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El pulso » 6

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Más allá del parque, Boylston Street se estrechaba y aparecía tan congestionada de vehículos, tanto accidentados como simplemente abandonados, que ya no tuvieron que preocuparse por limusinas suicidas ni Duck Boats enloquecidos, lo cual constituía un alivio. A su alrededor, el estruendo de los choques y las explosiones continuaba como una fiesta de Nochevieja en el infierno. Cerca de ellos, el ruido también era ensordecedor, sobre todo por culpa de las alarmas de los coches y las antirrobo, pero la calle en sí aparecía sobrecogedoramente desierta, al menos de momento. «Busquen refugio», les había advertido el agente Ulrich Ashland. «Hasta ahora han tenido suerte, pero eso puede cambiar».

Sin embargo, a dos manzanas al este de la librería Colonial y a una manzana del no demasiado cutre hotel de Clay, volvieron a tener suerte. Otro chalado, en este caso un joven de unos veinticinco años y músculos sin duda torneados en el gimnasio, salió de un callejón delante de ellos y cruzó la calle como una exhalación, saltando sobre los parachoques entrelazados de dos coches mientras soltaba una incesante perorata ininteligible. En cada mano tenía una antena de coche y las blandía en el aire como dagas mientras proseguía su avance mortífero. Iba desnudo salvo por lo que parecían unas Nike nuevas con motivos rojo chillón. Su polla oscilaba como el péndulo de un reloj de pared en pleno subidón de speed. Alcanzó la acera opuesta y torció hacia el oeste, de vuelta al parque, su trasero se contraía y se dilataba a un ritmo frenético.

Tom McCourt asió el brazo de Clay con fuerza hasta que el chiflado se perdió de vista, luego fue aflojando la presión de forma gradual.

—Si nos hubiera visto… —musitó.

—Sí, pero no lo ha hecho —lo atajó Clay.

De repente se sentía absurdamente feliz. Sabía que aquella sensación pasaría, pero por el momento estaba encantado de saborearla. Se sentía como si acabara de apostar la cantidad más elevada de la noche al número ganador.

—Compadezco a la persona a quien sí vea —comentó Tom.

—Pues yo compadezco a la persona que lo vea a él —puntualizó Clay—. Vamos.

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