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Malden » 14

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—Son como pájaros —constató Alice al tiempo que se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano—. Una bandada de pájaros.

Clay comprendió a qué se refería y la abrazó impulsivamente. Alice había expresado lo que él había intuido al ver que George el mecánico seguía a la mujer en lugar de matarla como había hecho con el anciano. Era evidente que a aquellos dos chiflados no les faltaba un tornillo, sino una caja de herramientas entera, pero parecían actuar sobre la base de algún acuerdo tácito.

—No lo entiendo —dijo Tom.

—Seguro que no viste La marcha de los pingüinos —señaló Alice.

—Pues no —reconoció Tom—. Cuando quiero ver a tipos en esmoquin, voy a un restaurante francés.

—Pero ¿nunca te has fijado en el comportamiento de los pájaros, sobre todo en primavera y otoño? —inquirió Clay—. Seguro que sí. Todos se posan en el mismo árbol o a lo largo del mismo cable telefónico…

—A veces son tantos que los cables se doblan —añadió Alice—. Y de repente todos levantan el vuelo al mismo tiempo. Mi padre dice que deben de tener un jefe, pero el señor Sullivan, el profesor de naturales que tenía en primaria, nos explicó que se debía a una especie de conciencia colectiva, como las hormigas que salen todas juntas del hormiguero, o las abejas de la colmena.

—Toda la bandada gira al mismo tiempo hacia la izquierda o la derecha, y los pájaros nunca chocan entre sí —prosiguió Clay—. A veces hay tantos que el cielo queda ennegrecido y el ruido te vuelve loco. —Hizo una pausa—. Al menos en el campo, que es donde vivo. —Se detuvo de nuevo antes de continuar—: Tom…, ¿reconoces a alguno de ellos?

—A unos cuantos. Ése es el señor Potowami, de la panadería —dijo al tiempo que señalaba al indio que movía la mandíbula y castañeteaba los dientes—. Esa joven tan guapa… creo que trabaja en el banco. ¿Y os acordáis de que os he mencionado a Scottoni, el hombre que vive detrás de mi casa?

Clay asintió.

Muy pálido, Tom señaló a una mujer visiblemente embarazada y ataviada tan solo con una bata manchada de comida que le llegaba hasta medio muslo. El cabello rubio le colgaba lacio sobre las mejillas granujientas, y en la nariz lucía un piercing que relucía al sol matinal.

—Aquélla es su nuera —explicó—, Judy. Siempre se ha mostrado muy amable conmigo… Esto me parte el corazón —añadió en tono seco y neutro.

Desde el centro de la población les llegó el estruendo de un disparo. Alice profirió una exclamación, pero esta vez no hizo falta que Tom le tapara la boca, porque lo hizo ella misma. En cualquier caso, ninguno de los locos de la calle se volvió hacia ellos, ni tampoco pareció inmutarles el disparo, que a Clay le pareció de escopeta. Se limitaron a seguir avanzando a la misma velocidad. Clay esperó el siguiente disparo, pero en su lugar oyeron un grito corto que se interrumpió en seco.

Los tres siguieron al amparo de las sombras del porche, contemplando la escena sin hablar. Todos los que pasaban por la calle se dirigían hacia el este, y aunque no caminaban en formación, sin lugar a dudas reinaba cierto orden en su avance, un orden que en opinión de Clay no se expresaba en la visión que se había forjado de los chiflados, que a menudo cojeaban, arrastraban los pies, parloteaban en un lenguaje ininteligible y hacían gestos extraños, sino en el deslizar silencioso de sus sombras sobre el pavimento. Aquellas sombras le recordaron los antiguos noticiarios de la Segunda Guerra Mundial, donde oleada tras oleada de aviones surcaban el cielo. Clay contó doscientos chiflados antes de dejarlo correr. Había hombres, mujeres, adolescentes, también bastantes chicos de la edad de Johnny. Muchos más niños que ancianos, de hecho, aunque vio a muy pocos menores de diez años. No quería ni pensar en lo que debía de haberles ocurrido a los chiquillos que no tenían a nadie que cuidase de ellos en el momento de El Pulso.

O a los chiquillos que en ese instante estaban a cargo de personas con teléfono móvil.

En cuanto a los niños de mirada vacua que vio en la calle, Clay se preguntó cuántos de ellos habrían dado la vara a sus padres para que les compraran un teléfono móvil con melodías especiales, como había hecho Johnny.

—Una conciencia colectiva… —musitó Tom—. ¿De verdad lo crees?

—Yo sí —afirmó Alice—. Porque…, bueno…, ¿qué clase de conciencia pueden tener individualmente?

—Tiene razón —señaló Clay.

La migración, pues una vez te planteabas el éxodo en aquellos términos ya no podías planteártelo de ningún otro modo, menguó pero no terminó en la siguiente media hora. Pasaron tres hombres caminando al mismo paso, uno de ellos ataviado con una camisa de bolera, otro enfundado en los restos de un traje, el tercero con la parte inferior del rostro oculta por una gruesa capa de sangre y tejidos resecos; luego dos hombres y una mujer avanzando en un intento de fila de conga; más tarde una mujer de mediana edad con aspecto de bibliotecaria (siempre y cuando no te fijaras en el pecho desnudo que oscilaba al viento) junto a una adolescente desgarbada que bien podría haber sido su ayudante. Tras una pausa, otra docena de chiflados formaban una especie de cuadrado hueco, como los escuadrones de combate en las guerras Napoleónicas. A lo lejos, Clay empezó a oír sonidos de guerra, sobre todo disparos ocasionales de rifle y pistola, pero en una ocasión (muy cerca, en Medford o quizá en el propio Malden) el tamborileo característico de un arma automática de gran calibre. También oyó más gritos; casi todos provenían de muy lejos, pero Clay estaba casi seguro de que eran gritos.

Todavía quedaban muchas personas cuerdas en aquellos parajes; algunas de ellas habían conseguido hacerse con armas y con toda probabilidad se estaban hinchando a cargarse chiflados. Sin embargo, otros no habían tenido la suerte de estar a cubierto cuando los locos se pusieron en marcha al alba. Pensó en George el mecánico asiendo la cabeza del anciano con las manos teñidas de naranja, el golpe seco hacia un lado, el chasquido, las gafitas de lectura aterrizando entre las remolachas, donde se quedarían. Por mucho tiempo.

—Me parece que me voy al salón a sentarme un rato —anunció Alice—. No quiero seguir viéndolos ni escuchándolos. Me dan ganas de vomitar.

—Buena idea —convino Clay—. Tom, ¿por qué no…?

—No —lo atajó Tom—. Entra tú; yo me quedaré aquí fuera un rato más. Creo que uno de nosotros tiene que observarlos, ¿no te parece?

Clay asintió.

—Puedes relevarme dentro de una hora o algo así. Nos turnaremos.

—De acuerdo.

—Una cosa —dijo Tom cuando Clay echó a andar por el pasillo con el brazo alrededor de los hombros de Alice.

Ambos se volvieron hacia él.

—Creo que hoy deberíamos intentar descansar todo lo posible, si es que todavía queremos ir hacia el norte.

Clay lo observó detenidamente para asegurarse de que Tom seguía en su sano juicio. Lo parecía, pero…

—¿No has visto lo que está pasando ahí fuera? —le preguntó—. ¿No has oído los disparos? ¿Los…

No quería decir «los chillidos» en presencia de Alice, aunque a decir verdad era un poco tarde para intentar proteger su inocencia.

—¿… los gritos?

—Claro que sí —aseguró Tom—, pero anoche los chiflados no salieron, ¿verdad?

Por un instante, tanto Clay como Alice permanecieron inmóviles. Luego, Alice empezó a aplaudir sin apenas hacer ruido, y Clay esbozó una sonrisa que se le antojó rígida y ajena, aunque cargada de tanta esperanza que resultaba dolorosa.

—Tom, me parece que eres un genio —constató.

Tom no le devolvió la sonrisa.

—No creas —objetó—. Saqué una nota pésima en la selectividad.

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