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El pulso » 15

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Apartaron una de las sillas imitación reina Ana, y el señor Ricardi abrió la puerta principal. Al asomarse, Clay no vio a nadie, aunque resultaba difícil saberlo a causa de la fina ceniza oscura que llenaba el aire, danzando en la brisa como nieve negra.

—Vamos —instó a los demás.

De entrada solo iban al café Metropolitan, situado a escasos metros del hotel.

—En cuanto salgan volveré a cerrar con llave y a bloquear la puerta con la silla —anunció el señor Ricardi—. Estaré atento, de modo que si tienen problemas, si hay más de esa… gente… escondida en el Metropolitan, por ejemplo, y tienen que batirse en retirada, recuerden gritar «Señor Ricardi, señor Ricardi, le necesitamos», y entonces sabré que puedo abrir la puerta sin peligro. ¿Entendido?

—Sí —asintió Clay al tiempo que oprimía el delgado hombro del recepcionista.

El señor Ricardi se encogió un instante y luego se puso firme, si bien no parecía especialmente complacido por el gesto de Clay.

—Es usted un buen hombre —aseguró éste—. Al principio creía que no, pero estaba equivocado.

—Haré lo que pueda —masculló el recepcionista calvo con cierta rigidez—. No lo olviden…

—No lo olvidaremos —terció Tom—. Estaremos allí unos diez minutos, así que si pasa algo aquí, llámenos.

—De acuerdo.

Pero Clay no creía que lo hiciera. No sabía por qué lo creía, porque carecía de sentido que un hombre no pidiera ayuda para salvarse si corría peligro, pero Clay estaba convencido de ello.

—Por favor, señor Ricardi, venga con nosotros —suplicó Alice—. Boston no es un lugar seguro, a estas alturas ya tiene que saberlo.

Pero el señor Ricardi se limitó a desviar la mirada. Y Clay pensó, no sin cierto asombro, que aquél era el aspecto de un hombre al decidir que prefería correr el riesgo de morir a correr el riesgo de cambiar.

—Vamos —insistió—. Prepararemos unos bocadillos antes de que se corte la electricidad.

—Algunas botellas de agua tampoco nos irían mal —dijo Tom.

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