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El pulso » 12

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Clay y Tom apoyaron las dos sillas imitación reina Ana contra la puerta, de modo que los respaldos altos lograban llenar el espacio que habían dejado los vidrios rotos. Clay estaba convencido de que cerrar el hotel les proporcionaría una sensación de seguridad falsa o escasísima a lo sumo, pero al mismo tiempo consideraba que impedir que la gente los viera desde la calle era una buena idea, y Tom coincidía con él. Una vez colocadas las sillas, bajaron la persiana veneciana del ventanal delantero, lo cual sumió el vestíbulo en la semipenumbra y proyectó sombras en forma de barrotes de celda sobre la alfombra granate.

Con aquella tarea concluida y el relato radicalmente abreviado de Alice terminado, Clay se dirigió por fin al teléfono del mostrador. Miró el reloj; eran las cuatro y veintidós minutos, una hora del todo lógica, aunque por otro lado toda noción lógica del tiempo parecía haberse esfumado. Tenía la sensación de que habían transcurrido horas desde que viera al hombre morder al perro en el parque, pero al mismo tiempo se le antojaba que acababa de suceder. Sin embargo, el tiempo tal como los seres humanos lo medían seguía existiendo, y en Kent Pond, Sharon sin duda estaría de vuelta en la casa que Clay aún consideraba su hogar. Tenía que hablar con ella, asegurarse de que estaba bien y decirle que él también estaba bien, aunque aquello no era lo más importante. Cerciorarse de que Johnny estaba bien también era importante, pero había algo aún más importante, vital, de hecho.

Clay no tenía móvil, ni Sharon tampoco, estaba casi seguro de ello. Cabía la posibilidad de que se hubiera comprado uno desde que se separaran en abril, pero seguían viviendo en el mismo pueblo, Clay la veía casi a diario y creía que si Sharon se hubiera comprado un móvil, él se habría enterado. Para empezar, Sharon le habría dado el número, ¿verdad? Claro. Pero…

Pero Johnny sí tenía móvil. El pequeño Johnny-Gee ya no era tan pequeño, doce años no eran moco de pavo, y eso era lo que había pedido para su cumpleaños. Un móvil rojo en el que sonaba el tema principal de su programa televisivo favorito. Por supuesto, tenía prohibido encenderlo o siquiera sacarlo de la mochila en la escuela, pero las clases habían terminado a aquella hora. Además, tanto Clay como Sharon lo animaban a llevarlo consigo, en parte a causa de la separación. Podía surgir alguna emergencia o algún problema menor, como por ejemplo que Johnny perdiera el autobús. Clay tenía que aferrarse a la idea de lo que Sharon le había dicho más de una vez, que al entrar en la habitación de Johnny a menudo veía el teléfono olvidado sobre su mesa o sobre la repisa de la ventana junto a su cama, descargado.

No obstante, la idea del móvil rojo de Johnny resonaba implacable en su mente como el tictac de una bomba de relojería.

Clay tocó el teléfono del mostrador, pero de inmediato retiró la mano. Fuera se produjo otra explosión, aunque esta vez bastante lejos. Fue como oír estallar una bomba de artillería a una distancia más que prudencial de las líneas enemigas.

No hagas suposiciones, pensó. No te atrevas a suponer siquiera que hay líneas enemigas.

Alzó la mirada del teléfono y vio a Tom McCourt en cuclillas junto a Alice, que estaba sentada en el sofá. Le estaba hablando en voz baja, la mano apoyada en uno de sus zapatos, el rostro vuelto hacia el de ella. Eso estaba muy bien. Tom era una buena persona, y Clay se alegraba cada vez más de haberse topado con él… o de que Tom McCourt se hubiera topado con él.

Con toda probabilidad, a la red fija no le pasaba nada. La cuestión radicaba en si con la probabilidad bastaba. Tenía una esposa que, en cierto modo, seguía siendo responsabilidad suya, y en cuanto a su hijo, no había «en cierto modo» que valiera. Incluso pensar en Johnny resultaba peligroso, porque cada vez que sus pensamientos se desviaban hacia él, se sentía presa de un pánico casi incontenible, listo para escapar de la precaria jaula que lo retenía y atacar cualquier cosa que se le pusiera por delante. Si podía cerciorarse de que Johnny y Sharon estaban bien, podría mantener el pánico encerrado en su jaula y planear el siguiente paso. Pero si cometía una estupidez, no podría ayudar a nadie; de hecho, empeoraría las cosas para las personas que estaban con él. Reflexionó unos instantes y por fin pronunció el nombre del recepcionista calvo.

Al no obtener respuesta, lo llamó de nuevo.

—Sé que me oye, señor Ricardi —dijo cuando de nuevo no obtuvo respuesta—. Si me obliga a entrar a buscarlo, me voy a cabrear, tal vez lo suficiente para ponerlo de patitas en la calle.

—No puede hacer eso —replicó el señor Ricardi en tono huraño—. Usted es un cliente del hotel.

Clay consideró la posibilidad de repetirle lo que Tom le había dicho en la calle, que las cosas habían cambiado, pero algo le hizo guardar silencio.

—¿Qué? —masculló por fin el señor Ricardi en tono más huraño aún.

Sobre sus cabezas se produjo otro de aquellos golpes, como si alguien hubiera dejado caer un mueble muy pesado, tal vez una cómoda. En esta ocasión, incluso la chica alzó la mirada. A Clay le pareció oír un grito ahogado, o tal vez una exclamación de dolor, pero el sonido no se repitió. ¿Qué había en la segunda planta? Un restaurante no, desde luego, pues recordaba que el propio señor Ricardi le había dicho cuando se registró que el hotel no tenía restaurante, pero que el café Metropolitan estaba a un tiro de piedra. Salas de reuniones, pensó. Estoy casi seguro de que hay salas de reuniones con nombres indios.

—¿Qué? —repitió el señor Ricardi, más malhumorado que nunca.

—¿Intentó llamar a alguien cuando empezó todo?

—¡Por supuesto! —exclamó el señor Ricardi.

El recepcionista apareció en el umbral del despacho, se quedó entre éste y la recepción, con su casillero, sus pantallas de seguridad y su hilera de ordenadores, y miró a Clay con aire indignado.

—Se disparó la alarma de incendios y la desactivé. Doris dijo que se había quemado una papelera en la tercera planta, así que llamé a los bomberos para decirles que no se molestaran en venir, pero comunicaban. ¡Los bomberos comunicaban, imagínese!

—Debió de ponerse usted muy nervioso —comentó Tom.

El señor Ricardi pareció apaciguarse por primera vez.

—Llamé a la policía cuando las cosas se…, bueno…, se complicaron.

—Sí —asintió Clay.

Decir que las cosas se habían complicado era un modo de expresarlo, sin duda.

—Un hombre me dijo que tenía que despejar la línea y me colgó —prosiguió el señor Ricardi, de nuevo indignado—. Cuando volví a llamar, después de que aquel chiflado saliera del ascensor y matara a Franklin, me contestó una mujer. Me dijo… —la voz del señor Ricardi se quebró, y Clay vio las primeras lágrimas rodando por los estrechos surcos que delimitaban la nariz del hombre—. Me dijo…

—¿Qué? —preguntó Tom con la misma delicadeza compasiva—. ¿Qué le dijo, señor Ricardi?

—Me dijo que si Franklin estaba muerto y su asesino había escapado, entonces no había problema. También me aconsejó que me encerrara aquí, que hiciera bajar todos los ascensores al vestíbulo y los desactivara, y eso hice.

Clay y Tom cambiaron una mirada significativa. Buena idea, pensaron ambos al mismo tiempo. De repente le acudió a la mente la imagen de unos insectos atrapados entre una ventana cerrada y una mosquitera, zumbando enloquecidos en su vana lucha por liberarse. Aquella imagen guardaba relación con los golpes procedentes de las plantas superiores. Se preguntó cuánto tardarían los responsables de aquellos golpes en encontrar la escalera.

—Y luego también ella me colgó el teléfono. Después llamé a mi mujer, que estaba en Milton.

—¿Y la localizó? —preguntó Clay, deseoso de aclarar aquel punto.

—Estaba muy asustada. Me pidió que fuera a casa, pero le dije que me habían aconsejado que me quedara en el hotel con las puertas cerradas, que me lo había aconsejado la policía. Le dije que hiciera lo mismo, o sea que se encerrara en casa y que…, bueno, que no llamara la atención. Me suplicó que volviera a casa, que había oído disparos en la calle y una explosión a una manzana. También que había visto a un hombre desnudo correr por el jardín de los Benzyck. Los Benzyck son nuestros vecinos.

—Ya —musitó Tom en tono apaciguador.

Clay guardó silencio, avergonzado por el modo en que había tratado al señor Ricardi, aunque se recordó que también Tom se había enojado con él.

—Me dijo que creía que el hombre desnudo llevaba…, bueno, que quizá llevaba, dijo, el cuerpo de un…, esto…, de un niño desnudo. Pero puede que fuera una muñeca. Me suplicó otra vez que saliera del hotel y volviera a casa.

Clay ya sabía cuanto necesitaba saber. La red telefónica fija era segura; el señor Ricardi estaba en estado de shock, pero no loco. Clay volvió a poner su mano sobre el teléfono, pero el señor Ricardi la cubrió con la suya antes de que Clay pudiera levantar el auricular. Sus dedos eran largos y pálidos, y estaban helados. El señor Ricardi no había terminado. El señor Ricardi estaba embalado.

—Me llamó hijo de puta y colgó. Sé que estaba enfadada conmigo y por supuesto lo entiendo. Pero la policía me dijo que me quedara aquí. La policía me dijo que no saliera a la calle. La policía. La autoridad.

—Claro, la autoridad —corroboró Clay con un gesto de asentimiento.

—¿Ha venido en metro? —preguntó el señor Ricardi—. Yo siempre voy en metro. La estación está solo a dos manzanas; es muy práctico.

—Esta tarde no sería muy práctico —puntualizó Tom—. Después de lo que acabamos de ver, no me metería allí ni borracho.

El señor Ricardi miró a Clay con una expresión entre anhelante y dolida.

—¿Lo ve?

Clay asintió de nuevo.

—Está más seguro aquí —afirmó.

Sabía que estaba decidido a volver a casa y ver a su hijo. A Sharon también, por supuesto, pero sobre todo a su hijo. Sabía que no permitiría que nada se lo impidiera por poco que estuviera en su mano. Aquella certeza era como un peso en su mente que le nublaba la visión.

—Mucho más seguro —reiteró.

Luego levantó el auricular y marcó el 9 para obtener línea exterior. No sabía si lo conseguiría, pero lo consiguió. Marcó el 1, a continuación el 207, el prefijo de Maine, luego el 692, el prefijo de Kent Pond y las poblaciones circundantes, y tres de los últimos cuatro números de la casa que aún consideraba su hogar antes de verse interrumpido por tres tonos en rápida sucesión, seguidos de una voz grabada:

—Lo lamentamos, pero todas las líneas están ocupadas. Por favor, vuelva a intentarlo pasados unos minutos.

A renglón seguido, un tono continuo le indicó que lo habían desconectado de Maine…, si es que era de ahí de donde había llegado la voz grabada. Clay dejó caer el auricular hasta la altura del hombro, como si de repente pesara una barbaridad, y por fin colgó.

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