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Kent Pond » 1

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Su antigua casa, la casa en la que vivían Johnny y Sharon en el momento de El Pulso, se encontraba en Livery Lane, dos manzanas al norte del semáforo apagado que marcaba el centro de Kent Pond. Era la clase de vivienda que algunos anuncios inmobiliarios adornaban con términos del estilo «muchas posibilidades» o «ideal parejas jóvenes». Antes de la separación, Clay y Sharon siempre bromeaban que su casa «ideal parejas jóvenes» acabaría convirtiéndose en su vivienda definitiva. Y cuando Sharon se quedó embarazada hablaron de llamar al bebé Olivia si resultaba ser lo que ella llamaba «la persuasión femenina». Decía que así tendrían a la única Liwie de Livery Lane. Cómo los hacía reír aquello.

Clay, Tom y Jordan, un Jordan pálido, un Jordan taciturno y callado que por lo general solo respondía a las preguntas cuando se las repetían dos y hasta tres veces, llegaron al cruce de Main con Livery poco después de medianoche un día ventoso de la segunda semana de octubre. Clay se quedó mirando como enloquecido la señal de stop situada en la esquina de su antigua calle, a la que había ido solo de visita durante los últimos cuatro meses. Ahí seguían las palabras

ENERGÍA NUCLEAR escritas con aerosol, como antes de que se fuera a Boston. STOP…

ENERGÍA NUCLEAR. STOP…

ENERGÍA NUCLEAR. No le hallaba el sentido. Le quedaba claro que no era cuestión de sentido, sino tan solo una declaración política ingeniosa (si buscaba bien, a buen seguro encontraría las mismas palabras en montones de señales de stop por todo el pueblo y quizá incluso en Springvale y Acton), pero lo que no alcanzaba a comprender era que aquello siguiera igual en un mundo que había cambiado tanto. Lo embargó la sensación de que si miraba las palabras STOP…

ENERGÍA NUCLEAR con suficiente intensidad y desesperación, se abriría una especie de túnel del tiempo y podría viajar a un pasado donde nada de aquello hubiera sucedido. Nada de aquel horror.

—Clay —dijo Tom—, ¿estás bien?

—Ésta es mi calle —repuso Clay como si aquello lo explicara todo, y sin apenas darse cuenta, echó a correr.

Livery Lane era una calle sin salida, al igual que todas las calles en aquella parte del pueblo, que iban a morir en el flanco de Kent Hill, una especie de colina erosionada. Los robles se cernían sobre la calle alfombrada de hojas muertas que crujían bajo sus pies. También había muchos coches abandonados y dos unidos por los parachoques en un forzado beso mecánico.

—¿Adónde va? —exclamó Jordan.

Clay se encogió al detectar el temor en la voz de Jordan, pero no podía detenerse.

—No pasa nada, déjalo —lo tranquilizó Tom.

Clay sorteó los coches parados mientras el haz de su linterna se balanceaba enloquecido ante él. En uno de sus recorridos, la luz dio de lleno en el rostro del señor Kretsky. El señor Kretsky siempre le daba una piruleta a Johnny los días que le tocaba cortarse el pelo cuando aún era Johnny-Gee, un chavalín que gritaba «Pa-pa mi-mí» cuando sonaba el teléfono. El señor Kretsky yacía sobre la acera delante de su casa, medio sepultado bajo una capa de hojas de roble caídas, y por lo visto su nariz había desaparecido.

Que no los encuentre muertos. Aquel pensamiento le martilleaba la mente una y otra vez.

Después de lo de Alice no, por favor, que no los encuentre muertos. Y a continuación, a su pesar (pero en momentos de tensión extrema la mente casi siempre decía la verdad):

Y si tengo que encontrar muerto a alguien, que sea a ella.

Su casa era la última a la izquierda, como siempre recordaba a Sharon con una sonrisa oportunamente espeluznante, incluso cuando el chiste ya no hacía gracia, y el sendero de entrada ascendía en diagonal hasta el pequeño cobertizo reformado en el que a duras penas cabía un coche. Clay se había quedado casi sin resuello, pero no aflojó el paso. Corrió sendero arriba, levantando hojas secas con los pies, sintiendo los pinchazos del flato en el costado derecho, percibiendo un sabor metálico en la boca hambrienta de oxígeno. Por fin levantó la linterna y alumbró el interior del garaje.

Vacío. ¿Buena o mala señal? Ésa era la cuestión.

Giró sobre sus talones, vio los haces de las linternas de Tom y Jordan bamboleándose en su dirección y alumbró la puerta trasera de su casa. El corazón le dio un vuelco. Subió a grandes zancadas los tres escalones que lo separaban del umbral, dio un traspié y a punto estuvo de romper la puerta de seguridad al arrancar la nota sujeta solo por una esquina con cinta adhesiva. Si hubieran llegado una hora más tarde, o quizá tan solo media hora, tal vez el viento inquieto la habría arrancado y transportado muy lejos. Habría podido matarla por no ser más cuidadosa, aquella clase de negligencia era tan típica de Sharon, pero al menos…

La nota no era de su mujer.

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