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Kent Pond » 3

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El ayuntamiento se encontraba en el cruce de las calles Pond y Mili, delante del parque municipal y el pequeño lago al que la población debía su nombre[2]. El aparcamiento aparecía casi desierto salvo por las plazas reservadas a los empleados, porque las dos calles que conducían hasta el gran edificio blanco de estilo Victoriano estaban atestadas de coches abandonados. La gente se había acercado todo lo posible en coche para luego recorrer a pie el resto del camino. Para los rezagados como Clay, Tom y Jordan, el avance resultaba lento y farragoso. En las dos manzanas más cercanas al ayuntamiento, ni siquiera las cunetas de césped estaban limpias de vehículos. Vieron media docena de autobuses quemados, algunos de los cuales aún humeaban.

Clay había cubierto el cadáver del chico en Livery Lane, que en efecto era el amigo de Johnny, George, pero no podían hacer nada por los numerosos cuerpos hinchados y descompuestos con los que se toparon mientras se dirigían a paso de tortuga hacia el ayuntamiento de Kent Pond. Había centenares, pero en la oscuridad Clay no vio ningún rostro conocido. Tal vez tampoco habría visto ninguno en pleno día, porque los cuervos se habían dado un buen festín en los últimos diez días.

Sus pensamientos no dejaban de vagar hacia George Gendron, tendido de bruces sobre un gran coágulo de hojas ensangrentadas. En su nota, John decía que George y Mitch, su otro buen amigo en séptimo, estaban con él. De modo que lo que le había ocurrido a George había sucedido después de que Johnny pegara la nota a la puerta de protección y los tres se fueran de la casa de los Riddell. Y puesto que solo habían encontrado a George muerto entre las hojas ensangrentadas, Clay podía deducir que Johnny y Mitch habían salido de Livery Lane con vida.

Claro que deducir era absurdo y peligroso. El Evangelio según Alice Maxwell, que en paz descanse.

Y era cierto. El asesino de George podía haberlos perseguido y alcanzado en otro lugar. En Main Street, en Dugway Street, tal vez en la cercana Laurel Way. Podía haberlos apuñalado con un cuchillo sueco de carnicero o unas antenas de coche…

Habían llegado a la entrada del aparcamiento del ayuntamiento. A su izquierda había una camioneta de caja abierta que había intentado entrar en el campo a través y acabado atascada en una zanja fangosa a menos de cinco metros de una enorme extensión de asfalto civilizado (y casi desierto). A su izquierda vieron a una mujer con el cuello rebanado y las facciones reducidas a agujeros negros y churretes de sangre por los pájaros. Aún llevaba su gorra de béisbol de los Sea Dogs de Portland y el bolso colgado al hombro.

A los asesinos ya no les interesaba el dinero.

Tom le apoyó una mano en el hombro, sobresaltándolo.

—Deja de pensar en lo que puede haber pasado.

—¿Cómo sabías que…?

—No hace falta ser vidente para eso. Si encuentras a tu hijo, lo cual no es muy probable… Pero si lo encuentras, ya te contará toda la historia. En caso contrario…, ¿qué más da?

—Claro, tienes razón. Pero es que… conocía a George Gendron, Tom. A veces los chicos lo llamaban Connecticut porque su familia es de ahí. Muchas veces comió perritos calientes y hamburguesas en nuestro jardín. Su padre venía a ver partidos de los Patriots a mi casa.

—Lo sé —musitó Tom—. Lo sé. —De repente se volvió hacia Jordan—. Deja de mirarla, Jordan —le ordenó con firmeza—. No va a levantarse y echar a andar por mucho que la mires.

Jordan hizo caso omiso de él y siguió contemplando el cadáver de la gorra de béisbol picoteado por los cuervos.

—Los telefónicos empezaron a intentar ocuparse de los suyos en cuanto recuperaron cierto nivel de programación básica —observó—. Aunque solo fuera para sacarlos de debajo de las gradas y arrojarlos a la ciénaga. Pero no se ocupan de los nuestros. Dejan que se pudran allí donde mueren. —Se encaró con Clay y Tom—. Da igual lo que digan o lo que prometan. No podemos fiarnos de ellos —exclamó con vehemencia—. No podemos, ¿vale?

—Estoy totalmente de acuerdo —aseguró Tom.

—Y yo —convino Clay.

Tom ladeó la cabeza en dirección al ayuntamiento, donde algunas luces de emergencia aún bañaban en un brillo enfermizo los coches de los empleados, ahora con las ruedas sepultadas en hojas muertas.

—Entremos a ver qué encontramos.

—De acuerdo —dijo Clay.

Johnny no estaría allí, de eso no le cabía la menor duda, pero una pequeña parte de él, una parte minúscula, infantil y testaruda, continuaba albergando la esperanza de oírle gritar «¡Papá!» y verlo correr hacia él para arrojarse a sus brazos, un ser vivo, un peso real en medio de aquella pesadilla.

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