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Malden » 10

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—No he visto a nadie armado desde que hemos salido de la ciudad —constató Clay—. Al principio no me he fijado, pero luego sí.

—Y sabes por qué, ¿no? Porque Massachusetts tiene la ley antiarmas más dura del país, exceptuando quizá California.

Clay recordaba haber visto vallas publicitarias sobre el tema en la frontera del estado hacía algunos años. Más tarde, aquellas vallas habían dado paso a otras advirtiendo que si te pescaban conduciendo bajo los efectos del alcohol, pasarías la noche en la cárcel.

—Si la policía te encuentra una pistola escondida en el coche, por ejemplo en la guantera, junto a los papeles del coche y del seguro, pueden encerrarte durante siete años. Si te paran con un rifle cargado en la camioneta, aunque sea en temporada de caza, puede caerte una multa de diez mil dólares y dos años de servicio comunitario. —Cogió el bocadillo, lo examinó un instante y volvió a dejarlo sobre la mesa—. Puedes tener pistola y guardarla en casa si no eres un delincuente convicto, pero es casi imposible obtener una licencia para llevarla encima. Quizá si consiguieras que el padre O’Malley del Boys’ Club te firmara la solicitud, y aun así…

—Es posible que la ausencia de armas haya salvado unas cuantas vidas en las últimas horas.

—Estoy totalmente de acuerdo —convino Tom—. Aquellos dos tipos peleándose por el barril de cerveza… Gracias a Dios que ninguno tenía una .38.

Clay asintió.

Tom balanceó la silla hacia atrás, cruzó los brazos sobre el pecho menudo y miró a su alrededor. Sus gafas centellearon a la luz de la lámpara, que proyectaba un halo potente pero pequeño.

—Pero ahora mismo no me importaría tener una pistola, incluso después de haber visto la porquería que causan. Y eso que me considero pacifista.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí, Tom?

—Casi doce años. Lo suficiente para presenciar cómo Malden se está yendo a la mierda. Todavía no está mal del todo, pero acabará fatal.

—Vale, pues piensa un momento… ¿Cuál de tus vecinos crees que puede guardar armas en su casa?

—Arnie Nickerson —repuso Tom sin vacilar—. Vive en la acera de enfrente, a tres casas de la mía. Lleva un adhesivo de la Asociación Nacional del Rifle en el coche, así como un par de pegatinas de lazos amarillos y otra del tándem Bush-Cheney…

—Cómo no.

—Además de dos pegatinas de la Asociación en la camioneta, que en noviembre equipa con uno de esos remolques-tienda para ir a cazar a tu tierra.

—Nos encanta contar con los ingresos que nos aporta su licencia de caza —se mofó Clay—. Mañana entraremos en su casa y nos llevaremos sus armas.

Tom McCourt se lo quedó mirando como si hubiera perdido el juicio.

—Ese tipo no es tan paranoico como algunos de esos milicianos de Utah; a fin de cuentas vive en Massachusetts…, pero en el jardín tiene uno de esos rótulos que a veces ponen las empresas de seguridad, esos que dicen ¿TE SIENTES CON SUERTE, IDIOTA? Además, seguro que conoces la política de la Asociación en cuanto al momento exacto en que puedes quitarle el arma a uno de sus miembros…

—Tiene algo que ver con arrancarlo de sus fríos dedos cadavéricos, ¿no?

—Pues eso.

Clay se inclinó hacia delante y dijo lo que le parecía evidente desde que bajaran por la rampa desde la Carretera Uno. Malden se había convertido en uno de los miles de pueblos hechos mierda de los Estados Telecomunicados de América, un país ahora fuera de servicio, descolgado, así que lo lamentamos, pero intente llamar más tarde. Salem Street estaba desierta, lo había percibido al llegar…, ¿o no?

No. Tonterías. Te has sentido observado.

¿De verdad? Pero aun en caso de ser cierto, ¿en qué clase de intuición podía basarse para actuar después de un día como el que ahora tocaba a su fin? Era una idea ridícula.

—Escucha, Tom. Uno de nosotros irá a casa del tal Nackleson cuando se haga de día…

—Se llama Nickerson, y no me parece una buena idea, sobre todo porque Swami McCourt se lo imagina arrodillado junto a la ventana del salón con un rifle automático que guardaba para el fin del mundo…, que por lo visto ha llegado.

—Iré yo —aseguró Clay—. No haré nada si oímos disparos en su casa esta noche o mañana por la mañana. Y desde luego, no haré nada si veo algún cadáver en su jardín, con o sin heridas de bala. Yo también veía La Dimensión Desconocida, aquellos episodios en que la civilización resulta no ser más que una fina película que se desgarra a la primera de cambio.

—Como mucho —masculló Tom, sombrío—. Idi Amin, Pol Pot…, y así sucesivamente.

—Iré con las manos en alto y llamaré al timbre. Si me abren, diré que solo quiero hablar. ¿Qué es lo peor que puede pasar? Pues que me diga que me largue.

—No, lo peor que puede pasar es que te pegue un tiro sobre el puto felpudo y que yo me quede solo con una adolescente huérfana de madre —replicó Tom con sequedad—. Puedes hablar cuanto quieras de La Dimensión Desconocida, pero no olvides a los tipos que has visto peleándose delante de la estación del metro.

—Eso ha sido… Bueno, no sé lo que ha sido, pero aquellos tipos estaban completamente locos, lo sabes muy bien, Tom.

—¿Y qué me dices de la fanática religiosa y de los dos hombres peleándose por el barril de cerveza? ¿Ellos también estaban locos?

No, por supuesto que no, pero si había un arma en la casa del vecino de McCourt, Clay quería hacerse con ella. Y si había más de una, quería que tanto Tom como Alice tuvieran una.

—Me estoy planteando recorrer ciento veinte kilómetros en dirección norte —señaló Clay—. Tal vez podamos ir en coche parte del trayecto, pero también cabe la posibilidad de que tengamos que recorrerlo todo a pie. ¿Quieres arriesgarte a hacerlo solo con un par de cuchillos como toda protección? Te lo pregunto de hombre sensato a hombre sensato, porque algunas de las personas con las que nos toparemos sí irán armadas, y lo sabes.

—Sí —asintió Tom al tiempo que se mesaba el cabello pulcramente cortado y lo despeinaba de un modo cómico—. Y también sé que lo más probable es que Arnie y Beth no estén en casa. Aparte de chiflados por las armas, estaban locos por los artilugios electrónicos. Siempre veía a Arnie hablar por el móvil cuando pasaba delante de casa en su enorme camioneta fálica.

—¿Lo ves?

—De acuerdo —suspiró Tom—. Pero depende de cómo estén las cosas mañana por la mañana, ¿vale?

—Vale.

Clay cogió el bocadillo; volvía a tener algo de apetito.

—¿Dónde se habrán metido? —inquirió Tom—. Me refiero a los que llamas chiflados telefónicos. ¿Dónde se habrán metido?

—No lo sé.

—Te diré lo que pienso. Creo que al ponerse el sol se han metido en casas y bloques y han muerto.

Clay se lo quedó mirando con expresión escéptica.

—Piénsalo un momento y verás que tengo razón —insistió Tom—. Lo más probable es que se trate de un atentado terrorista, ¿no crees?

—Es la explicación más lógica, pero no me preguntes qué clase de señal, por muy subversiva que sea, podría provocar lo que ha provocado ésta.

—¿Eres científico?

—Ya sabes que no; soy artista.

—O sea que cuando el gobierno te dice que es posible lanzar bombas inteligentes sobre búnkers sepultados bajo la arena del desierto desde portaaviones situados a tres mil kilómetros de distancia, lo único que puedes hacer es mirar las fotos y aceptar que la tecnología en cuestión existe.

—Tom Clancy nunca me mentiría —ironizó Clay sin sonreír.

—Y si la tecnología en cuestión existe, ¿por qué no aceptar que ésta también existe, al menos de forma provisional?

—Vale, explícamelo, pero en palabras sencillas, por favor.

—Hacia las tres de esta tarde, una organización terrorista, quizá incluso un gobierno, genera alguna clase de señal o pulsación. Por ahora solo nos cabe suponer que la señal se coló en todos los teléfonos móviles en funcionamiento del mundo. Confiemos en que no sea así, pero creo que de momento tenemos que esperar lo peor.

—¿Y ya ha terminado?

—No lo sé —replicó Tom—. ¿Quieres coger un móvil y comprobarlo?

—Tuchí —dijo Clay—. Así es como mi hijo pronuncia touché. —Y por favor, Dios, permite que siga haciéndolo.

—Pero si el tal grupo terrorista puede transmitir una señal que haga enloquecer a cuantos la oyen —prosiguió Tom—, ¿no es posible que dicha señal contenga una orden según la cual quienes la reciben deben suicidarse al cabo de cinco horas?

—Yo diría que no, no es posible.

—Hasta hace unas horas yo también habría dicho que no era posible que un loco me atacara con un cuchillo delante del Four Seasons —señaló Tom—, o que Boston ardiera hasta los cimientos y todos sus habitantes o, mejor dicho, los afortunados que no tienen móvil, se vieran obligados a huir de la ciudad por los puentes Mystic y Zakim.

Se inclinó hacia delante y clavó una mirada penetrante en Clay.

Quiere creerlo, pensó éste. No pierdas el tiempo intentando disuadirlo, porque realmente quiere creerlo.

—En cierto modo, no es tan distinto del bioterrorismo que tanto asustaba al gobierno después del 11-S —observó Tom—. A través del teléfono móvil, que se ha convertido en el medio de comunicación dominante en nuestra vida cotidiana, conviertes al pueblo en tu ejército, con soldados que literalmente no tienen miedo de nada, porque están locos, y al mismo tiempo destruyes toda infraestructura. ¿Dónde está la Guardia Nacional esta noche?

—¿En Irak? —aventuró Clay—. ¿En Luisiana?

Era un chiste malo, y Tom no sonrió siquiera.

—En ninguna parte. ¿Cómo recurrir a un ejército nacional que depende casi por completo de la telefonía móvil para movilizarse siquiera? En cuanto a los aviones, el último que he visto volar ha sido esa avioneta que se ha estrellado en la esquina de Charles y Beacon. —Se detuvo un instante antes de proseguir, con la mirada aún clavada en Clay—. Eso es lo que han hecho… quienesquiera que sean. Nos observaron desde dondequiera que vivan y adoren a sus dioses, ¿y qué vieron?

Clay meneó la cabeza, fascinado por los ojos de Tom, relucientes tras los cristales de las gafas, como los ojos de un visionario.

—Vieron que habíamos vuelto a construir la Torre de Babel…, y esta vez sostenida tan solo por telarañas electrónicas. Y en el espacio de apenas unos segundos, han apartado de un manotazo las telarañas, y nuestra Torre se ha desmoronado. Eso es lo que han hecho, y nosotros tres somos como insectos que, por puñetera suerte, han eludido el pisotón del gigante. Eso es lo que han hecho, ¿y aún crees que no son capaces de haber incluido una señal que ordene a los afectados a dormirse y dejar de respirar cinco horas más tarde? ¿Qué tiene eso de difícil en comparación con lo otro? Nada, diría yo.

—Pues yo lo que diría es que nos conviene dormir un poco —dijo Clay.

Por un instante, Tom permaneció inmóvil, inclinado sobre la mesa y mirando a Clay como si no hubiera entendido sus palabras, pero por fin se echó a reír.

—Sí, tienes razón —admitió—. A veces se me va la olla, lo siento.

—No pasa nada —aseguró Clay—. Y espero que tengas razón en lo de que están muertos… Quiero decir…, a menos que mi chico…, a menos que Johnny-Gee…

No fue capaz de acabar la frase, en parte o quizá sobre todo porque si Johnny había intentado llamar por teléfono y recibido la misma llamada que el Duendecillo Rubio o la Mujer Traje Chaqueta, Clay no sabía si quería que su hijo siguiera vivo.

Tom alargó la mano, y Clay encerró aquellos dedos largos y delicados entre las suyas. Veía la escena como si se hubiera alejado de su cuerpo, y cuando habló tuvo la sensación de que no era él quien hablaba, si bien sentía el movimiento de sus labios y las lágrimas que empezaban a rodarle por las mejillas.

—Tengo tanto miedo por él —musitó su boca—. Tengo miedo por los dos, pero sobre todo por él.

—Todo irá bien —aseguró Tom.

Clay sabía que lo decía con la mejor intención del mundo, pero las palabras le causaron una punzada de terror, porque era el tipo de expresión que la gente empleaba cuando no había nada más que decir, al igual que «Lo superarás» o «Se ha ido a un lugar mejor».

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