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El pulso » 13

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Tom le dijo que era una locura pretender marcharse.

Para empezar, señaló, estaban relativamente a salvo en el Atlantic Avenue Inn, sobre todo con los ascensores desactivados y el acceso al vestíbulo desde la escalera bloqueado, lo cual habían conseguido apilando cajas y maletas del almacén de equipaje ante la puerta situada al final del estrecho pasillo, pasados los ascensores. Aun cuando alguien con una fuerza extraordinaria empujara la puerta desde el otro lado, lo único que conseguiría sería desplazar la pila contra la pared opuesta, dejando un resquicio de unos quince centímetros, insuficiente para pasar.

En segundo lugar, el tumulto de la ciudad parecía intensificarse por momentos al otro lado de su seguro refugio. La cacofonía de las alarmas era constante, así como los gritos y el rugido de los coches pasando a toda velocidad y el olor acre a humo, aunque la brisa contundente parecía alejarlo en buena medida de ellos. Al menos de momento, pensó Clay, si bien no lo expresó en voz alta todavía, ya que no quería asustar a la chica más de lo que ya estaba. Las explosiones se sucedían en espasmos, nunca solas. Una de ellas se produjo tan cerca que todos ellos se agacharon, convencidos de que el ventanal se haría añicos por la onda expansiva. No fue así, pero tras ella se refugiaron en el santuario del señor Ricardi.

La tercera razón por la que según Tom era una locura plantearse siquiera la posibilidad de abandonar la relativa seguridad del hotel residía en que ya eran las cinco menos cuarto. El día tocaba a su fin y, en opinión de Tom, intentar salir de Boston de noche sería demencial.

—Echa un vistazo afuera —lo instó, señalando la pequeña ventana del despacho del señor Ricardi, que daba a Essex Street. La calle aparecía salpicada de coches abandonados, y había al menos un cadáver, el de una joven ataviada con vaqueros y una sudadera de los Red Sox. Yacía boca abajo en la acera, ambos brazos extendidos como si hubiera muerto intentando nadar. VARITEK proclamaba su sudadera.

—¿Acaso crees que puedes coger tu coche? Si es así, será mejor que te lo pienses bien.

—Tiene razón —convino el señor Ricardi, sentado tras su escritorio con los brazos de nuevo cruzados ante el pecho estrecho y una expresión sumamente lúgubre pintada en el rostro—. Lo tiene en el aparcamiento de Tamworth Street. No creo que consiga la llave siquiera.

Clay, que ya había descartado el coche como medio de locomoción, abrió la boca para decir que no tenía intención de conducir, al menos de momento, cuando de repente les llegó otro golpe procedente de la planta superior, esta vez lo bastante fuerte para que el techo temblara y seguida del lejano pero inconfundible tintineo de vidrios al romperse. Alice Maxwell, sentada en la silla frente al señor Ricardi, alzó la vista con aire nervioso y se encogió aún más.

—¿Qué hay ahí arriba? —quiso saber Tom.

—Justo encima tenemos la Sala Iroquois —repuso el señor Ricardi—. Es la más grande de las salas de reuniones y donde guardamos todo el material, como sillas, mesas, equipo audiovisual… —Hizo una pausa—. No tenemos restaurante, pero organizamos bufets y cócteles si nuestros clientes nos lo piden. Ese último golpe…

No terminó la frase, pero por lo que respectaba a Clay no hacía falta. El último golpe lo había causado un carro de servicio repleto de cristalería al caer al suelo de la Sala Iroquois, donde algún loco ya había volcado muchos de los carros y mesas que se guardaban en la estancia. Un loco zumbando en la segunda planta como un insecto atrapado entre la ventana y la mosquitera, un ser sin inteligencia suficiente para buscar una salida, una criatura tan solo capaz de correr y destruir, correr y destruir.

En aquel momento, Alice habló por iniciativa propia por primera vez desde que la dejaran entrar.

—Antes ha hablado de una tal Doris —dijo.

—Doris Gutiérrez —asintió el señor Ricardi—. Es la gobernanta, una empleada estupenda, probablemente la mejor. Estaba en el tercer piso la última vez que hablé con ella.

—¿Tenía…?

Alice no osaba siquiera pronunciar la palabra, de modo que hizo un gesto con el que Clay se había familiarizado casi tanto como con el dedo en los labios para pedir silencio. Alice se llevó la mano derecha a un lado del rostro, con el pulgar cerca de la oreja y el meñique delante de la boca.

—No —negó el señor Ricardi casi con mojigatería—. Los empleados tienen la obligación de dejarlos en sus taquillas durante el horario de trabajo. Si incumplen la norma una vez se llevan un buen rapapolvo, y a la segunda los pueden despedir. Se lo advierto en cuanto entran a trabajar en el hotel —encogió los flacos hombros—. Normas de la casa, no mías.

—¿Cree que pudo bajar a la segunda planta para comprobar a qué se debían los golpes? —preguntó Alice.

—Es posible —admitió Ricardi—, pero no lo sé. Lo único que sé es que no sé nada de ella desde que me contó lo de la papelera incendiada y que no contesta al busca. La he llamado dos veces.

Clay no quería decir en voz alta que, por lo visto, el hotel no era un lugar tan seguro como parecía, de modo que miró a Tom en un intento de transmitirle el mensaje en silencio.

—¿Cuántas personas cree que siguen arriba? —inquirió Tom.

—No tengo ni idea.

—Haga un cálculo.

—No muchas. Por lo que se refiere al personal doméstico, lo más probable es que solo esté Doris. El turno de día acaba a las tres, y el de noche no empieza hasta las seis. —Apretó los labios un instante—. Es un gesto destinado a economizar; no puede decirse que sea una buena medida, porque no funciona. En cuanto a los clientes…

Meditó unos instantes.

—Las tardes son tranquilas, muy tranquilas. Por supuesto, todos los clientes salientes ya se han ido, porque en el Atlantic Inn la hora de salida es a las doce, y los clientes del día no empiezan a llegar hasta las cuatro, en las tardes normales…, claro que ésta no es una tarde normal. Los clientes que se quedan varios días suelen venir a Boston por negocios, como supongo que es su caso, señor Riddle.

Clay, que había tenido intención de abandonar el hotel a primera hora del día siguiente para evitar el tráfico de hora punta, asintió sin molestarse en corregir al señor Ricardi por la pronunciación de su apellido.

—A media tarde, los clientes suelen estar fuera, ocupándose de los asuntos que los traen a Boston, así que por regla general estamos casi solos a esta hora.

Como para contradecir sus palabras, en aquel momento se oyó otro estruendo en la planta superior, más cristales rotos y un lejano rugido animal. Todos alzaron la cabeza.

—Escucha, Clay —prosiguió Tom—, si el tipo de arriba encuentra la escalera…, no sé si esa gente es capaz de pensar, pero…

—A juzgar por lo que hemos visto ahí fuera —lo interrumpió Clay—, incluso llamarlos «gente» podría ser incorrecto. A mí el tipo de arriba me parece más bien un insecto atrapado entre una ventana y una mosquitera. Un bicho atrapado podría llegar a salir si encontrara una abertura, y el tipo de arriba podría llegar a dar con la escalera, pero en tal caso creo que sería por casualidad.

—Y cuando baje y encuentre la puerta del vestíbulo bloqueada, usará la escalera de incendios para llegar hasta el callejón —prosiguió el señor Ricardi en un tono que en su caso podía calificarse de ansioso—. Oiremos la alarma, porque está conectada para sonar cuando se abre la puerta de seguridad, y entonces sabremos que se ha ido. Un chalado menos del que preocuparse.

Hacia el sur se produjo otra explosión apocalíptica, y todos dieron un respingo. Clay supuso que ahora sabía lo que debía de sentirse al vivir en Beirut durante los años ochenta.

—Solo pretendo dejar clara la situación —señaló Clay con paciencia.

—Me parece que no —objetó Tom—. Te irás igualmente porque estás preocupado por tu mujer y tu hijo, y pretendes convencernos porque quieres compañía.

Clay lanzó un bufido exasperado.

—Claro que quiero compañía, pero no es por eso por lo que pretendo convenceros para que vengáis conmigo. El olor a humo cada vez es más fuerte, ¿y cuánto hace que no oís una sirena?

Ninguno de los demás respondió.

—Un montón —prosiguió Clay—. No creo que las cosas mejoren en Boston, al menos de momento. A decir verdad, creo que empeorarán. Si de verdad fue culpa de los teléfonos móviles…

—Quería dejarle un mensaje a papá —lo atajó Alice de repente, hablando con rapidez, como si quisiera sacar todas las palabras antes de que se le borraran de la memoria—. Solo quería asegurarse de que iba a la tintorería porque necesitaba el vestido de lana amarillo para la reunión del comité, y yo el uniforme para el partido del sábado. Eso fue en el taxi. ¡Y luego chocamos! ¡Mamá intentó estrangular al hombre, le mordió, se le cayó el turbante y tenía sangre en la cara y chocamos!

Alice paseó la mirada entre los tres rostros fijos en ella, sepultó el suyo entre las manos y rompió a llorar. Tom se acercó a ella para consolarla, pero el señor Ricardi sorprendió a Clay al sortear el escritorio y rodear con un brazo escuálido los hombros de la chica antes de que Tom la alcanzara.

—Ya está, ya está —musitó el recepcionista—. Estoy seguro de que todo ha sido un malentendido, jovencita.

Alice lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Un malentendido? —gritó mientras se señalaba el babero de sangre que le manchaba el vestido—. ¿Tiene esto pinta de malentendido? Recurrí al karate que aprendí en las clases de defensa personal en el instituto para reducir a mi madre. Le rompí la nariz, creo… No, estoy segura. —Alice sacudió la cabeza con vigor, de forma que el cabello se le alborotó en todas direcciones—. Pero aun así, si no hubiera podido alargar la mano y abrir la puerta del taxi…

—Tu madre te habría matado —constató Clay con voz neutra.

—Exacto, mi madre me habría matado —convino Alice en un susurro—. No me reconocía, mi propia madre no me reconocía… —Alternó la mirada entre Clay y Tom—. Han sido los teléfonos móviles —continuó, todavía en un susurro—. Estoy completamente segura.

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