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Malden » 16

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Al cabo de aproximadamente una hora, la ordenada migración empezó a desmoronarse. En aquel momento era Clay quien montaba guardia. Alice estaba en la cocina, comiéndose uno de los bocadillos que habían llevado consigo desde Boston (decía que tenían que terminarse los bocadillos antes de echar mano de las latas almacenadas en la diminuta despensa de Tom, porque no sabían cuándo volverían a comer carne fresca), y Tom dormía en el sofá del salón, roncando plácidamente.

Reparó en algunas personas que caminaban en dirección opuesta a la mayoría y al poco percibió que el orden se resquebrajaba un poco en Salem Street. Se trataba de un cambio tan sutil que su cerebro registró lo que sus ojos veían como una mera intuición. Al principio incluso creyó que era una alteración causada por los escasos caminantes, más locos aún que el resto, que se dirigían hacia el oeste en lugar de ir al este, pero al fijarse en las sombras vio que el pulcro patrón que había observado hasta entonces comenzaba a distorsionarse y por fin desapareció.

Cada vez más gente se dirigía ahora hacia el oeste, y algunos de ellos roían alimentos sacados de algún supermercado, con toda probabilidad el Safeway que había mencionado Tom. La nuera del señor Scottoni, Judy, llevaba una gigantesca tarrina de helado de chocolate medio derretido que le había manchado la parte delantera de la bata y cubierto el cuerpo con una capa marrón desde las rodillas hasta el piercing de la nariz. El rostro embadurnado de chocolate le confería el aspecto de los personajes que fingían ser negros en los espectáculos de variedades del siglo XIX. Por su parte, el señor Potowami había abandonado cualquier creencia vegetariana que hubiera albergado en el pasado y ahora daba cuenta de un voluminoso montón de carne picada cruda que llevaba en ambas manos. Un tipo grueso ataviado con un traje muy sucio portaba lo que parecía una pierna de cordero a medio descongelar, y cuando Judy intentó arrebatársela, el tipo con pinta de banquero le asestó un fuerte golpe en la frente con ella. La joven se desplomó en silencio como un toro noqueado, sobre el vientre abultado y la tarrina ahora aplastada de helado de chocolate Breyer.

Entre los chiflados reinaba un desorden cada vez mayor y no exento de violencia, aunque distinto del ensañamiento brutal de la tarde anterior, al menos allí. La alarma del centro comercial de Malden, ya cansina cuando empezó a sonar, se había agotado hacía mucho. A lo lejos todavía se oían disparos de forma esporádica, aunque no se había oído ninguno cerca desde aquella ráfaga procedente del centro de la ciudad. Clay observó a los locos para ver si se animaban a entrar en las casas, pero si bien de vez en cuando alguno caminaba por un jardín, ninguno de ellos mostraba intenciones de pasar al allanamiento. Se dedicaban sobre todo a deambular de aquí para allá, de vez en cuando intentando arrebatarse mutuamente la comida, en ocasiones peleándose o mordiéndose. Tres o cuatro chiflados, entre ellos la nuera de Scottoni, yacían en la calle, bien muertos o bien inconscientes. Suponía que los que habían visto hacía un rato en el jardín de Tom seguían en la plaza, marcándose unos pasos de baile o bien celebrando el Primer Festival Anual de la Carne Cruda de Malden. Gracias a Dios. No obstante, resultaba extraño que la actitud de rebaño se hubiera desmoronado.

Poco después de mediodía se caía de sueño, de modo que fue a la cocina, donde encontró a Alice sentada a la mesa, dormitando con la cabeza entre los brazos y la zapatilla deportiva, la que ella llamaba Nike de bebé, sujeta entre los dedos de una mano. Cuando la despertó, Alice lo miró con aire aturdido y se llevó la zapatilla al pecho, como si temiera que Clay intentara quitársela.

Clay le preguntó si se veía capaz de vigilar desde el final del pasillo durante un rato sin dormirse ni dejarse ver. Alice repuso que sí, Clay le tomó la palabra y le colocó una silla. Alice se detuvo un instante junto a la puerta del salón.

—Mira —señaló.

Clay miró por encima del hombro, vio al gato, Rafe, dormido sobre el vientre de Tom y sonrió.

Alice se sentó en la silla, lo bastante lejos de la puerta para que no pudieran verla desde el exterior.

—Han dejado de formar un rebaño —constató tras echar un breve vistazo a la calle—. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé.

—¿Qué hora es?

Clay miró el reloj.

—Las doce y veinte.

—¿A qué hora te has dado cuenta de que empezaban a formar un rebaño?

—No lo sé, Alice —repuso Clay, intentando mostrarse paciente con ella, pero apenas capaz de mantener los ojos abiertos—. A las seis y media o a las siete. ¿Qué importa?

—Si pudiéramos determinar sus hábitos, podría importar mucho, ¿no te parece?

Clay repuso que pensaría en ello después de dormir un poco.

—Dentro de un par de horas nos despiertas a mí o a Tom —ordenó—, o antes si algo va mal.

—No creo que las cosas puedan ponerse mucho peor —murmuró ella—. Anda, sube, que pareces hecho polvo.

Clay subió al dormitorio de invitados, se quitó los zapatos y se tumbó en la cama. Por un instante pensó en lo que había dicho Alice. «Si pudiéramos determinar sus hábitos…». Tal vez tuviera razón. No era muy probable, pero quizá…

Era una estancia agradable, muy agradable, bañada por el sol. Tumbado en una habitación como aquélla resultaba fácil olvidar que en el armario había una radio que no te atrevías a encender. Por el contrario, no resultaba tan fácil olvidar que tu esposa, de la que estabas separado pero a la que aún amabas, podía haber muerto, y que tu hijo, al que no solo amabas, sino que adorabas, podía haberse vuelto loco. Sin embargo, el cuerpo tenía sus necesidades, y si existía en el mundo la habitación ideal para echar una siesta, sin duda era aquélla. El pánico se agitó en su interior, pero sin llegar a atacar, y Clay se durmió nada más cerrar los ojos.

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