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La academia Gaiten » 11

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La música procedía de Gaiten, aquel pueblo bonito que Mochila Grande les había recomendado. No sonaba ni mucho menos al volumen del concierto de AC/DC al que Clay había ido en Boston de adolescente y que le había dejado un zumbido en los oídos durante varios días, pero sí lo bastante fuerte para recordarle los conciertos estivales al aire libre a los que asistía con sus padres en South Berwick. De hecho, casi esperaba descubrir que el origen de la música se hallaba en la plaza mayor de Gaiten. Con toda probabilidad, alguna persona entrada en años, no uno de los chiflados telefónicos, sino una persona aturdida por el desastre, se había metido entre ceja y ceja acompañar el éxodo con clásicos populares que sonaban a través de altavoces con pilas.

En efecto, Gaiten tenía plaza mayor, pero estaba desierta salvo por un puñado de refugiados que cenaban tarde o desayunaban temprano a la luz de varias linternas y lámparas de gas. La música procedía de algún lugar situado más al norte. Para entonces, Lawrence Welk había dado paso a alguien que tocaba la trompeta con tal suavidad que resultaba soporífero.

—Es Wynton Marsalis, ¿verdad? —preguntó Clay, deseoso de parar a descansar y consciente de que Alice estaba reventada.

—O él o Kenny G —contestó Tom—. ¿Sabes lo que dice Kenny G al salir del ascensor?

—No, pero estoy seguro de que me lo vas a contar —replicó Clay.

—Dice: «Madre mía, qué marcha hay en este sitio».

—Es tan gracioso que creo que mi sentido del humor está a punto de volatilizarse —suspiró Clay.

—No lo pillo —terció Alice.

—No vale la pena explicarlo —aseguró Tom—. Escuchad, tenemos que parar a descansar. Estoy hecho polvo.

—Yo también —convino Alice—. Creía estar en forma por el fútbol, pero no me tengo en pie.

—Lo mismo digo —se sumó Clay.

Ya habían dejado atrás el distrito comercial de Gaiten y, según los rótulos, Main Street, que coincidía con la Carretera 102, se había convertido en Academy Avenue. Ello no sorprendió a Clay, porque en las afueras del pueblo habían visto un letrero según el cual Gaiten albergaba la histórica Academia Gaiten, una institución acerca de la que Clay había escuchado vagos rumores. Le parecía recordar que era una de esas escuelas privadas típicas de Nueva Inglaterra para niños que no consiguen entrar en Exeter o Milton. Suponía que no tardarían en regresar al país de los Burger Kings, los talleres de coches y los moteles baratos, pero aquel tramo de la 102 aparecía flanqueado por casas muy hermosas. El problema era que ante casi todas ellas había zapatos, en algunos casos hasta cuatro pares.

El flujo de refugiados había menguado de forma considerable porque casi todos ellos habían encontrado cobijo para pasar el día, pero al pasar delante del Citgo de Academy Grove y acercarse a los pilares de piedra que flanqueaban el camino de entrada de la Academia Gaiten, vieron caminar ante ellos a tres personas, dos hombres y una mujer, todos ellos de mediana edad. Mientras andaban por la acera inspeccionaban cada casa en busca de alguna que no tuviera zapatos delante de la puerta principal. La mujer cojeaba mucho, y uno de los hombres le rodeaba la cintura para ayudarla a caminar.

La Academia Gaiten quedaba a la izquierda, y Clay comprobó que era de allí de donde procedía la música, en aquel momento una versión estruendosa y saturada de cuerdas de «Fly Me to the Moon». También reparó en otras dos cosas. La primera era que en aquel lugar había mucha más basura de lo habitual, gran cantidad de bolsas rotas, hortalizas a medio comer, huesos roídos…, casi todo desparramado sobre la grava del camino de entrada. La segunda era que había dos personas de pie allí. Uno de ellos era un anciano encorvado sobre un bastón, y el otro, un niño con una lámpara de pilas entre los pies. No aparentaba más de doce años y dormitaba apoyado contra uno de los pilares. Llevaba lo que parecía un uniforme escolar compuesto de pantalones grises, jersey del mismo color y americana granate con un escudo en la pechera.

Cuando el trío que precedía a Clay y sus amigos pasó por delante de la entrada de la Academia, el anciano, ataviado con una chaqueta de

tweed con coderas, se dirigió a ellos en el tono potente que emplean los profesores para hacerse oír hasta el fondo de las aulas más grandes.

—¡Hola! ¡He dicho hola! ¿Por qué no entran? Podemos ofrecerles refugio, pero lo más importante es que tenemos que…

—No tenemos que nada, señor mío —lo atajó la mujer—. Tengo cuatro ampollas, dos en cada pie, y apenas puedo andar.

—Pero hay mucho sitio… —insistió el anciano.

El hombre en el que se apoyaba la mujer le lanzó una mirada sin duda desagradable, porque el anciano se interrumpió en seco. El trío pasó ante el camino de entrada, los pilares y el letrero colgado de unos anticuados ganchos de hierro forjado en los que se leía:

ACADEMIA GAITEN. FUNDADA EN 1846. Una mente joven es una luz en la oscuridad.

El anciano volvió a encorvarse sobre el bastón, pero al divisar a Clay, Tom y Alice se irguió de nuevo. Pareció a punto de abordarlos, pero por lo visto llegó a la conclusión de que su técnica de conferenciante no funcionaba, así que propinó un golpecito en las costillas de su compañero con la punta del bastón. El chico se incorporó con expresión aturdida mientras a su espalda, donde varios edificios de ladrillo se alzaban en la oscuridad a lo largo de la suave pendiente de una colina, «Fly Me to the Moon» daba paso a una interpretación igualmente tediosa de algo que quizá en su origen hubiera sido «I Get a Kick out of You».

—¡Jordan! —exclamó el anciano—. Te toca a ti. ¡Pídeles que entren!

El chico llamado Jordan dio un respingo, miró parpadeando al anciano y por fin se volvió hacia el segundo trío de desconocidos con una expresión de sombría suspicacia que hizo pensar a Clay en el Conejo Blanco y el Ratón de

Alicia en el país de las maravillas. Quizá se equivocaba de personajes, era lo más probable, pero estaba exhausto.

—Esto…, seguro que dicen lo mismo, señor —afirmó—. Tampoco entrarán. No entrará nadie. Mañana por la noche lo volvemos a intentar. Tengo sueño.

Clay sabía que, a despecho del cansancio, averiguarían qué quería el anciano…, es decir, a menos que Alice y Tom se negaran en redondo. En parte porque el acompañante del anciano le recordaba a Johnny, era cierto, pero sobre todo porque el chaval había llegado a la conclusión de que nadie le ayudaría en aquel nuevo mundo no demasiado feliz; él y el hombre al que llamaba «señor» tendrían que apañárselas solos, porque así eran las cosas. Claro que si eso era cierto, muy pronto ya no quedaría nada que mereciera la pena salvar.

—Vamos —lo instó el anciano al tiempo que volvía a golpearlo con la punta del bastón, aunque sin hacerle daño—. Diles que podemos darles cobijo, que tenemos sitio de sobra, pero que primero tienen que verlo. Alguien tiene que ver esto. Si ellos tampoco quieren entrar, lo dejaremos por esta noche.

—De acuerdo, señor.

El anciano sonrió, dejando al descubierto una generosa dentadura caballuna.

—Gracias, Jordan.

El chico se encaminó hacia ellos a regañadientes, arrastrando los zapatos polvorientos, los faldones de la camisa colgando por debajo del jersey. En una mano sostenía la lámpara, que emitía un leve zumbido. Tenía enormes ojeras y su pelo reclamaba a gritos un lavado.

—¿Tom? —preguntó Clay.

—Averiguaremos qué quiere —dijo Tom—, porque es evidente que tú quieres, pero…

—¿Señores? Disculpen, señores…

—Un momento —le pidió Tom antes de volverse hacia Clay con semblante grave—. Dentro de una hora o quizá menos amanecerá. Así que más vale que el viejo vaya en serio con lo de acogernos.

—Oh, sí, señor —aseguró Jordan, procurando en vano no exteriorizar esperanza—. Hay muchísimo sitio. Cientos de dormitorios comunes, por no hablar de Cheatham Lodge. Tobias Wolff se alojó allí el año pasado. Vino a dar una conferencia sobre su libro

Vieja Escuela.

—Lo he leído —intervino Alice en tono algo perplejo.

—Todos los chicos que no tenían móvil se han ido, y los que sí tenían…

—Ya sabemos lo que les ha pasado —lo atajó Alice.

—Yo estoy becado. Vivía en Holloway y no tenía móvil. Tenía que usar el teléfono del ama de mi residencia cada vez que quería llamar a casa, y los otros chicos se reían de mí por eso.

—Pues ahora más que nunca me parece que quien ríe el último, Jordan… —señaló Tom.

—Sí, señor —asintió el chico, obediente, pero a la luz de la lámpara Clay no detectó ningún indicio de risa en su rostro, tan solo aflicción y fatiga—. ¿Qué les parece si se acercan a conocer al director?

Y aunque también él debía de estar muerto de cansancio, Tom respondió con exquisita cortesía, como si se hallaran en un jardín soleado, tal vez en una merienda para padres de alumnos, en lugar de en la avenida de la Academia salpicada de basura a las cuatro de la madrugada.

—Será un placer, Jordan.

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