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Kent Pond » 7

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Tom y Jordan decidieron poner rumbo al oeste, atravesar New Hampshire y adentrarse en Vermont para dejar atrás

KASHWAK=NO-FO lo antes posible. Clay les explicó que la Carretera 11, que trazaba un recodo en Kent Pond, sería un buen punto de partida para los tres.

—Yo la seguiré hacia el norte hasta la 160 —señaló—, y vosotros podéis seguirla hasta Laconia, que está en el corazón de New Hampshire. No es la vía más directa, pero, por otro lado, no se os escapa el avión precisamente.

Jordan se oprimió los ojos con las manos y se los restregó antes de apartarse el cabello de la frente, un gesto que Clay había llegado a conocer muy bien y que denotaba cansancio e inquietud. Lo echaría de menos. Echaría de menos a Jordan. Y a Tom aún más.

—Ojalá Alice siguiera aquí —suspiró Jordan—. Seguro que habría conseguido disuadirte.

—No —negó Clay.

Sin embargo, deseaba con toda el alma que Alice hubiera tenido ocasión de intentarlo. De hecho, deseaba con toda el alma que Alice hubiera tenido ocasión de hacer muchas cosas. Quince años no era una buena edad para morir.

—Tu plan me recuerda al cuarto acto de

Julio César —comentó Tom—. En el quinto, todos se arrojan sobre sus espadas.

En aquellos momentos estaban sorteando y a veces pasando por encima de los coches abandonados que atestaban Pond Street. Las luces de emergencia del ayuntamiento empequeñecían cada vez más a su espalda. Ante ellos se alzaba el semáforo apagado que marcaba el centro del pueblo, oscilando suavemente en la brisa.

—No seas tan pesimista, joder —masculló Clay.

Se había prometido a sí mismo no impacientarse, porque no quería separarse de sus amigos en aquellos términos si podía evitarlo, pero empezaba a costarle.

—Lo siento, estoy demasiado cansado para dar saltos de alegría —murmuró Tom antes de detenerse junto a una señal que decía

CARRETERA 113 KM—. Y si me permites añadirlo, demasiado triste por la idea de perderte.

—Lo siento, Tom.

—Si creyera que existe una posibilidad entre cinco de que las cosas te salgan bien…, o siquiera una entre cincuenta… Bueno, da igual. —Tom alumbró a Jordan con la linterna—. ¿Y tú, Jordan? ¿Te queda algún argumento contra esta locura?

Jordan reflexionó unos instantes y por fin meneó la cabeza muy despacio.

—Una vez el director me dijo una cosa —comentó—. ¿Queréis escucharla?

Tom hizo un saludo irónico con la linterna. El haz se deslizó sobre la marquesina del cine Ioka, en el que habían proyectado la última película de Tom Hanks, y ante la farmacia contigua.

—Adelante —instó al chico.

—Me dijo que la mente puede calcular, pero que el espíritu anhela y el corazón sabe lo que sabe.

—Amén —musitó Clay.

Torcieron hacia el este en Market Street, que era al tiempo la Carretera 19-A, y recorrieron otros tres kilómetros. Al cabo de un kilómetro y medio terminaban las aceras y empezaban las granjas. Al final de la segunda había otro semáforo apagado y una señal que indicaba el cruce con la Carretera 11. Vieron a tres personas sentadas y arrebujadas hasta el cuello en sacos de dormir junto al cruce. Clay reconoció a uno de ellos en cuanto lo alumbró con la linterna; era un hombre entrado en años, de rostro alargado e inteligente, y melena grisácea recogida en una cola. También le resultaba familiar la gorra de los Miami Dolphins que llevaba el otro hombre. En aquel momento, Tom enfocó a la mujer sentada junto al hombre de la cola.

—Tú —dijo.

Clay no distinguió si la mujer llevaba una camiseta Harley-Davidson con las mangas cortadas porque el saco de dormir le cubría todo el torso, pero de inmediato supo que si no la tenía puesta la llevaría en una de las mochilas que se amontonaban junto a la señal de la Carretera 11. También supo que estaba embarazada. Había soñado con ella y su bebé en el motel Whispering Pines dos noches antes de que Alice muriera. Había soñado con ellos en el campo alargado, bajo las luces, de pie sobre aquellas plataformas.

El hombre del cabello gris se levantó y dejó resbalar el saco de dormir cuerpo abajo. Entre sus pertenencias había varios rifles, pero alzó las manos para demostrar que no iba armado. La mujer siguió su ejemplo, y cuando el saco de dormir cayó alrededor de sus pies, no cupo la menor duda acerca de su embarazo. El hombre de la gorra de los Dolphins aparentaba tener unos cuarenta años y era alto. También levantó las manos. Los tres permanecieron en aquella postura durante unos segundos a la luz de las linternas, y luego el hombre del cabello gris sacó unas gafas de montura negra del bolsillo de la pechera de su camisa arrugada y se las puso. Su aliento brotaba en nubecillas blancas a causa del frío de la noche, elevándose hacia el indicador de la Carretera 11, donde dos flechas señalaban hacia el oeste y hacia el norte.

—Vaya, vaya —empezó—. El Rector de Harvard dijo que probablemente apareceríais por aquí, y aquí estáis. Un tipo listo el Rector de Harvard, aunque un poco joven para el cargo y, en mi opinión, no le vendría mal una buena cirugía plástica antes de salir en busca de benefactores importantes para la institución.

—¿Quiénes sois? —inquirió Clay.

—Aparta la luz de mi cara y estaré encantado de contestar a tu pregunta, joven.

Tom y Jordan bajaron las linternas. Clay hizo lo propio, pero sin apartar la mano del .45 de Beth Nickerson.

—Yo soy Daniel Hartwick, de Haverhill, Massachusetts —se presentó el hombre canoso—. Esta joven es Denise Link, también de Haverhill, y el caballero a su derecha es Ray Huizenga, de Groveland, un pueblo vecino.

—Encantado —dijo Ray Huizenga con una pequeña reverencia tan divertida, torpe y tierna que Clay apartó la mano de la culata del arma.

—Pero nuestros nombres han dejado de tener importancia —prosiguió Daniel Hartwick—. Lo que ahora de verdad importa es lo que somos, al menos por lo que concierne a los telefónicos. —Los miró con expresión solemne—. Estamos locos. Como vosotros.

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