maletero y a tomar por el culo los explosivos! —lo atajó Tom, trastornado—. Solo quiero encontrar a Jor…

—¡Eh! —exclamó de repente Dan—. ¡Sí, señor! ¡UAAU! —gritó al tiempo que asestaba un puñetazo a la pared junto a la ventana.

Clay se volvió y divisó unos faros en la oscuridad. De la multitud comatosa tendida en la explanada había empezado a brotar una bruma, y los faros del autobús parecían alumbrar una cortina de humo. Brillaron las largas, luego las cortas, luego de nuevo las largas, y Clay visualizó a Jordan con claridad meridiana, sentado en el asiento del conductor del minibús, intentando dilucidar qué palanca tenía qué función.

Los faros empezaron a avanzar. Jordan conducía con las largas.

—Venga, cariño —musitó Denise—. ¡Adelante, tesoro!

De pie sobre la caja, asió la mano de Dan y la de Clay.

—Vamos, tú puedes, no te pares.

Los faros se desviaron e iluminaron los árboles que se alzaban a la izquierda del espacio alfombrado de telefónicos.

—¿Qué hace? —casi gimió Tom.

—Está en el Pasaje del Terror —explicó Clay—. No pasa nada. —Titubeó un instante—. Creo…

Si no le resbala el pie. Si no confunde el freno con el acelerador y se empotra contra el costado del maldito Pasaje del Terror.

Esperaron, y los faros regresaron a su posición original, alumbrando ahora la parte inferior del costado del Pabellón Kashwakamak. A la intensa luz de las largas, Clay comprendió por qué Jordan había tardado tanto. No todos los telefónicos estaban dormidos. Docenas de ellos, suponía que se trataba de los que tenían la programación defectuosa, estaban de pie y deambulaban sin rumbo en todas direcciones, siluetas negras abriéndose en olas cada vez más grandes, pugnando por abrirse paso entre los cuerpos tendidos de sus compañeros, tropezando, cayendo al suelo para volver a levantarse y caminar mientras las notas del Ave María de Schubert llenaban la noche. Uno de ellos, un joven con una larga herida roja en el centro de la frente como si de un surco de preocupación se tratara, llegó al pabellón y avanzó a tientas a lo largo de la pared, como un ciego.

—No vayas más lejos, Jordan —murmuró Clay cuando los faros se acercaron a los postes de los altavoces situados en el extremo más alejado de la explanada—. Aparca y vuelve de una vez.

Como si Jordan lo hubiera oído, los faros se detuvieron. Por un momento, lo único que se movió en el exterior fueron las siluetas inquietas de los telefónicos despiertos y la bruma que se elevaba de los cuerpos caldeados de los demás. Luego oyeron el motor del autobús acelerar en punto muerto pese al estruendo de la música, y de repente los faros se abalanzaron hacia delante.

—¡No, Jordan! ¿Qué haces? —vociferó Tom.

Denise retrocedió y se habría caído de la caja si Clay no la hubiera sujetado por la cintura.

El autobús se lanzó contra el rebaño dormido. Los faros empezaron a dar botes, ora alumbrándolos a ellos, ora alzándose antes de regresar al nivel del suelo. El autobús se desvió hacia la izquierda un instante, enderezó el rumbo y derrapó hacia la derecha. Por un momento, las cuatro luces largas alumbraron a uno de los telefónicos despiertos con tanta claridad que parecía una figura de cartulina negra. Clay advirtió que la criatura alzaba los brazos como si celebrara un gol antes de quedar engullido bajo el radiador implacable del autobús.

Jordan condujo el vehículo hasta el centro del rebaño y lo detuvo. Los faros seguían encendidos, el radiador goteaba. Clay se llevó una mano a los ojos para protegerse del brillo cegador y logró distinguir una pequeña silueta oscura, diferente de las demás por su agilidad y su intención, separarse del costado del autobús y abrirse paso hacia el Pabellón Kashwakamak. De repente, Jordan cayó al suelo, y Clay creyó que estaba perdido.

—¡Ahí está! —gritó de repente Dan.

Clay volvió a divisar a Jordan unos diez metros más cerca del pabellón y bastante más a la izquierda que cuando lo perdiera de vista. Debía de haber reptado unos instantes sobre los cuerpos antes de incorporarse de nuevo.

Cuando Jordan reapareció en el cono brumoso de los faros del autobús, prendido al extremo de una sombra de más de doce metros, lo vieron por primera vez con claridad. No su rostro, porque estaba a contraluz, pero sí su carrera entre enloquecida y grácil sobre los cuerpos de los telefónicos, los que seguían dormidos. Los que yacían en el suelo continuaban muertos para el mundo. Por su parte, los despiertos que caminaban lejos de Jordan no le prestaron atención alguna. Sin embargo, algunos que sí estaban cerca intentaron agarrarlo. Jordan esquivó a dos de ellos, pero el tercero, una mujer, consiguió asirle del cabello enredado.

—¡Déjalo en paz! —rugió Clay.

No veía a la mujer, pero estaba demencialmente seguro de que era la criatura que en tiempos fuera su esposa.

—¡Suéltalo!

La mujer no lo soltó, pero Jordan le asió la muñeca, se la retorció, clavó una rodilla en el suelo y se escabulló. La mujer intentó volver a agarrarlo, pero su mano quedó a escasa distancia de la camisa de Jordan, por lo que echó a andar en otra dirección.

Clay advirtió que muchos de los telefónicos infectados empezaban a rodear el autobús, como si los faros los atrajeran.

Clay bajó de la máquina expendedora de un salto, y esta vez fue Dan Hartwick quien evitó la caída de Denise. Clay cogió la barra, se encaramó de nuevo a la máquina y destrozó la ventana por la que observaban a Jordan.

—¡Jordan! —vociferó—. ¡Ve a la parte de atrás! ¡Por la parte de atrás!

Jordan alzó la mirada al oír la voz de Clay y tropezó con algo, una pierna, un brazo, quizá un cuello. Cuando se incorporaba, una mano surgió del miasma oscuro y le atenazó el cuello.

—No, Dios mío —susurró Tom.

Jordan saltó hacia delante como un jugador de fútbol americano, impulsándose con las piernas, y se zafó de la mano que lo apresaba antes de seguir avanzando a tumbos. Clay distinguió sus ojos abiertos de par en par y su pecho agitado. Cuando ya estaba cerca del pabellón, oyó su respiración entrecortada.

No lo conseguirá, pensó. Ni en un millón de años. Ahora que estaba tan cerca

Pero Jordan lo consiguió. Los dos telefónicos que caminaban con paso inseguro junto a la fachada lateral del pabellón no mostraron interés alguno por el chico cuando éste pasó ante ellos como una exhalación para dirigirse al otro lado. Los cuatro prisioneros saltaron de la máquina expendedora al instante y cruzaron el pabellón como un equipo de relevistas, con Denise y su panza a la cabeza.

—¡Jordan! —gritó la joven, dando saltitos—. ¿Estás ahí, Jordan? Por el amor de Dios, chiquillo, ¡di algo!

—Estoy… —Jordan aspiró una profunda bocanada de aire— aquí.

Otra bocanada de aire. Clay fue vagamente consciente de que Tom se echaba a reír y le propinaba palmadas en la espalda.

—Nunca habría imaginado… —bocanada y bocanada— que correr por encima de la gente fuera tan… difícil.

—¿En qué estabas pensando? —vociferó Clay.

Lo estaba matando el hecho de no poder agarrar al chico, primero para abrazarlo, luego para zarandearlo y por fin besarlo en toda su carita de valiente y loco. Lo estaba matando el hecho de no poder verlo.

—¡Te dije que te acercaras a ellos, no que te metieras en medio!

—Lo he hecho… —bocanada de aire— por el director —repuso en tono desafiante además de jadeante—. Ellos mataron al director. Ellos y su Hombre Andrajoso. Ellos y el cabrón del Rector de Harvard. Quería que pagaran por ello, que él pagara por ello.

—¿Y por qué has tardado tanto? —preguntó Denise—. ¡Hemos esperado un montón!

—Hay docenas de ellos despiertos y caminando por ahí —explicó Jordan—, puede que centenares. Sea lo que sea lo que les pasa, para bien o para mal…, se está propagando muy deprisa. Caminan en todas direcciones, como si anduvieran perdidos. He tenido que esquivarlos un montón de veces. Al final he llegado al autobús desde el centro del camino. Y entonces… —Carcajada sin aliento—. ¡El maldito trasto va y no arranca! ¿Os lo podéis creer? Por poco me da algo, pero intenté dominarme, porque sabía que el director se decepcionaría si no me dominaba.

—Ay, Jordan… —suspiró Tom.

—¿Sabéis por qué no arrancaba? Pues porque tenía que ponerme el cinturón. Los de los pasajeros no son necesarios, pero el autobús no se pone en marcha si el conductor no lleva el cinturón. Siento haber tardado tanto, pero ya estoy aquí.

—¿Y podemos deducir que el maletero del autobús no estaba vacío? —preguntó Dan.

—Podemos, podemos. Está lleno de unas cosas que parecen ladrillos rojos. Hay montones —Jordan empezaba a recobrar el aliento—. Están debajo de una manta, y encima de todo hay un móvil. Ray lo sujetó a los ladrillos con una cinta elástica, una especie de correa. El teléfono está encendido, y es de los que tienen un puerto para conectar un fax o para volcar datos a un ordenador. El cable se mete en los ladrillos. No lo he visto, pero seguro que el detonador está ahí dentro. —Otra profunda bocanada de aire—. Y había líneas de cobertura. Tres líneas de cobertura.

Clay asintió. Estaba en lo cierto. En teoría, Kashwakamak era una zona sin cobertura una vez pasada la carretera secundaria que conducía hasta la Expo de los Condados del Norte. Los telefónicos habían extraído esa información del cerebro de ciertos normales y la habían utilizado. La pintada de Kashwak=No-Fo se había propagado como la viruela. Pero ¿alguno de los telefónicos había intentado usar el móvil en el recinto de la Expo? Por supuesto que no. ¿Por qué iban a hacerlo? Cuando posees el don de la telepatía no necesitas teléfonos. Y cuando formas parte del rebaño, cuando eres una parte de un todo, aún los necesitas menos, si cabe.

Pero los móviles sí funcionaban en una zona muy pequeña. ¿Por qué? Pues porque los operarios estaban montando el parque de atracciones, unos operarios que trabajaban para una empresa llamada la New England Amusement Corporation. Y en el siglo XXI, los operarios de los parques de atracciones, al igual que los pipas de los conciertos de rock, los trabajadores de las productoras y los equipos técnicos de los rodajes, dependían del móvil, sobre todo en zonas aisladas donde había pocas líneas terrestres. ¿Acaso no había repetidores de telefonía móvil capaces de emitir señal hacia delante y hacia arriba? Por supuesto, habían pirateado el software necesario e instalado su propia torre repetidora. ¿Que era ilegal? Por supuesto, pero a juzgar por las tres líneas de cobertura que Jordan había visto, la cosa había funcionado, y puesto que funcionaba con baterías, seguía funcionando. Habían instalado su repetidor en el punto más alto de la Expo.

Lo habían instalado en la punta de la Caída Libre.

Ir a la siguiente página

Report Page