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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 1

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Había media docena de manteles de hilo fino en un armario situado al final del pasillo posterior, y uno de ellos hizo las veces de mortaja. Alice se ofreció para coserla, pero se desmoronó hecha un mar de lágrimas cuando su destreza o bien sus nervios demostraron no estar a la altura de la misión. Tom tomó el relevo. Tensó el mantel, dobló los dobladillos para unirlos y los cosió con movimientos rápidos, casi profesionales. Clay pensó que era como ver a un boxeador golpear un saco invisible con la mano derecha.

—Nada de chistes —le advirtió Tom sin levantar la mirada—. Agradezco lo que has hecho arriba, yo no podría haberlo hecho, pero ahora mismo no estoy de humor para un solo chiste, ni siquiera de la variedad inofensiva a lo

Will and Grace. Estoy al borde del colapso.

—Vale —repuso Clay.

De hecho, nada más lejos de su ánimo que bromear. En cuanto a lo que había hecho arriba… En fin, había que sacar la estilográfica del ojo del director; no podían dejarla dentro, así que Clay se había ocupado de ello, desviando la mirada hacia un rincón de la habitación mientras tiraba de ella e intentaba no pensar en lo que hacía ni en por qué costaba tanto. Estuvo a punto de conseguirlo, pero de repente la estilográfica chirrió contra el hueso de la cuenca ocular, y a continuación se oyó una suerte de salpicadura viscosa cuando un objeto se desprendió de la punta torcida de la pluma y cayó sobre el secante. Clay estaba convencido de que recordaría aquel sonido hasta el fin de sus días, pero había conseguido sacar la maldita pluma, y eso era lo que importaba.

Fuera, alrededor de mil locos estaban de pie en el césped entre las ruinas humeantes del campo de fútbol y Cheatham Lodge. Permanecieron allí casi toda la tarde, y hacia las cinco desfilaron en silencio hacia el centro de Gaiten. Clay y Tom bajaron el cadáver amortajado del director por la escalera trasera y lo sacaron al porche. Luego, los cuatro supervivientes se reunieron en la cocina y dieron cuenta de la comida que habían dado en llamar desayuno mientras las sombras se alargaban en el exterior.

Jordan comió con sorprendente apetito. Tenía las mejillas sonrosadas y hablaba con gran animación, sobre todo de su vida en la Academia Gaiten y de la influencia que el director Ardai había ejercido en el corazón y la mente de un adicto a los ordenadores tímido e introvertido de Madison, Wisconsin. La extraordinaria lucidez de sus recuerdos consiguió que Clay se inquietara cada vez más, y al cambiar una mirada con Alice y Tom advirtió que a ellos les sucedía lo mismo. La mente del chaval se tambaleaba al borde de un abismo, pero ¿qué hacer al respecto? No podían enviarlo a un psiquiatra.

En un momento dado, ya de noche, Tom sugirió a Jordan que le convenía descansar. El chico respondió que lo haría, pero después de enterrar al director. Podían sepultarlo en el huerto situado tras la residencia, propuso antes de contarles que el director lo denominaba su «jardín de la victoria», si bien nunca había explicado a Jordan por qué.

—Es el lugar ideal —aseguró con una sonrisa.

Su rostro había adquirido un matiz casi lívido, y los ojos le llameaban de inspiración, buen humor, locura o una combinación de las tres cosas.

—La tierra es blanda, y además era su sitio favorito… al aire libre, quiero decir. ¿Qué os parece? Los locos ya no están, siguen sin salir de noche, eso no ha cambiado, y podemos alumbrarnos con las lámparas de gas. ¿Qué os parece?

—¿Hay palas? —inquirió Tom tras meditar unos instantes.

—Claro que sí, en el cobertizo del huerto. Ni siquiera tenemos que subir a los invernaderos —aseguró Jordan con una carcajada.

—Pues vamos —instó Alice—. Cuanto antes empecemos, antes acabaremos.

—Y luego te acuestas —conminó Clay a Jordan.

—Que sí, que sí —resopló Jordan con aire impaciente antes de levantarse y ponerse a pasear por la estancia—. ¡Vamos, chicos! —exclamó como si los animara a jugar a pillar.

Así pues, cavaron la tumba en el huerto del director tras la residencia, y sepultaron al anciano entre judías y tomates. Tom y Clay bajaron el cadáver amortajado al hoyo, de alrededor de un metro de profundidad. El ejercicio los mantuvo caldeados, de modo que hasta que terminaron no se dieron cuenta del frío que hacía. Las estrellas brillaban con intensidad en el firmamento, pero una densa niebla baja flotaba por la pendiente de la Academia, mientras que la avenida ya aparecía sumergida en un manto blanquecino. Solo los tejados inclinados de las casonas más altas rompían su superficie.

—Ojalá alguien supiera de poesía —comentó Jordan.

Tenía las mejillas más ruborizadas si cabe, pero sus ojos aparecían hundidos en sus cuencas, tiritaba pese a llevar dos jerséis y respiraba entrecortadamente.

—Al director le encantaba la poesía, estaba convencido de que la poesía era lo más grande sobre la faz de la tierra. Era… —La voz de Jordan, tan espeluznantemente alegre hasta entonces, se quebró por fin—. Era tan, tan de la vieja escuela.

Alice lo estrechó contra sí. Por un instante, Jordan intentó zafarse, pero al poco desistió.

—Haremos una cosa —intervino Tom—. Lo taparemos bien para protegerlo del frío, y luego recitaré un poema en su honor. ¿Te parece bien?

—¿De verdad conoce algún poema?

—Pues sí, de verdad.

—Es usted muy inteligente, Tom, gracias.

Y Jordan le dedicó una sonrisa cargada de una gratitud cansina y horrible.

Rellenar la tumba fue un proceso rápido, aunque al final tuvieron que ir a buscar tierra a la parte inferior del huerto para dejarla a nivel. Para cuando terminaron, Clay sudaba con profusión y había empezado a oler. Llevaba mucho tiempo sin ducharse.

Alice había intentado evitar que Jordan ayudara, pero el chaval se zafó de ella y se puso a echar tierra en el hoyo con las manos. Cuando Clay acabó de apisonar la tierra con el dorso de la pala, Jordan tenía los ojos vidriosos por el cansancio y se tambaleaba como un borracho. Pese a ello, se volvió hacia Tom.

—Vamos, lo ha prometido —lo instó.

Clay casi esperaba oírle añadir «Y hazlo bien o te meto una bala entre ceja y ceja», como un bandido homicida en una película de Sam Peckinpah.

Tom se dirigió a un extremo de la tumba; Clay creía que era el superior, pero la fatiga le impedía estar seguro. Ni siquiera recordaba si el nombre de pila del director era Charles o Robert. La niebla se arremolinaba alrededor de los pies y los tobillos de Tom, y se enroscaba en torno a los tallos muertos de las judías. El hombrecillo se quitó la gorra de béisbol, y Alice siguió su ejemplo. Clay se llevó la mano a la cabeza para hacer lo propio, pero de inmediato recordó que no llevaba gorra.

—¡Muy bien! —exclamó Jordan con una sonrisa enloquecida—. ¡Fuera gorras! ¡Todos a descubrirse en honor al director!

El chiquillo no llevaba gorra, pero pese a ello emuló el gesto de descubrirse y agitar una gorra imaginaria en el aire. Clay temió de nuevo por la cordura de Jordan.

—¡Y ahora el poema! ¡Adelante, Tom!

—De acuerdo —repuso Tom—, pero tienes que guardar silencio y mostrar respeto.

Jordan se llevó un dedo a los labios para indicar que lo comprendía, y Clay advirtió en sus ojos afligidos que todavía no había perdido el juicio. Había perdido a su amigo, pero no el juicio.

Intrigado, aguardó a ver cómo procedía Tom. Esperaba algún poema de Frost o quizá un pasaje de Shakespeare (sin duda el director habría aprobado la elección de un fragmento de Shakespeare, aun cuando tan solo fuera «¿Cuándo volveremos a vernos las tres?»), o tal vez un Tom McCourt extemporáneo. Lo que no esperaba era lo que brotó de los labios de Tom en versos contenidos y murmurados.

—Y tú, Señor, no te niegues a tener compasión de nosotros; que tu amor y tu fidelidad nos protejan sin cesar. Porque estamos rodeados de tantos males, que es imposible contarlos. Las culpas nos tienen atrapados y ya no alcanzamos a ver: son más que los cabellos de nuestra cabeza, y nos faltan las fuerzas. Líbranos, Señor, por favor; Señor, ven pronto a socorrernos.

Alice sujetaba la zapatilla y sollozaba al pie de la tumba con la cabeza inclinada. Sus lamentos eran rápidos y discretos.

Tom prosiguió, con una mano extendida sobre la tumba, la palma abierta, los dedos doblados.

—Que se avergüencen y sean humillados los que quieren acabar con nuestra vida, como ha acabado ésta. Que retrocedan confundidos los que desean nuestra ruina; queden pasmados de vergüenza los que se ríen de nosotros. Aquí yacen los muertos, polvo de la tierra…

—¡Lo siento tanto, director! —exclamó Jordan con voz temblorosa y quebrada—. Lo siento mucho, no es justo, señor, siento tanto que haya muerto…

De repente, los ojos se le quedaron en blanco, y se desplomó sobre la tumba reciente. La niebla lo envolvió con sus dedos codiciosos.

Clay lo levantó y le tocó el cuello para palparle el pulso, que latía fuerte y regular.

—Solo se ha desmayado. ¿Qué estás recitando, Tom?

—Una adaptación más bien libre del Salmo 40 —repuso Tom con aire algo avergonzado—. Llevémoslo adentro…

—No —objetó Clay—. Si no es demasiado largo, acaba.

—Sí, por favor —convino Alice—. Acábalo, es precioso, como un bálsamo.

Tom se volvió de nuevo hacia la tumba y pareció recobrar la compostura, aunque tal vez solo intentaba recordar dónde se había quedado.

—Aquí yacen los muertos, polvo de la tierra, y aquí estamos los vivos. Somos pobres y miserables; Señor, piensa en nosotros; tú eres nuestra ayuda y nuestro libertador, ¡no tardes, Dios mío! Amén.

—Amén —contestaron Clay y Alice al unísono.

—Entremos al chico —sugirió Tom—. Aquí fuera hace un frío de cojones.

—¿Eso lo aprendiste de las beatas de la Primera Iglesia de Cristo Redentor de Nueva Inglaterra? —preguntó Clay.

—Por supuesto —asintió Tom—. Muchos salmos de memoria y otros tantos de postre. También aprendí a mendigar por las esquinas y parabrisear un aparcamiento de Sears entero en solo veinte minutos con

Un millón de años en el Infierno sin un solo trago de agua. Vamos a acostar al niño. Apuesto algo a que dormirá hasta las cuatro de la tarde y cuando despierte se encontrará mucho mejor.

—¿Y si el tipo de la mejilla desgarrada viene y descubre que seguimos aquí a pesar de que nos dijo que nos fuéramos? —terció Alice.

A Clay le pareció una buena pregunta, pero no le hizo falta meditarla demasiado. O el Hombre Andrajoso les concedía otro día de gracia o no. Mientras cogía a Jordan de los brazos de Tom y lo llevaba arriba para acostarlo, Clay se dijo que estaba demasiado cansado para preocuparse por el asunto.

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