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Ahora se encontraban en la acogedora casita del guarda del Museo de la Madera de Springvale. Había muchas provisiones, un fogón de leña y agua potable gracias a la bomba manual. Incluso había un lavabo químico, aunque Johnny no lo usaba, porque hacía sus necesidades en el jardín trasero. Vivienda construida alrededor de 1908 y dotada de todos los servicios modernos.

Fue un período envuelto en el silencio salvo por los gritos nocturnos de Johnny. Clay tuvo mucho tiempo para pensar y en aquel momento, de pie junto a la ventana del salón, contemplando las serpientes onduladas de nieve que reptaban calle arriba mientras su hijo dormía en el vestidor, tuvo tiempo para darse cuenta de que había llegado el momento de dejar de pensar. Nada iba a cambiar a menos que él se ocupara de cambiarlo.

«Necesitarías otro teléfono móvil», le había advertido Jordan. «Y llevarlo a un lugar con cobertura».

Había líneas de cobertura. Tenía cobertura, las líneas lo demostraban.

«¿Acaso la situación puede empeorar mucho?», había preguntado Tom con un encogimiento de hombros. Pero por supuesto Tom podía permitirse el lujo de encogerse de hombros, porque Johnny no era su hijo. Ahora Tom ya tenía un hijo propio.

«Depende de si el cerebro hace o no lo que hacen los ordenadores protegidos cuando son alcanzados por un pulso electromagnético», había añadido Jordan. «Guardar en el sistema».

«Guardar en el sistema». Una frase de cierta enjundia, sin duda.

Pero primero había que borrar el programa de los telefónicos para liberar espacio y así poder proceder a un reinicio extremadamente teórico, y la idea de Jordan, es decir, someter a Johnny de nuevo a El Pulso, se le antojaba tan espeluznante, tan arriesgada, tan tremendamente peligrosa, puesto que no tenía modo de saber en qué clase de programa se había metamorfoseado El Pulso… suponiendo (suponer también era absurdo y peligroso, ya, ya, ya) que siguiera funcionando…

—Guardar en el sistema —susurró Clay.

Casi era noche cerrada, y la nieve alborotada ofrecía un aspecto cada vez más fantasmal.

El Pulso había cambiado, de eso estaba seguro. Recordaba a los primeros telefónicos a los que había visto despiertos de noche, los del cuartel de bomberos voluntarios de Gurleyville, peleándose por el viejo camión de bomberos, pero no solo eso, sino también hablando, no limitándose a emitir sonidos inarticulados, sino hablando. No es que pronunciaran perlas de la literatura universal precisamente, pero aun así hablaban. Vete. «Tú vete». Mierda. «Dices Tú». Y el celebérrimo «Miión». Aquellos dos eran distintos de los telefónicos originales, es decir, los de la Era del Hombre Andrajoso, y Johnny también era distinto de aquellos dos. ¿Por qué? ¿Porque el gusano seguía comiendo, porque el programa de El Pulso seguía mutando? Probablemente.

Lo último que Jordan había dicho antes de darle un beso de despedida y poner rumbo al norte fue: «Si enfrentas una nueva versión del programa a la que Johnny y los demás recibieron en el punto de conversión, puede que se devoren la una a la otra, porque eso es lo que hacen los gusanos. Comer».

Y en tal caso, si el programa anterior seguía ahí…, si estaba guardado en el sistema…

Los pensamientos atribulados de Clay se desviaron hacia Alice… Alice, que había perdido a su madre, Alice, que había encontrado el modo de ser valiente transfiriendo su miedo a una zapatilla de bebé. Unas cuatro horas después de abandonar Gaiten, Tom había preguntado a otro grupo de normales si querían compartir la zona de

picnic con ellos. «Son ellos», había espetado uno de los hombres del grupo. «Son los de Gaiten». Y otro había replicado a Tom que se fuera «a tomar por el culo, colega». Y Alice se había levantado de un salto y dicho…

—Dijo que al menos nosotros habíamos hecho algo —dijo Clay en voz alta mientras contemplaba la calle cada vez más oscura—. Y luego les preguntó qué coño habían hecho ellos.

Ahí tenía la respuesta, por cortesía de una chica muerta. Johnny-Gee no iba a experimentar mejoría alguna por sí solo, y Clay solo tenía dos opciones. O bien se conformaba con lo que tenía o bien intentaba cambiar la situación antes de que se le acabara el tiempo. Si es que le quedaba tiempo.

Clay usó una linterna para alumbrar el camino hasta el dormitorio. La puerta del vestidor estaba entreabierta, y consiguió distinguir el rostro de Johnny. Dormido con la mejilla apoyada en una mano y el cabello alborotado sobre la frente, casi parecía el niño al que Clay había besado antes de irse a Boston con la carpeta de

Caminante Oscuro hacía ya un millón de años. Estaba un poco más delgado, pero por lo demás era el mismo. Solo cuando despertaba se advertían las diferencias, la boca abierta, los ojos vacuos, los hombros caídos y las manos laxas.

Clay abrió del todo la puerta del vestidor y se arrodilló ante el camastro. Johnny se movió un poco cuando la linterna le iluminó el rostro, pero al poco quedó de nuevo inmóvil. Clay no era un hombre religioso de por sí, y los acontecimientos de las últimas semanas no habían contribuido precisamente a fortalecer su fe en Dios, pero había encontrado a su hijo, no podía negarlo, de modo que elevó una plegaria a quien le pudiera estar escuchando, una oración breve y concisa: «Tony, Tony, ven deprisa, se ha perdido algo y tenemos que encontrarlo».

Luego abrió la pestaña del teléfono y pulsó la tecla de encendido. El aparato emitió un suave pitido, y en la pantalla apareció una luz ámbar. Tres líneas de cobertura. Vaciló un instante, pero para hacer la llamada tenía una sola posibilidad, la que habían aprovechado el Hombre Andrajoso y sus amigos.

Una vez marcados los tres dígitos, extendió la mano y sacudió con suavidad el hombro de Johnny. El niño no quería despertar. Refunfuñó un poco e intentó apartarse. Luego intentó darse la vuelta, pero Clay no se lo permitió.

—¡Johnny, Johnny-Gee! ¡Despierta!

Lo zarandeó con más fuerza y siguió hasta que por fin el niño abrió aquellos ojos impávidos y lo miró con cautela exenta de toda curiosidad humana. Era la clase de mirada que te lanzan los perros maltratados, y a Clay se le partía el alma cada vez que la veía.

Última oportunidad, pensó.

¿Realmente quieres hacerlo? Las probabilidades de éxito deben de ser de una entre diez.

Pero ¿qué probabilidades había tenido de encontrar a Johnny, o de que Johnny se separara del rebaño de Kashwakamak antes de la explosión? ¿Una entre mil? ¿Una entre diez mil? ¿Quería vivir con aquella mirada cautelosa pero exenta de curiosidad mientras Johnny cumplía doce, luego quince y luego veintiún años? ¿Mientras su hijo dormía en el vestidor y cagaba en el jardín?

«Al menos nosotros hemos hecho algo», había dicho Alice Maxwell.

Echó un vistazo a la pantalla del móvil. Los dígitos negros del número de urgencias, 911, destacaban como un destino inexorable.

Los ojos de Johnny empezaron a cerrarse de nuevo. Clay volvió a zarandearlo para impedir que se durmiera. Lo zarandeó con la mano izquierda mientras con el pulgar de la derecha pulsaba la tecla de llamada. Tuvo el tiempo justo para contar «a la de UNA, a la de DOS» antes de que la palabra LLAMANDO diera paso a CONEXIÓN. En ese momento, Clayton Riddell no se concedió ni un segundo para pensar.

—Eh, Johnny-Gee —musitó—. Pa-pa ti-ti.

Y oprimió el móvil contra la oreja de su hijo.

30 de diciembre de 2004 - 17 de octubre de 2005

Center Lovell, Maine

Chuck Verrill editó el libro y lo hizo de un modo excelente. Gracias, Chuck.

Robin Furth se encargó de la investigación sobre telefonía móvil y me proporcionó diversas teorías acerca de lo que podría esconder el núcleo de la psique humana. La información útil es suya; los errores de comprensión son míos. Gracias, Robin.

Mi esposa leyó el primer borrador y me dijo cosas muy alentadoras. Gracias, Tabby.

Los bostonianos y los naturales del norte de Nueva Inglaterra sabrán que me he tomado ciertas libertades geográficas. ¿Qué puedo decir? Gajes del oficio.

Que yo sepa, la FEMA no ha empleado fondos para dotar de generadores de emergencia los repetidores de telefonía móvil, pero debo señalar que muchas de dichas torres cuentan con generadores de emergencia en caso de cortes del suministro eléctrico.

S. K.

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