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Malden » 11

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Los chillidos de Alice despertaron a Clay de un sueño confuso, aunque no desagradable. Estaba en la Carpa del Bingo de la Feria de Akron. Tenía seis años, quizá incluso menos y en cualquier caso no más, y estaba agazapado bajo la larga mesa ante la que se sentaba su madre, contemplando un bosque de piernas de mujer y aspirando el aroma del serrín mientras el crupier entonaba su canto:

—¡B12, jugadores, B12! ¡La vitamina del sol!

Por un instante, su subconsciente intentó integrar los gritos de la muchacha en el sueño, insistiendo en que lo que oía era el silbido que indicaba que era mediodía, pero la ilusión tan solo duró un momento. Clay se había permitido dormirse en el porche de Tom tras una hora de guardia, convencido de que ahí fuera no sucedería nada, al menos no aquella noche. Pero sin duda debía de estar igual de convencido de que Alice no dormiría de un tirón, porque no experimentó desconcierto alguno una vez su mente identificó los alaridos, en ningún momento se preguntó dónde estaba ni qué hacía allí. En un momento dado era un niño pequeño agazapado bajo una mesa de bingo en Ohio y al siguiente intentaba levantarse del largo y cómodo sofá instalado en el porche de Tom McCourt, con las piernas aún envueltas en la manta. Mientras, en algún lugar de la casa, Alice Maxwell, en un registro casi lo bastante agudo para romper cristales, articulaba todo el horror del día, insistiendo con un rosario de gritos incesantes en que aquellas cosas no podían haber ocurrido y por tanto se imponía negarlas.

Clay intentó liberar las piernas de la manta y al principio no lo consiguió. Se puso a dar saltitos hacia la puerta principal mientras tironeaba de ella para apartarla con ademanes frenéticos mientras volvía la cabeza hacia Salem Street, seguro de que de inmediato empezarían a encenderse luces en las casas vecinas pese a que sabía que no había electricidad, seguro de que alguien, tal vez el señor Nickerson, propietario de numerosas armas y amante de los artilugios electrónicos, saldría al jardín y exigiría a voz en cuello que alguien hiciera callar a esa cría, por el amor de Dios. ¡No me obliguen a hacerlo personalmente! —vociferaría—. ¡No me obliguen a pegarle un tiro!

O bien sus gritos atraerían a los chiflados telefónicos como las lámparas antiinsectos atraen a las polillas. Tom creía que habían muerto, pero Clay lo dudaba tanto como dudaba de la existencia del taller de Santa Claus en el Polo Norte.

Sin embargo, Salem Street, o cuando menos aquella manzana, al oeste del centro de la población y por debajo de la zona de Malden que Tom había llamado Granada Highlands, permaneció oscura, silenciosa y tranquila. Incluso el fulgor del incendio de Revere parecía haber menguado.

Clay consiguió por fin liberarse de la manta, entró en la casa y se detuvo al pie de la escalera, escudriñando la negrura. Oía la voz de Tom; no discernía las palabras, pero sí el tono, un tono suave, sereno y tranquilizador. Los alaridos escalofriantes de la chica no tardaron en dar paso a jadeos, luego a sollozos y por fin a palabras. Clay alcanzó a distinguir una de ellas, «pesadilla». Tom siguió hablando, contándole mentiras, asegurándole que todo iría bien, ya lo vería, que por la mañana lo vería todo mejor. Clay los imaginó sentados uno junto a otro en la cama de la habitación de invitados, enfundados en sendos pijamas con el monograma TM en el bolsillo de la pechera.

Podría haberlos dibujado en aquella postura, y la idea le arrancó una sonrisa.

En cuanto se convenció de que Alice no volvería a gritar, regresó al porche; hacía un poco de fresco, pero no se estaba mal una vez envuelto en la manta. Clay se sentó en el sofá y paseó la mirada por el tramo de calle que alcanzaba a ver desde allí. A la izquierda, al este de la casa de Tom, había una zona comercial. Le pareció ver el semáforo situado a la entrada de la plaza principal. Al otro lado, por donde habían venido, más casas, todas ellas silenciosas a aquella hora de la madrugada.

—¿Dónde estáis? —murmuró—. Algunos de vosotros, aún cuerdos, os habéis dirigido hacia el norte o hacia el oeste, pero ¿dónde coño están los demás?

No obtuvo respuesta alguna de la calle. En fin, quizá Tom estuviera en lo cierto y los teléfonos les habían enviado el mensaje de enloquecer a las tres y morir a las ocho. Parecía demasiado bueno para ser cierto, pero también recordaba haber pensado lo mismo de los CDs grabables.

Silencio en la calle ante él, silencio en la casa a su espalda. Al cabo de un rato, Clay se acostó de nuevo en el sofá y cerró los ojos. Pensó que podía llegar a adormilarse, pero no creía que llegara a conciliar el sueño. Sin embargo, acabó por dormirse, y esta vez sin sueños. Poco antes de que despuntara el alba, un chucho recorrió el sendero de entrada de la casa de Tom McCourt, se quedó mirando a Clay mientras éste roncaba entre los pliegues de la manta y al poco se fue. No tenía prisa alguna; aquella madrugada había comida de sobra en Malden, y así sería durante bastante tiempo.

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