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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 3

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A las ocho de la mañana, Clay estaba sentado en un banco en un extremo del jardín de la victoria del director, diciéndose que de no estar tan hecho polvo movería el culo y confeccionaría algún tipo de marca para su tumba. No duraría mucho, pero el hombre se lo merecía, al menos por haber cuidado de su último alumno. El problema residía en que no sabía si sería siquiera capaz de levantarse, entrar en la casa y despertar a Tom para que lo relevara.

No tardarían en tener un hermoso y frío día de otoño, de aquellos pensados para recolectar manzanas, preparar sidra y jugar al fútbol en el jardín. Por el momento, la niebla seguía siendo espesa, pero el sol brillaba con fuerza por entre su manto, transformando el mundo diminuto donde Clay estaba sentado en un paraje blanco nuclear. El aire estaba impregnado de gotitas suspendidas, y centenares de arco iris danzaban ante sus ojos fatigados.

De repente, algo rojo se materializó en medio de toda aquella blancura. Por un instante, la sudadera con capucha del Hombre Andrajoso pareció flotar sola, pero al poco, a medida que subía por el huerto hacia Clay, el rostro y las manos marrones de su sueño aparecieron por encima y por debajo de ella. Esa mañana, el Hombre Andrajoso llevaba puesta la capucha, que enmarcaba el corte en forma de sonrisa y aquellos espeluznantes ojos ni muertos ni vivos.

Frente despejada de intelectual, surcada por otro corte.

Vaqueros mugrientos y deformados, desgarrados en los bolsillos y llevados durante más de una semana seguida.

HARVARD sobre el pecho escuálido.

El .45 de Beth Nickerson estaba en la funda improvisada que Alice le había confeccionado, pero Clay ni lo tocó. El Hombre Andrajoso se detuvo a unos tres metros de él, sobre la tumba del director, y Clay dedujo que no era casual.

—¿Qué quieres? —preguntó al Hombre Andrajoso, y de inmediato se contestó a sí mismo—. Hablarte.

Mudo de asombro, Clay se quedó mirando al Hombre Andrajoso. Había esperado telepatía o nada. El Hombre Andrajoso sonrió… en la medida que podía sonreír con el labio inferior partido, y extendió las manos como si dijera que aquello no había sido nada.

—Pues di lo que tengas que decir —lo instó Clay.

Intentó prepararse para que el Hombre Andrajoso le secuestrara la voz por segunda vez, pero descubrió que resultaba imposible prepararse para algo así. Era como haberse convertido en un muñeco sonriente de madera sentado sobre las rodillas de un ventrílocuo.

—Marchaos. Esta noche.

Clay se concentró un instante.

—¡Cállate! ¡Basta! —exclamó.

El Hombre Andrajoso esperó con aire paciente.

—Creo que puedo evitar que entres si me lo propongo —prosiguió Clay—. No estoy seguro, pero creo que sí.

El Hombre Andrajoso se lo quedó mirando como si dijera «Avísame cuando acabes».

—Sigue —dijo Clay antes de añadir—: Podría traer. Más. He venido. Solo.

Clay consideró la idea de la voluntad del Hombre Andrajoso unida a la del rebaño entero y admitió que la criatura tenía razón.

—Marchaos. Esta noche. Norte.

Clay esperó y cuando se cercioró de que el Hombre Andrajoso había acabado con su voz, al menos por el momento, dijo:

—¿Adónde? ¿Por qué?

Esta vez no surgieron palabras, sino una imagen repentina ante sus ojos. Era tan vivida que no sabía si la estaba visualizando mentalmente o si, de algún modo, el Hombre Andrajoso la había conjurado para que apareciera en la reluciente pantalla de niebla. Era lo que habían visto garabateado en tiza rosa en medio de Academy Avenue:

KASHWAK=NO-FO

—No lo entiendo —dijo.

Pero el Hombre Andrajoso ya se alejaba. Por un instante, Clay vio su sudadera roja flotando de nuevo en la niebla antes de desaparecer. A Clay le quedó el magro consuelo de que de todos modos ya se dirigían al norte y de que acababan de concederles otro día de gracia, lo cual significaba que no hacía falta montar guardia. Decidió acostarse y dejar dormir a los demás.

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