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No había armas en la primera casa en la que entró, pero sí una linterna de caño largo, con la que Clay alumbraba a todos los telefónicos aturdidos con que se encontraba y a los que invariablemente formulaba la misma pregunta, procurando al mismo tiempo transmitírsela con el pensamiento: ¿

Has visto a un niño? No obtuvo respuesta, y tan solo oía fragmentos lejanos de pensamiento en la cabeza.

En la segunda casa encontró un Dodge Ram en buen estado, pero no se atrevió a cogerlo. Si Johnny estaba en la carretera, sin duda iría a pie. Si Clay iba en coche, corría el riesgo de no verlo aun cuando condujera despacio. En la despensa encontró una lata de jamón, que abrió con el abrelatas que llevaba incorporado y empezó a comer al reanudar el viaje. Estaba a punto de tirar los restos a la maleza una vez saciado cuando vio a un telefónico anciano de pie junto a un buzón, observándolo con expresión triste y hambrienta. Clay le tendió el jamón, y el hombre lo cogió. Acto seguido, con voz clara y lenta, intentando visualizar mentalmente a Johnny, le preguntó:

—¿Ha visto a un niño?

El anciano masticó un bocado de jamón mientras parecía reflexionar.

—Ganna de wichi —respondió al fin.

—De wichi —repitió Clay—. Ya, gracias.

Y siguió caminando.

En el sótano de la tercera casa, situada alrededor de un kilómetro y medio más al sur, encontró un .30-30 y tres cajas de balas. En la cocina vio un teléfono móvil insertado en su cargador sobre el mostrador. Por descontado, el cargador no funcionaba, pero al pulsar la tecla de encendido del teléfono, el aparato emitió un pitido y se activó. Tan solo había una línea de cobertura, pero no le sorprendió. El punto de conversión de los telefónicos se hallaba en el límite de la zona conectada.

Se dirigió hacia la puerta con el rifle cargado en una mano, la linterna en la otra y el teléfono sujeto al cinturón cuando la fatiga se adueñó de él. Dio un traspié lateral, como si lo hubieran golpeado con un martillo. Quería seguir adelante, pero el escaso sentido común que su mente exhausta le permitía ejercer lo convenció de que debía dormir, y quizá dormir fuera incluso una buena idea. Si Johnny andaba por ahí fuera, probablemente también dormía a aquellas horas.

—Pásate al turno de día, Clayton —masculló—. No vas a encontrar una mierda en plena noche con solo una linterna.

Era una casa pequeña, el hogar de un matrimonio anciano, a juzgar por las fotos del salón, por el hecho de que solo tuviera un dormitorio y por las barandillas que rodeaban el retrete en el único baño de la vivienda. La cama estaba hecha con pulcritud. Clay se tumbó sin abrirla tras quitarse tan solo los zapatos. Y en cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada, el cansancio se apoderó de él como un peso físico. No alcanzaba siquiera a imaginarse la posibilidad de levantarse. El dormitorio emitía cierta fragancia,

el saquito de olor de una anciana, pensó,

olor a abuela, casi tan cansado como él se sentía. Tumbado en medio de aquel silencio, la matanza del recinto de la Expo se le antojaba lejana e irreal, como una idea para un cómic que jamás llegaría a escribir.

Demasiado cruenta. «Cíñete al

Caminante Oscuro», habría dicho tal vez Sharon…, la dulce Sharon de antes. «Cíñete a los vaqueros del apocalipsis».

Su mente pareció desprenderse de su cuerpo y flotar sobre él. Planeó indolente, sin premura alguna, hacia las tres personas despidiéndose junto a la furgoneta de Expertos en Depuración de Aguas Tyco, justo antes de que Tom y Jordan subieran de nuevo al vehículo. Jordan había repetido lo que dijera en Gaiten acerca de que el cerebro humano no era más que un gran disco duro que El Pulso había borrado. Jordan había dicho que El Pulso había surtido en el cerebro humano el mismo efecto que un pulso electromagnético.

«No queda más que el núcleo», había explicado Jordan. «Y el núcleo era el asesinato. Pero puesto que el cerebro es un disco duro orgánico, ha empezado a reconstruirse, a reiniciarse. Lo que pasa es que había un fallo en el código de la señal. No tengo pruebas de ello, pero estoy convencido de que la conducta de rebaño, la telepatía y la levitación son consecuencia de ese fallo. El fallo existe desde el principio y por eso se convirtió en parte del reinicio. ¿Lo entendéis?».

Clay había asentido, al igual que Tom. El chiquillo se los quedó mirando, el rostro manchado de sangre, agotado y solemne.

«Pero mientras tanto, El Pulso sigue latiendo, ¿no? Porque en alguna parte hay un ordenador que funciona con una batería y que sigue ejecutando ese programa. El programa está corrupto, de modo que el fallo que contiene muta sin cesar. A la larga es posible que la señal deje de emitirse o que el programa se corrompa tanto que acabe cerrándose. Pero entretanto…, es posible que puedas usarlo. Solo digo que es posible, ¿entiendes? Todo depende de si los cerebros hacen lo que los ordenadores bien protegidos hacen cuando son alcanzados por un pulso electromagnético».

Tom le había preguntado qué significaba aquel término, y Jordan le había dedicado una leve sonrisa.

«Guardan todos los datos en el sistema. Si pasa lo mismo con las personas y pudieras borrar el programa de los telefónicos, es posible que el antiguo programa acabara reiniciándose».

—Se refería a la programación humana —murmuró Clay en el oscuro dormitorio, percibiendo aquel tenue y dulce aroma a saquitos perfumados—. El programa humano…, guardado en las profundidades del sistema.

Estaba a punto de dormirse. Esperaba no soñar con la matanza de la Expo de los Condados del Norte.

Lo último que pensó antes de conciliar el sueño fue que tal vez a la larga los telefónicos habrían mejorado. Sí, habían nacido en la violencia y en el horror, pero por regla general el nacimiento siempre era difícil, a menudo violento y en ocasiones horrible. Una vez instaurada la conducta de rebaño y la colectivización de las mentes, la violencia había remitido. Por lo que Clay sabía, no habían declarado la guerra a los normales, a menos que la conversión forzosa se considerara una acción bélica. Las represalias resultantes de la exterminación de sus rebaños habían sido espeluznantes, pero comprensibles. Si los hubieran dejado en paz, tal vez habrían acabado convirtiéndose en mejores guardianes de la tierra que los denominados «normales». En cualquier caso, no habrían matado por comprarse un todoterreno devoracombustible siendo como eran capaces de levitar (y dotados como estaban de un apetito consumista más que discreto). Pero ¡si incluso sus gustos musicales habían mejorado!

Pero no teníamos otra opción, se recordó Clay.

La supervivencia es como el amor. Ambos son ciegos.

Al poco lo venció el sueño, y en él no apareció la matanza de la Expo, sino de nuevo una carpa de bingo, y cuando el locutor anunció el número B-12 («La vitamina del sol»), sintió un tirón en la pernera de los pantalones. Al mirar bajo la mesa vio a Johnny, que lo miraba con una sonrisa. Y en alguna parte sonaba un móvil.

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