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Malden » 12

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—¡Despierta, Clay!

Una mano lo zarandeaba. Al abrir los ojos, Clay vio a Tom inclinado sobre él, vestido con vaqueros y una camisa de trabajo gris. El porche aparecía bañado en una luz pálida y al tiempo intensa. Clay miró el reloj mientras bajaba los pies del sofá y comprobó que eran las seis y veinte.

—Tienes que ver esto —dijo Tom.

Estaba pálido y nervioso, ambos lados del bigote cubiertos por un incipiente vello canoso, un faldón de la camisa fuera de los pantalones y el cabello aún despeinado en la coronilla.

Clay se volvió hacia Salem Street y vio un perro con algo en la boca trotando junto a un par de coches abandonados a media manzana hacia el oeste, pero por lo demás la quietud seguía reinando en la calle. Percibió un leve olor a humo en el aire y supuso que procedía de Boston o bien de Revere. Tal vez de ambos lugares, aunque por lo menos el viento había cesado. Al poco se volvió hacia Tom.

—No, detrás —susurró éste—. En el jardín trasero. Lo he visto al ir a la cocina para preparar café, antes de recordar que lo de tomar café se ha terminado, al menos de momento. Puede que no sea nada, pero…, uf, no me hace ni pizca de gracia.

—¿Alice todavía duerme? —preguntó Clay mientras buscaba a tientas sus calcetines bajo la manta.

—Sí, menos mal. Olvídate de los calcetines y los zapatos, que no estamos en el Ritz. Vamos.

Clay siguió a Tom, que llevaba unas zapatillas de aspecto muy cómodo, por el pasillo que conducía a la cocina. Sobre la encimera vio un vaso de té helado medio lleno.

—No consigo arrancar sin cafeína por las mañanas, así que he decidido tomarme un poco de esto. Sírvete, por cierto, aún está frío… La cuestión es que he descorrido la cortina de la ventana del fregadero para echar un vistazo al jardín…, por ningún motivo en particular, solo para entrar en contacto con el mundo exterior. Y entonces he visto… Bueno, míralo tú.

Clay miró por la ventana instalada sobre el fregadero. Tras la casa se abría un pulcro patio de ladrillo donde se veía una barbacoa de gas. Más allá del patio se extendía el jardín de Tom, mitad césped y mitad huerto. Al fondo se alzaba una valla alta de madera con una verja. La verja estaba abierta, y debían de haber forzado el cerrojo, porque ahora pendía ladeado, con aspecto de muñeca rota. De repente se le ocurrió que Tom podría haber preparado el café en la barbacoa de no ser por el hombre sentado en su jardín, junto a lo que sin duda era una carretilla ornamental, comiéndose las blandas entrañas de una calabaza abierta y escupiendo las pepitas. Llevaba un mono de mecánico y una grasienta gorra en la que se veía una desvaída letra B, mientras que en el bolsillo izquierdo del mono tenía escrito el nombre George. Clay oía los sonidos de masticación que emitía cada vez que hundía el rostro en la calabaza.

—Mierda —masculló entre dientes—. Es uno de ellos.

—Sí, y si hay uno sin duda habrá más.

—¿Ha forzado la verja para entrar?

—Claro que sí —aseguró Tom—. No le he visto hacerlo, pero te aseguro que ayer la cerré antes de irme. No me llevo lo que se dice demasiado bien con Scottoni, el tipo que vive al otro lado. No le gustan los «tipos como yo», según me ha comentado en varias ocasiones. —Se detuvo un instante para luego proseguir en voz aún más baja, tan baja que Clay se vio obligado a inclinarse hacia él para oírlo—. ¿Sabes lo más fuerte? Que conozco a este tipo. Trabaja en la Texaco de Sonny, en el centro. Es la única gasolinera que tiene taller…, o tenía. Una vez me cambió el manguito del radiador; me contó que el año pasado fue con su hermano al estadio de los Yankees y vio a Curt Schilling machacar al Big Unit. Me pareció un tipo bastante majo, y míralo ahora, sentado en mi jardín y comiéndose una calabaza cruda.

—¿Qué pasa? —preguntó Alice a su espalda.

Tom se volvió hacia ella con expresión trastornada.

—No mires —le suplicó.

—Eso es absurdo —objetó Clay—. Tiene que verlo.

Sonrió a Alice y al hacerlo se dio cuenta de que no le costaba demasiado esfuerzo. No había ningún monograma en el bolsillo del pijama que Tom le había prestado, pero la prenda era azul, tal como la había imaginado, y Alice ofrecía un aspecto enloquecedoramente tierno, con los pies descalzos, las perneras enrolladas hasta media pantorrilla y el cabello aún alborotado por el sueño. Pese a las pesadillas parecía más descansada que Tom, y Clay habría apostado algo a que también parecía más descansada que él mismo.

—No es un accidente de coche ni nada por el estilo —la tranquilizó—, tan solo un tipo comiéndose una calabaza en el jardín de Tom.

Alice se situó entre ellos, apoyó las manos en el canto del fregadero y se puso de puntillas para mirar por la ventana. En aquel momento, su brazo rozó el de Clay, y éste percibió el calor del sueño que aún irradiaba su piel. Alice contempló la escena durante largo rato y por fin se volvió hacia Tom.

—Dijiste que todos se habían suicidado —declaró.

Clay no alcanzó a discernir si lo decía en tono acusador o de broma. Seguramente no lo sabe ni ella, se dijo.

—No lo dije con seguridad —intentó justificarse Tom.

—Pues a mí me pareciste bastante seguro —insistió Alice antes de volver a mirar por la ventana.

Al menos no estaba perdiendo los nervios, pensó Clay. De hecho, consideró que parecía bastante tranquila, si bien un poco chaplinesca en su pijama demasiado grande.

—Esto…, Clay…, Tom…

—¿Qué? —dijeron ambos al unísono.

—Fijaos en la carretilla junto a la que está sentado. Mirad la rueda.

Clay ya se había fijado en lo que señalaba Alice, los restos de cáscara, pulpa y pepitas amontonados junto a la rueda.

—Ha estrellado la calabaza contra la rueda para abrirla y sacar lo de dentro —constató Alice—. Parece que es uno de ellos…

—Desde luego que es uno de ellos —corroboró Clay.

George el mecánico estaba sentado en el jardín con las piernas separadas, lo cual permitió a Clay comprobar que desde el día anterior había olvidado lo que su madre le había enseñado acerca de bajarse los pantalones antes de hacer pis.

—… pero ha utilizado la rueda como herramienta, y eso no me parece demasiado propio de un loco.

—Uno de los de ayer llevaba un cuchillo —le recordó Tom—, y otro blandía un par de antenas de coche.

—Sí, pero esto parece diferente, no sé por qué.

—¿Quieres decir más pacífico? —aventuró Tom antes de mirar de nuevo al intruso—. No me apetece nada salir a averiguarlo.

—No, no quiero decir más pacífico. La verdad es que no sé cómo explicarlo.

Clay creía saber a qué se refería. La agresividad que habían presenciado el día anterior era ciega, inconsciente, nada premeditada. Cierto, habían visto al ejecutivo con el cuchillo y el joven musculoso corriendo con las antenas de coche, pero también estaba el hombre del parque, que había arrancado la oreja al perro con los dientes. El Duendecillo Rubio también había usado los dientes. En cambio, la escena que ahora tenían ante sus ojos parecía muy distinta, y no solo porque en ella el protagonista comía en lugar de matar. No obstante, al igual que Alice, Clay no alcanzaba a definir en qué consistía la diferencia.

—Dios mío, otros dos —exclamó Alice.

En aquel momento cruzaban la verja una mujer de unos cuarenta años, ataviada con un mugriento traje chaqueta gris, y un anciano vestido con pantalones de chándal y una camiseta con las palabras EL PODER DE LAS CANAS impresas en la pechera. La mujer del traje llevaba asimismo los restos de una blusa verde bajo la americana, y los jirones dejaban al descubierto las copas de un sujetador verde claro. El anciano cojeaba mucho y para mantener el equilibrio separaba los codos del cuerpo al andar, como si imitara a una gallina. Tenía la escuálida pierna izquierda cubierta por una capa de sangre seca, y el pie de ese lado había perdido la zapatilla deportiva. Los restos de un calcetín de deporte, también manchado de sangre y suciedad, pendían laxos de su tobillo. El cabello blanco y algo largo le ocultaba el rostro de expresión vacua como una suerte de capucha. La mujer del traje emitía un sonido repetitivo que sonaba a «¡Gum! ¡Gum!» mientras paseaba la mirada por el jardín y el huerto. Miró a George el Devorador de Calabazas como si no existiera y pasó junto a él en dirección a los pepinos. Se arrodilló junto a ellos, arrancó uno de la rama y empezó a comérselo. El anciano con la camiseta del PODER DE LAS CANAS se dirigió hacia el otro extremo del huerto y permaneció un rato inmóvil, como un robot al que por fin se le han acabado las pilas. Llevaba unas diminutas gafas doradas; gafas de lectura, pensó Clay, que relucían a la luz del amanecer. Se dijo que tenía aspecto de una persona que antes era extremadamente inteligente y ahora extremadamente estúpida.

Los tres ocupantes de la cocina seguían apiñados ante la ventana, contemplando la escena casi sin aliento.

La mirada del anciano se clavó en George, que arrojó lejos de sí un trozo de calabaza, inspeccionó el resto y volvió a sumergir el rostro en las entrañas de su desayuno. En lugar de comportarse de forma agresiva con los recién llegados, parecía no reparar siquiera en su presencia.

El anciano avanzó cojeando y tiró de una calabaza del tamaño de un balón de fútbol. Se hallaba a menos de un metro de George. Al recordar la encarnizada refriega junto a la estación del metro, Clay contuvo el aliento y esperó.

Al poco sintió que Alice le asía el brazo y que de él había desaparecido todo vestigio de calidez.

—¿Qué va a hacer? —preguntó la chica en voz baja.

Clay se limitó a sacudir la cabeza.

El anciano intentó morder la calabaza, pero lo único que consiguió fue golpearse la nariz contra la cáscara. En otras circunstancias habría resultado gracioso, pero no lo fue. El impacto le ladeó las gafas, y él las enderezó. Era un gesto tan normal que por un instante Clay casi se convenció de que era él quien había perdido el juicio.

—¡Gum! —exclamó la mujer de la blusa hecha jirones al tiempo que tiraba el pepino a medio comer.

Había divisado unos cuantos tomates tardíos y avanzó hacia ellos de rodillas, con el cabello colgándole sobre la cara. Llevaba el trasero de los pantalones muy manchado.

Por su parte, el anciano acababa de ver la carretilla ornamental. Se acercó a ella con la calabaza y en aquel momento pareció reparar en George sentado junto a ella. Se lo quedó mirando con la cabeza ladeada. George señaló la carretilla con una mano teñida de naranja, un gesto que Clay había visto miles de veces.

—Sírvete —murmuró Tom—. Que me aspen…

El anciano cayó de rodillas, un movimiento que a todas luces le causó un dolor considerable. Hizo una mueca, elevó el rostro arrugado hacia el cielo cada vez más luminoso y emitió un gruñido desgarrado. Luego levantó la calabaza por encima de la rueda, estudió el arco de descenso durante unos instantes, mientras los viejos bíceps le temblaban, y por fin estrelló la calabaza contra la madera. El vegetal se partió en dos mitades carnosas. Lo que pasó a continuación sucedió en un abrir y cerrar de ojos. George dejó caer la calabaza ya casi vacía sobre su regazo, se balanceó hacia delante, apresó la cabeza del anciano entre sus enormes manos ahora anaranjadas y la torció. Aun a través de la ventana cerrada oyeron el chasquido del cuello del anciano al quebrarse. El largo cabello blanco voló en todas direcciones. Las pequeñas gafas doradas desaparecieron entre lo que a Clay le parecían unas remolachas. Su cuerpo sufrió un espasmo y quedó inerte. George lo dejó caer al suelo. Alice empezó a gritar, y Tom le cubrió la boca con la mano. Los ojos de la chica, casi desorbitados por el terror, asomaban por encima de sus dedos. En el jardín, George cogió un pedazo de la calabaza recién abierta y empezó a comer con toda la calma del mundo.

La mujer de la blusa desgarrada miró a su alrededor con indiferencia, arrancó otro tomate y le hincó el diente. Un reguero de zumo rojo le descendía por la barbilla y la curva mugrienta del cuello. Ella y George permanecieron sentados en el huerto de Tom, comiendo hortalizas, y por alguna razón a la memoria de Clay acudió el título de uno de sus cuadros predilectos, El reino pacífico.

No se dio cuenta de que había pronunciado el nombre en voz alta hasta que Tom se volvió hacia él con expresión sombría y dijo:

—Ya no.

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