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La academia Gaiten » 12

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—Siempre los he llamado interfonos diabólicos —comentó Charles Ardai, jefe del departamento de inglés de la Academia Gaiten desde hacía veinticinco años y director en funciones de todo el centro en el momento de El Pulso.

El anciano subía con sorprendente rapidez por la acera, apoyado en el bastón y sorteando el río de basura que alfombraba el camino central de entrada. Jordan caminaba junto a él sin perderlo de vista, seguido de los otros tres. Jordan temía que el anciano perdiera el equilibrio en cualquier momento. Clay, por su parte, temía que el hombre sufriera un infarto al intentar hablar y al mismo tiempo subir aquella cuesta, por suave que fuera.

—Claro que no lo decía en serio. Era una broma, un chiste, una hipérbole cómica, pero lo cierto es que nunca me han gustado esos trastos, sobre todo en un entorno académico. Podría haber presentado una moción para que los prohibieran del todo en la escuela, pero por supuesto la habrían rechazado. Habría sido como intentar prohibir que suba la marea. —Lanzó varios bufidos antes de proseguir—: Mi hermano me regaló uno cuando cumplí los sesenta y cinco años. Cuando se acabó la batería… —Jadeo, bufido—, no volví a cargarla. Emiten radiaciones, ¿lo sabían? En cantidades minúsculas, es verdad, pero aun así…, una fuente de radiación cerca de la cabeza…, del cerebro…

—Señor, debería esperar hasta que lleguemos a Tonney —advirtió Jordan, y sostuvo a Ardai cuando el bastón del director resbaló sobre una pieza de fruta podrida y lo hizo ladearse por un breve instante (pero peligrosamente) a babor.

—Estoy de acuerdo —convino Clay.

—Sí —asintió el director—. Es solo que… nunca he confiado en ellos, eso es lo que quería decir. Es algo que nunca me ha pasado con el ordenador. Me acostumbré a usarlo en un abrir y cerrar de ojos.

En lo alto de la cuesta, el camino principal del campus se bifurcaba en forma de Y. El brazo izquierdo serpenteaba en dirección a unos edificios que a buen seguro eran residencias, mientras que el de la derecha se dirigía hacia las aulas, un grupo de edificios destinados a la administración y una arcada que relucía blanquecina en la oscuridad. Bajo ella fluía el río de basura orgánica y envoltorios. El director Ardai los condujo hacia allí, sorteando en la medida de lo posible los desechos desparramados por el suelo mientras Jordan le asía el codo. La música, ahora Bette Midler cantando «Wind Beneath My Wings», procedía del otro lado de la arcada, y Clay vio varias docenas de discos compactos tirados entre los huesos de carne y las bolsas vacías de patatas fritas. Empezaba a albergar un mal presentimiento.

—Esto…, señor. Director… Quizá deberíamos…

—No pasa nada —lo interrumpió el director—. ¿Alguna vez jugó a las sillas musicales de pequeño? Seguro que sí. Bueno, pues mientras siga sonando la música, no tenemos nada que temer. Echaremos un vistazo rápido y luego iremos a Cheatham Lodge. Es la residencia del director y está a menos de doscientos metros del campo Tonney.

Clay se volvió hacia Tom, que se encogió de hombros. Alice hizo un gesto de asentimiento.

Jordan había vuelto la cabeza para mirarlos con expresión angustiada y captó aquel intercambio.

—Tienen que verlo —afirmó—. El director tiene razón. Hasta que lo vean no sabrán…

—¿Hasta que veamos qué, Jordan? —inquirió Alice.

Pero Jordan se limitó a mirarla con grandes ojos de niño que relucían en la oscuridad.

—Espera y verás —dijo.

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