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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 12

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De algún modo, Gunner y Harold debían de haberlos adelantado, quizá asumiendo el riesgo de recorrer ocho o diez kilómetros de día, mientras Clay, Tom, Alice y Jordan dormían en el motel State Line, situado a unos doscientos metros más allá de la frontera de Maine. Tal vez se habían atrincherado en el área de descanso de Salmon Falls y habían ocultado su vehículo nuevo entre la media docena de coches abandonados allí, pero lo cierto era que daba igual. Lo que importaba era que los habían adelantado para esperar a que pasaran y luego atacar.

Clay apenas reparó en el sonido del motor ni en el comentario de Jordan de que se acercaba un velocista. Se hallaba en territorio conocido, y a medida que pasaban ante los lugares que le resultaban tan familiares, como la marisquería Freneau, a tres kilómetros al este del motel State Line, la heladería Shaky s Tasty Freeze, situada justo enfrente, y la estatua del general Joshua Chamberlain en la diminuta plaza mayor de Turnbull, se acentuaba la sensación de estar inmerso en un sueño muy vivido. No comprendió qué pocas esperanzas había depositado en volver a ver su hogar hasta divisar el enorme cucurucho de plástico que coronaba la heladería, una silueta cuya punta rizada se recortaba contra las estrellas, tan prosaica y exótica como salida de la pesadilla de un loco.

—Hay bastantes obstáculos para un velocista —comentó Alice.

Se hicieron a un lado de la carretera cuando los faros aparecieron en lo alto de la cuesta a su espalda. Había una camioneta blanca volcada sobre la línea divisoria. Clay pensó que existía la posibilidad de que el vehículo que se acercaba chocara contra ella, pero los faros se desviaron hacia la izquierda un instante después de llegar a lo alto de la cuesta. El velocista esquivó la camioneta con facilidad y condujo unos segundos por la cuneta antes de volver a la calzada. Más tarde, Clay dedujo que Gunner y Harold debían de haber reconocido aquel tramo de carretera para luego prever los arrecifes.

Se quedaron mirando el coche. Clay era quien estaba más cerca de los faros, Alice estaba a su izquierda, y Tom y Jordan, a la izquierda de Alice. Tom rodeaba los hombros del chico con el brazo.

—Madre mía, cómo viene —observó Jordan sin alarma alguna.

Tampoco Clay estaba alarmado ni barruntaba lo que sucedería. De hecho, había borrado por completo de su mente a Gunner y Harold.

Vio un coche deportivo, quizá un MG, aparcado a medias en la calzada y a medias fuera de ella, a unos veinte metros de donde se encontraban. Harold, que conducía el bólido, hizo una maniobra brusca para esquivarlo. No se desplazó mucho, pero quizá sí lo suficiente para dar al traste con la puntería de Gunner…, o no. Quizá Clay no era el objetivo de Gunner. Quizá era a Alice a quien pretendía alcanzar.

Iban en un Chevrolet de aspecto anodino. Gunner se había arrodillado en el asiento trasero y estaba asomado a la ventanilla hasta la cintura, sosteniendo en las manos un pedrusco de hormigón. Profirió un grito inarticulado que parecía sacado de los bocadillos de los cómics que Clay había dibujado como artista

freelance, algo así como «¡Yahahhhhh!», y arrojó el pedrusco. Tras un recorrido breve y mortífero en la oscuridad, golpeó a Alice en un lado en la cabeza. Clay jamás olvidó el sonido. La linterna que Alice llevaba y que sin duda la había convertido en un blanco perfecto, aunque todos llevaban una, salió despedida de su mano y proyectó un cono de luz sobre el asfalto, alumbrando guijarros y un fragmento de protector de faro trasero que refulgía como un rubí falso.

Clay cayó de rodillas junto a ella sin dejar de gritar su nombre, pero no se oía a sí mismo a causa del traqueteo de Míster Rápido, que por fin se estrenaba. Los relámpagos del cañón iluminaban la noche como un foco estroboscópico, y a su luz Clay distinguió la sangre que le resbalaba por el lado izquierdo,

Dios mío, qué cara, en un torrente.

De repente, el fuego cesó.

—¡El cañón se me ha ido hacia arriba! —gritaba Tom—. ¡No podía bajarlo! ¡Creo que he vaciado todo el puto cargador en el cielo!

—¿Está herida? ¿Le ha dado? —gritaba Jordan.

Clay recordaba el momento en que Alice se había ofrecido a limpiar con agua oxigenada y vendar la frente de Gunner. «Pero mejor eso que una infección, ¿verdad?», había dicho. Tenía que detener la hemorragia. Tenía que detenerla de inmediato. Se quitó la chaqueta y el jersey que llevaba debajo.

Usaría el jersey para envolverle la cabeza como si fuera un puto turbante.

El haz errante de la linterna de Tom alumbró el pedrusco de hormigón y se detuvo; estaba impregnado de sangre y cabellos. Al verlo, Jordan empezó a gritar. Jadeante y sudoroso a pesar del frío de la noche, Clay envolvió la cabeza de Alice en el jersey. La tela quedó empapada al instante, y tenía la sensación de llevar unos guantes calientes y mojados. Al poco, la luz de la linterna se posó sobre Alice, en su cabeza envuelta en el jersey hasta la nariz, de modo que parecía la prisionera de una banda de islamistas radicales en una foto de internet, en su mejilla (lo que quedaba de ella), en el cuello cubierto de sangre… Los gritos de Tom se unieron a los de Jordan.

Ayudadme, quería suplicarles Clay.

Dejad de gritar y ayudadme. Pero de su garganta no brotó sonido alguno, y lo único que pudo hacer fue presionar el jersey empapado contra el costado herido de su cabeza, mientras recordaba que también sangraba el día que la conoció y pensaba que en aquella ocasión no había sido nada, no había sido nada.

Las manos de Alice sufrían espasmos involuntarios, y sus dedos levantaban nubecillas de tierra de la cuneta.

Que alguien le dé la zapatilla, pensó Clay, pero la zapatilla estaba guardada en la mochila, y Alice estaba tendida sobre la mochilla, tendida con la cabeza aplastada por alguien empeñado en saldar una pequeña cuenta. Advirtió que también sus pies temblaban espasmódicos y que la sangre seguía brotando de la herida y empapándole las manos a través del jersey.

Aquí estamos, en el fin del mundo, se dijo. Alzó la mirada hacia el cielo y divisó la estrella vespertina.

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