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El pulso » 18

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—¡Estoy bien! —gritó Clay al tiempo que recogía la carpeta y la dejaba sobre el mostrador de recepción.

Una cosa menos, pero aún no estaba listo para salir.

Al rodear el mostrador miró por encima del hombro y vio la mitad de la puerta despejada, un rectángulo de luz tenue que parecía flotar en la oscuridad cada vez más densa, con dos siluetas recortadas contra los últimos vestigios de luz diurna.

—Estoy bien, sigo estando bien, voy a echar un vistazo en el despacho, sigo estando bien, estoy b…

—¿Clay? —llamó Tom con voz claramente alarmada.

Pero por un instante Clay se vio incapaz de responder para tranquilizarlo. En el centro del techo del despacho había una lámpara. El señor Ricardi estaba colgado de ella por una especie de soga. Tenía la cabeza cubierta con una bolsa de plástico blanco, sin duda la bolsa que el hotel proporcionaba a los clientes para que guardaran en ella la ropa sucia destinada a la lavandería y la tintorería.

—¿Estás bien, Clay?

—¿Clay? —chilló Alice con voz estridente, casi histérica.

—Estoy bien —se oyó contestar Clay con la sensación de que su boca funcionaba sola, sin ayuda alguna de su cerebro—. Sigo aquí.

Pensaba en la expresión que había adoptado el señor Ricardi al decir que permanecería en su puesto. Había pronunciado aquellas palabras en tono altivo, pero con mirada asustada y en cierto modo humilde, los ojos de un mapache acorralado en un rincón del garaje por un perro enorme y furioso.

—Voy a salir —anunció.

Salió del despacho de espaldas, como si esperara que el señor Ricardi se escurriera del nudo de la improvisada soga en cuanto le volviera la espalda. De repente estaba más asustado aún por Sharon y Johnny. Los echaba de menos con una intensidad que le recordó su primer día de escuela, cuando su madre lo dejó ante la verja del patio. Los otros padres habían acompañado a sus hijos al interior de la escuela, pero su madre le dijo: «Entra, Clayton, no te pasará nada, es la primera clase, todo irá bien, los niños tienen que hacer esto solos». Antes de obedecerla, la siguió con la mirada mientras se alejaba por Cedar Street, envuelta en su abrigo azul. Ahora, de pie en la oscuridad, comprendía, una vez más, por qué la segunda parte de la palabra «nostalgia» era «algia».

Tom y Alice le gustaban, pero Clay quería estar con las personas a las que amaba.

Rodeó una vez más el mostrador de recepción y cruzó el vestíbulo en dirección a la calle. Se acercó lo bastante a la puerta rota para distinguir los rostros asustados de sus nuevos amigos, pero de repente se dio cuenta de que había olvidado de nuevo la puta carpeta y por tanto tenía que dar media vuelta. Mientras alargaba la mano hacia ella, tuvo el convencimiento de que la mano del señor Ricardi surgiría de la oscuridad cada vez más completa para cerrarse sobre la suya. No sucedió, pero de la planta superior le llegó otro de aquellos golpes. Todavía había algo ahí arriba, algo que seguía dando tumbos en la oscuridad, algo que había sido humano hasta las tres de la tarde.

Cuando se hallaba a medio camino de la puerta, la luz de emergencia a pilas que iluminaba el vestíbulo parpadeó un instante y luego se apagó. Esto quebranta el Código de Protección Contra Incendios, pensó Clay. Debería denunciarlo.

Alargó la carpeta a Tom, que la cogió.

—¿Dónde está? —quiso saber Alice—. ¿No estaba en el despacho?

—Ha muerto —repuso Clay.

Se le había pasado por la cabeza la idea de mentir, pero no se creía capaz; estaba demasiado alterado por lo que acababa de presenciar. ¿Cómo se ahorcaba una persona? No le parecía posible siquiera.

—Se ha suicidado.

Alice rompió a llorar, y Clay se dijo que la chica no sabía que, de haber sido por el señor Ricardi, con toda probabilidad ella no seguiría con vida. No obstante, también él tenía ganas de llorar, porque el señor Ricardi se había enmendado. Tal vez la mayoría de la gente se enmendaba si se le brindaba la oportunidad.

Del oeste, cerca del parque, les llegó un grito tan ensordecedor que no parecía humano. A Clay le recordó la llamada de un elefante, un sonido desprovisto de alegría y de dolor, que tan solo contenía locura. Alice se apretó contra él, y Clay la rodeó con el brazo. Su cuerpo era como un cable eléctrico por el que fluía una corriente de alto voltaje.

—Si queremos salir de aquí, vale más que nos pongamos en marcha —sugirió Tom—. Si no tropezamos con demasiados problemas, creo que podremos llegar hasta Malden y pasar la noche en mi casa.

—Es una idea brillante —alabó Clay.

—¿De verdad te lo parece? —preguntó Tom con una sonrisa cauta.

—Desde luego. ¿Y quién sabe? Puede que el agente Ashland ya esté allí.

—¿Quién es el agente Ashland? —inquirió Alice.

—Un policía al que conocimos junto al parque —explicó Tom—. Nos…, esto…, ayudó.

Los tres echaron a andar hacia el este, en dirección a Atlantic Avenue, entre la lluvia de ceniza y la cacofonía de las alarmas.

—Pero no lo veremos. Clay está de broma.

—Ah —musitó ella—. Me alegro de que al menos alguien esté de humor para gastar bromas.

En el suelo, junto a una papelera, yacía un teléfono móvil azul con la carcasa resquebrajada. Sin detenerse siquiera, Alice le propinó un puntapié que lo envió a la alcantarilla.

—Buen chute —elogió Clay.

—Cinco años de fútbol —repuso Alice con un encogimiento de hombros.

En aquel instante se encendieron las farolas, como una promesa de que no todo estaba perdido.

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