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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 8

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De nuevo estaba de pie sobre una plataforma en medio de aquel maldito campo, inmovilizado de algún modo, el centro de todas las miradas. Contra el horizonte se recortaba la silueta esquelética coronada por una luz roja parpadeante. El lugar era mayor que Foxboro. Sus amigos estaban con él, pero no estaban solos. Se veían varias plataformas similares alineadas a lo largo del espacio abierto. A la izquierda de Tom había una mujer embarazada vestida con una camiseta de Harley-Davidson con las mangas cortadas. A la derecha de Clay, un caballero entrado en años, no tan anciano como el director, pero casi, con el cabello gris recogido en una cola y un rictus asustado en el rostro algo caballuno e inteligente. Algo más lejos, un hombre más joven tocado con una gastada gorra de los Miami Dolphins.

Clay vio a personas a las que conocía entre los miles de espectadores que abarrotaban las gradas. No le sorprendió. A fin de cuentas, ¿no era lo que solía pasar en los sueños? En un momento dado estabas metido en una cabina de teléfono con tu profesor de primero y de repente te encontrabas dándote el lote con las tres integrantes de Destiny’s Child en el mirador del Empire State.

Las integrantes de Destiny’s Child no aparecían en su sueño, pero Clay veía al joven desnudo que blandía las antenas de coche (aunque ahora vestía pantalones y una camiseta blanca limpia), y también al hombre de la mochila que había llamado «señorita» a Alice, así como a la abuelita coja. Esta última señalaba a Clay y sus amigos, que se encontraban más o menos en la línea de las cincuenta yardas, y de inmediato se volvía para hablar con la mujer que caminaba junto a ella y que, según observaba Clay sin sorpresa alguna, era la nuera embarazada del señor Scottoni. «Son los de Gaiten», decía la abuelita coja, y la nuera embarazada del señor Scottoni contraía los labios en una mueca de desprecio.

«¡Socorro!», gritaba la mujer presa junto a Tom a la nuera del señor Scottoni. «¡Quiero tener a mi bebé igual que tú! ¡Socorro!».

«Deberías haberlo pensado cuando aún estabas a tiempo», replicaba la nuera del señor Scottoni, y al igual que en el sueño anterior, Clay comprendía que nadie hablaba, que toda aquella comunicación era telepática.

El Hombre Andrajoso empezaba a pasar revista a la fila, apoyando una mano sobre la cabeza de cada persona ante la que pasaba. Procedía como Tom junto a la tumba del director, con la palma extendida y los dedos curvados. Clay distinguía alguna suerte de pulsera de identificación en la muñeca del Hombre Andrajoso, tal vez una de aquellas alarmas médicas. También reparó de repente en que había electricidad en el estadio, cuyos focos brillaban cegadores. Asimismo comprobó que si el Hombre Andrajoso alcanzaba a posarles la mano en la cabeza, pese a que los prisioneros estaban sobre las plataformas, era porque el Hombre Andrajoso no caminaba por el suelo, sino a más de un metro de altura.

«

Ecce homo insanas», recitaba. «

Ecce femina insana».

Y en cada ocasión, la multitud gritaba «¡NO TOCAR!» al unísono, tanto la gente del teléfono como los normales. Porque ya no existía diferencia alguna entre ellos. En el sueño de Clay, todos eran iguales.

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