Cell

Cell


Bingo telefónico » 5

Página 114 de 147

5

Acabó caminando casi hasta el alba, en parte porque la lluvia amainó, pero sobre todo porque no encontró gran cosa donde refugiarse en la Carretera 160, flanqueada sobre todo de bosques. Hacia las cuatro y media pasó junto a un rótulo surcado de balazos que decía

BIENVENIDOS A GURLEYVILLE, VILLA SIN TÉRMINO MUNICIPAL. Al cabo de unos diez minutos pasó junto a la razón de ser de Gurleyville, la cantera de Gurleyville, una enorme hondonada de roca con algunos cobertizos, volquetes y un garaje al pie de sus lastimadas paredes de granito. Clay contempló por un instante la posibilidad de pasar la noche en uno de los cobertizos de material, pero de inmediato decidió que podía encontrar un lugar mejor y siguió adelante. Aún no se había topado con ningún peregrino ni había escuchado música de rebaño, ni siquiera de lejos. Casi tenía la impresión de ser el último morador del planeta.

Pero no lo era. Unos diez minutos después de dejar atrás la cantera, alcanzó la cima de una colina y divisó un pueblecito a sus pies. El primer edificio al que llegó era el departamento de bomberos voluntarios de Gurleyville (

NO OLBIDEIS LA FIESTA DE LA DONACION DE HALOWEN, rezaba el rótulo de la entrada; por lo visto todo el mundo andaba fatal de ortografía al norte de Springvale), y de pie en el aparcamiento vio a dos telefónicos frente a frente delante de un camión de bomberos de aspecto triste que debía de haberse estrenado cuando la guerra de Corea.

Cuando Clay los enfocó con el haz de la linterna se volvieron muy despacio hacia él, pero enseguida se pusieron de nuevo a mirarse el uno al otro. Ambos eran varones; uno de ellos aparentaba unos veinticinco años, y el otro más o menos el doble. No cabía la menor duda de que eran telefónicos. Llevaban la ropa muy sucia y desgarrada, el rostro surcado de arañazos y cortes. El más joven parecía haber sufrido una quemadura bastante grave en un brazo. El ojo izquierdo del mayor relucía desde las profundidades de unos pliegues de carne muy inflamada y con toda probabilidad infectada. Sin embargo, su aspecto no era lo más importante. Lo más importante era lo que Clay sentía en su interior, aquella misma extraña falta de aliento que él y Tom habían experimentado en la oficina de la gasolinera de Gaiten cuando entraron en busca de la llave para abrir uno de los camiones de propano. Aquella misma sensación de una fuerza cada vez más intensa y concentrada.

Y era de noche. Los nubarrones que encapotaban el cielo estaban posponiendo el alba. ¿Qué hacían aquellos tipos despiertos de noche?

Clay apagó la linterna, desenfundó el .45 de Beth Nickerson y esperó. Por unos instantes creyó que no sucedería nada, que aquella sensación de ahogo, de que estaba a punto de ocurrir algo, sería todo. Pero entonces oyó una suerte de gemido estridente, como si alguien acabara de hacer vibrar la hoja de una sierra entre las manos, y al alzar la vista comprobó que los cables eléctricos tendidos delante del cuartel de bomberos oscilaban con tal rapidez que apenas se veían.

—¡Vete!

Era el joven quien había articulado aquella palabra, al parecer con un esfuerzo tremendo. Clay dio un respingo. De haber tenido el dedo sobre el gatillo del revólver, a buen seguro lo habría apretado. Aquello no era un sonido inarticulado, sino una palabra. Le parecía oírla también mentalmente, pero muy lejana, como un eco moribundo.

—¡Tú! ¡Vete! —replicó el mayor.

Llevaba unas bermudas holgadas con una enorme mancha marrón en el trasero que podía ser de barro o de mierda. Hablaba con igual dificultad, pero en esta ocasión Clay no oyó ningún eco en la cabeza, lo cual, paradójicamente, lo convenció de que en efecto había oído el primero.

Ambos se habían olvidado por completo de él, de eso estaba seguro.

—¡Mío! —espetó el joven con tal esfuerzo que todo su cuerpo se convulsionó al son de la palabra.

A su espalda, varios de los ventanucos del garaje del cuartel estallaron hacia fuera.

Se produjo un largo silencio. Clay observaba la escena, sin pensar en Johnny por primera vez desde que saliera de Kent Pond. El hombre de más edad parecía muy concentrado en sus pensamientos, luchando con ellos, y Clay creía que luchaba por expresarse tal como se había expresado antes de que El Pulso le arrebatara la facultad del habla.

En lo alto del cuartel de bomberos voluntarios, que no era más que un garaje algo embellecido, la sirena emitió un breve aullido, como si una corriente de electricidad espectral acabara de atravesarla. Las luces del viejo camión, tanto los faros como las luces rojas del techo, también se encendieron por un instante, alumbrando a los dos hombres y proyectando sus sombras contra el suelo.

—¡Mierda! ¡Dices tú! —consiguió articular el mayor como si escupiera un trozo de carne que se le hubiera quedado atascado en la garganta.

—¡Miión! —casi gritó el joven.

Y en la mente de Clay la misma voz susurró: «Mi camión». Así de sencillo. En lugar de golosinas, se estaban disputando el viejo camión. Solo que ahora era de noche, una noche que estaba a punto de acabar, eso sí, pero aún oscura, y los telefónicos empezaban a recobrar el habla. Qué coño, ya la habían recobrado.

Sin embargo, la conversación había terminado. El joven agachó la cabeza, echó a correr hacia el mayor y se estrelló contra su pecho. Su adversario cayó de espaldas; el joven tropezó con sus piernas y cayó de rodillas.

—¡Mierda! —exclamó.

—¡Joder! —replicó el otro.

Sin ningún género de dudas. «Joder» era una palabra inconfundible.

Los dos hombres se incorporaron y se encararon con una distancia de unos cinco metros entre ellos. Clay percibía el odio mutuo que se profesaban, lo sentía en la mente, empujándole los globos oculares en un intento por salir.

—Ése… ¡miión!

Y en el cerebro de Clay, la voz lejana del joven susurró: «Ése es mi camión».

El mayor tomó aliento, alzó un brazo surcado de cicatrices y dedicó un gesto obsceno con el dedo a su adversario.

—Sube. Aquí —replicó con absoluta claridad.

Los dos hombres agacharon la cabeza y se abalanzaron el uno sobre el otro. Sus cráneos colisionaron con un crujido sordo que a Clay le provocó náuseas. Esta vez estallaron todas las demás ventanas del garaje. La sirena del tejado emitió un largo aullido de guerra antes de desvanecerse. Los fluorescentes de la oficina se encendieron, activados durante unos tres segundos por aquella energía demencial. De repente sonó una música, Britney Spears cantando «Oops!… I Did It Again». Dos cables eléctricos se rompieron con un chasquido y cayeron delante de Clay, que se apartó a toda prisa. Lo más probable es que estuvieran secos, deberían estar secos, pero…

El hombre de más edad cayó de rodillas con ambos lados de la cabeza ensangrentados.

—¡Mi camión! —exclamó con la misma claridad meridiana antes de desplomarse de bruces.

El joven se volvió hacia Clay como si pretendiera reclutarlo como testigo de su victoria. La sangre le brotaba por entre el cabello sucio y apelmazado, entre los ojos, en un doble reguero alrededor de la nariz y sobre los labios. Clay reparó en que sus ojos no eran vacuos en absoluto, sino dementes. Clay comprendió de repente y con total inexorabilidad que si aquél era el final del ciclo, no le quedaba ni la más remota posibilidad de salvar a su hijo.

—¡Miión! —chilló el joven—. ¡Miión, miión!

La sirena del camión emitió un aullido ronco y desafinado, como si quisiera manifestar su conformidad.

—¡

MIIÓN!

Clay le disparó y enfundó el .45.

Qué coño, pensó,

solo me pueden poner una vez sobre la plataforma. Sin embargo, no podía dejar de temblar, y cuando irrumpió en el único motel de Gurleyville, situado en el extremo opuesto de la población, tardó largo rato en conciliar el sueño. En lugar del Hombre Andrajoso, fue su hijo quien lo visitó mientras dormía, un niño sucio de mirada vacua que se limitó a mascullar «Mierda, miión» cuando Clay pronunció su nombre.

Ir a la siguiente página

Report Page