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Pasaron la primera noche en una casa cerca del colmado de Newfield, y fue entonces cuando empezaron los gritos. La primera vez, Clay creyó que Johnny se moría. Y si bien el niño se durmió entre sus brazos, cuando Clay despertó había desaparecido. Johnny ya no estaba en la cama, sino debajo de ella. Clay se adentró en una caverna de bolas de pelusa y polvo, con el somier de muelles a escasos centímetros de la cabeza, y asió un cuerpo delgado y rígido como una barra de hierro. Los gritos del niño eran demasiado estentóreos para aquellos pulmones tan pequeños, y Clay comprendió que los oía amplificados en su mente. Todos sus cabellos e incluso su vello púbico se erizaron a causa del sonido.

Johnny había chillado durante casi un cuarto de hora bajo la cama y luego enmudeció con la misma brusquedad con que había empezado. Su cuerpo quedó inerte, y Clay se vio obligado a oprimir la cabeza contra el costado de Johnny (de algún modo, uno de los brazos del niño le apretaba el cuello en aquel espacio imposiblemente pequeño) para asegurarse de que aún respiraba.

Sacó el cuerpo inerte, laxo, sucio y ahora también polvoriento de Johnny de debajo de la cama y volvió a acostarlo en la cama. Permaneció casi una hora despierto junto a él antes de caer de nuevo rendido por el sueño. A la mañana siguiente se encontró solo. Johnny había vuelto a refugiarse debajo de la cama, como un perro apaleado en busca del refugio más pequeño posible. Parecía algo bastante opuesto al comportamiento previo de los telefónicos pero, por supuesto, Johnny no era como ellos. Gracias a Dios, Johnny era otra cosa.

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