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Gusano » 4

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Apenas habían empezado a cavarle una tumba en la tierra oscura y blanda bajo los abetos cuando los telefónicos se colaron de nuevo en sus mentes. Clay experimentaba por primera vez sus energías aunadas. La sensación se parecía sobremanera a la descripción de Tom, una especie de empujón contundente en la espalda, aunque tanto la mano como la espalda se hallaban en el interior del cerebro. No había palabras. Tan solo ese empujón.

—¡Déjennos acabar! —gritó, pero de inmediato se respondió a sí mismo en un timbre algo más agudo que reconoció al instante—. No. Marchaos. Ahora.

—Cinco minutos —pidió.

Esta vez, la voz del rebaño utilizó a Denise.

—Marchaos. Ahora.

Tom empujó el cadáver de Ray, con los restos de su cabeza envueltos en una de las fundas de respaldo del autobús, al hoyo y lo llenó de tierra a puntapiés. Luego se aferró ambos lados de la cabeza e hizo una mueca.

—Vale, vale —dijo antes de responderse—: Marchaos. Ahora.

Regresaron por el sendero hasta la zona de descanso. Jordan caminaba a la cabeza; estaba muy pálido, pero Clay no creía que tanto como Ray en el último minuto de su vida, ni de lejos. «Ésta no es manera de vivir, joder». Sus últimas palabras.

Al otro lado de la carretera, en una fila que se extendía hacia ambos horizontes a lo largo de unos ochocientos metros, había numerosos telefónicos. Debían de ser unos cuatrocientos en total, pero Clay no vio al Hombre Andrajoso. Suponía que habría ido a preparar el camino porque en su casa había muchas mansiones.

Con una extensión telefónica en cada una de ellas, pensó.

Mientras se dirigían hacia el autobús vieron a tres telefónicos apartarse de la fila. Dos de ellos empezaron a forcejear, morderse y tirarse de la ropa, espetando lo que quizá eran palabras; a Clay le pareció oír la expresión «capullo» en un momento dado, aunque supuso que podía tratarse de una mera coincidencia de sílabas. El tercero giró sobre sus talones y echó a andar por la línea divisoria en dirección a Newfield.

—¡Así se hace, tío, lárgate! —chilló Denise, histérica—. ¡Largaos todos!

Pero no se largaron, y antes de que el desertor, si es que era un desertor, llegara al punto en que la Carretera 160 se perdía de vista hacia el sur, un telefónico entrado en años pero fornido se limitó a extender los brazos, le agarró la cabeza y se la torció hacia un lado. El desertor se desplomó al instante.

—Ray tenía las llaves —musitó Dan con voz cansada; llevaba la cola casi desecha, y el cabello se le desparramaba sobre los hombros—. Alguien tendrá que volver y…

—Las tengo yo —atajó Clay—. Y yo conduciré.

Abrió la puerta lateral del pequeño autobús, percibiendo aquella suerte de latido y empujón constante en la cabeza. Tenía las manos manchadas de sangre y tierra. Sentía el peso del móvil en el bolsillo, y de repente lo asaltó una idea extraña: tal vez Adán y Eva cogieran algunas manzanas antes de ser expulsados del Edén. Un pequeño tentempié para el largo y arduo viaje hasta el presente de setecientos canales de televisión y mochilas bomba en el metro de Londres.

—Todo el mundo a bordo.

—No hace falta que te muestres tan alegre, Van Gogh —masculló Tom con una mirada sombría.

—¿Y por qué no? —replicó Clay con una sonrisa al tiempo que se preguntaba si su sonrisa se parecería al espeluznante rictus mortal de Ray—. Al menos no tendré que escuchar tus chorradas durante mucho más tiempo. Venga, todos arriba. Próxima parada, Kashwak = No-Fo.

Pero antes de que pudieran subir al autobús, les obligaron a deshacerse de las armas.

No les dieron una orden mental ni anularon su control motriz mediante una fuerza superior. Clay no tuvo que presenciar cómo algo lo forzaba a bajar la mano para retirar el .45 de su funda. De hecho, no creía que los telefónicos fueran capaces de eso, al menos de momento. En realidad, ni siquiera eran capaces de recurrir al ventrilocuismo a menos que se lo permitieran. Lo que experimentó fue una especie de escozor en el cerebro, breve pero de intensidad casi insoportable.

—¡Dios mío! —gimió Denise, y arrojó tan lejos como pudo el pequeño .22 que llevaba en el cinturón. El arma se estrelló contra el asfalto.

Dan se deshizo de la pistola y luego del cuchillo de caza por si acaso. El cuchillo fue a parar casi al otro lado de la Carretera 160, pero ninguno de los telefónicos alineados allí se inmutó siquiera.

Jordan dejó caer su arma junto al autobús. Acto seguido metió la mano en la mochila con un gemido, sacó la de Alice y también la tiró. Tom se deshizo de Míster Rápido.

Clay unió el .45 al pequeño montón. Ya había traído mala suerte a dos personas desde El Pulso, por lo que no le molestó demasiado separarse de él.

—Ya está —dijo a los sucios rostros que lo observaban desde el otro lado de la carretera, muchos de ellos mutilados, aunque a quien visualizaba en realidad era al Hombre Andrajoso—. Ya están todas. ¿Satisfechos? —Y se respondió al instante—: Por qué lo ha hecho.

Clay tragó saliva. Los telefónicos no eran los únicos que querían saberlo. Dan y los demás no apartaban la vista de él. Observó que Jordan se había aferrado al cinturón de Tom, como si temiera la respuesta de Clay como un niño pequeño teme una calle llena de camiones.

—Dijo que vuestra manera de vivir no es manera de vivir —explicó—. Cogió mi arma y se voló la cabeza sin que pudiera impedírselo.

Silencio quebrado tan solo por el graznido de los cuervos.

—Nuestra manera. Es la única manera —recitó por fin Jordan con voz neutra, casi robótica.

Dan fue el siguiente en hablar en el mismo tono.

Si no sienten rabia no sienten nada, se dijo Clay.

—Subid. Al autobús.

Subieron al autobús. Clay se sentó al volante, arrancó y puso rumbo al norte por la 160. Llevaba menos de un minuto conduciendo cuando advirtió un movimiento a su izquierda. Eran los telefónicos. Avanzaban hacia el norte por la cuneta (por encima de la cuneta), en línea recta, como transportados por una cinta a unos veinte centímetros del suelo. Más adelante, en lo alto de una cuesta, se elevaron a unos cinco metros, formando un arco humano contra el telón de fondo gris opaco que formaba el cielo encapotado. Verlos desaparecer al otro lado de la colina fue como seguir con la mirada el avance de una montaña rusa.

De repente, la armoniosa simetría se quebró. Una de las figuras voladoras se desplomó como un pájaro abatido por un cazador y cayó unos tres metros hasta estrellarse contra la cuneta. Era un hombre ataviado con los vestigios andrajosos de un traje. Empezó a trazar círculos en el suelo, agitando una pierna mientras arrastraba la otra. Cuando el autobús pasó junto a él a menos de veinticinco kilómetros por hora, Clay advirtió que el rostro del hombre estaba contraído en un rictus de furia y que su boca escupía lo que a buen seguro eran sus últimas palabras…

—Bueno, ahora lo sabemos —declaró Tom con voz cansina.

Estaba sentado con Jordan en el banco que formaba la última fila del autobús, delante del guardaequipajes que contenía todas sus mochilas.

—Los primates dieron paso al hombre, el hombre dio paso a los telefónicos, y los telefónicos han dado paso a estos telépatas voladores con síndrome de Tourette. Fin de la evolución.

—¿Qué es el síndrome de Tourette? —quiso saber Jordan.

—No tengo ni puta idea, hijo —replicó Tom.

Y por increíble que pareciera, todos se echaron a reír como locos, incluso Jordan, que no sabía de qué se reía, mientras el pequeño autobús amarillo avanzaba parsimonioso hacia el norte, acompañado por los telefónicos que ascendían y ascendían en una procesión en apariencia inacabable.

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