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No era mucho a lo que aferrarse, pensó al cabo de una semana, tan solo un sonido que quizá hubiera sido una palabra, una palabra que quizá hubiera sido «papi».

El niño dormía ahora en un camastro en el vestidor de un dormitorio, en parte porque allí era donde se acostaba y en parte porque Clay estaba cansado de sacarlo una y otra vez de debajo de la cama. Los confines casi uterinos del vestidor parecían infundirle seguridad. Quizá aquello formaba parte de la conversión a la que él y los demás se habían sometido. Menuda conversión; los telefónicos de Kashwak habían transformado a su hijo en un imbécil atormentado sin siquiera un rebaño en el que sostenerse.

En el exterior, la nieve caía desde un cielo vespertino color gris plomo. Un viento frío la empujaba a lo largo de la oscura calle principal de Springvale en una sucesión de serpientes onduladas. Parecía demasiado pronto para las primeras nieves, pero no lo era, sobre todo en el norte. Cuando comenzaba a nevar antes de Acción de Gracias, todo el mundo se quejaba, y cuando empezaba antes de Halloween, todo el mundo se quejaba el doble hasta que alguien se encargaba de recordarles que vivían en Maine, no en Capri.

Se preguntó dónde estarían Tom, Jordan, Dan y Denise aquella noche. Se preguntó cómo se las arreglaría Denise cuando llegara el momento de traer a su bebé al mundo. Se dijo que, con toda probabilidad, todo iría bien, porque Denise era un hueso duro de roer. Se preguntó si Tom y Jordan pensarían en él con tanta frecuencia como él pensaba en ellos, si lo echaban de menos tanto como él a ellos, la mirada solemne de Jordan, la sonrisa irónica de Tom. Aún no había visto esa sonrisa suficientes veces ni de lejos; a fin de cuentas, lo que habían vivido en los últimos tiempos no había sido demasiado gracioso.

Se preguntó si la semana que había pasado con su hijo roto había sido la más solitaria de su vida, y llegó a la conclusión de que, a buen seguro, así era.

Clay bajó la mirada hacia el teléfono móvil que tenía en la mano. Era el objeto que más ocupaba sus pensamientos, con diferencia. ¿Debía hacer una última llamada? Cuando lo encendió aparecieron líneas de cobertura en la pantalla, tres hermosas líneas, pero la batería no duraría eternamente, lo sabía muy bien. Tampoco podía contar con que El Pulso durara eternamente. Las baterías que ahora transmitían la señal a través de los satélites, si es que era eso lo que había sucedido y seguía sucediendo, podían agotarse. O bien El Pulso podía transformarse en una simple onda transmisora, un zumbido vacuo o la clase de chillido estridente que oías cuando marcabas por error un número de fax.

Nieve. Nieve el 21 de octubre. ¿Era el 17? Había perdido la noción del tiempo. Lo que sí sabía con certeza era que los telefónicos morirían a la intemperie, y cada noche serían más. Johnny también habría muerto si Clay no lo hubiera buscado y encontrado.

La cuestión era: ¿Qué había encontrado?

¿Qué había salvado?

Piii.

¿Papi?

Quizá.

El niño no había articulado nada que se pareciera siquiera remotamente a una palabra desde entonces. Se había mostrado dispuesto a acompañar a Clay…, pero siempre con cierta tendencia a desviarse en otra dirección. Cuando lo hacía, Clay se veía obligado a agarrarlo como quien agarra a un niño pequeño que intenta escabullirse en el aparcamiento del supermercado. Cada vez que lo asió, Clay no podía evitar pensar en un robot con cuerda que tenía de pequeño, un juguete que siempre hallaba el modo de empotrarse contra un rincón y quedarse ahí subiendo y bajando los pies en vano hasta que volvías a colocarlo en el centro de la habitación.

Johnny opuso resistencia y pareció sucumbir al pánico cuando Clay encontró un coche con las llaves puestas, pero en cuanto le puso el cinturón de seguridad y arrancó, Johnny se tranquilizó y dio la impresión de quedar como hipnotizado. Incluso localizó el botón que bajaba la ventanilla, cerró los ojos, levantó un poco la cabeza y dejó que el viento le azotara el rostro. Al ver el viento alborotar el cabello largo y sucio de su hijo, Clay pensó:

Que Dios me perdone, es como ir en coche con un perro.

Llegaron a un arrecife que no pudieron sortear, y al ayudar a Johnny a apearse, Clay descubrió que se había orinado en los pantalones.

Ha perdido el control de los esfínteres además del habla, pensó trastornado.

Por el amor de Dios. Resultó ser cierto, pero las consecuencias no eran tan complicadas ni lúgubres como Clay había imaginado. Johnny había perdido el control de los esfínteres, pero si parabas el coche y lo llevabas al campo, orinaba si tenía ganas y se ponía en cuclillas para defecar si se terciaba, con una mirada soñadora vuelta hacia el suelo, tal vez siguiendo el rumbo de los pájaros que lo surcaban, o tal vez no.

Había perdido el control de los esfínteres, pero estaba adiestrado para no hacérselo todo encima dentro de casa. Una vez más, Clay se sorprendió pensando en los perros que había tenido a lo largo de su vida.

Solo que los perros no se despertaban ni se pasaban un cuarto de hora gritando en plena noche.

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