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Kashwak » 3

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—Dios mío —musitó Dan.

Denise expresó con mayor precisión los sentimientos de Clay al proferir un grito.

Sentado al otro lado del estrecho pasillo en la primera fila de asientos, el Hombre Andrajoso se limitó a seguir mirando a Clay con la malevolencia obtusa de un niño tonto a punto de arrancarles las alas a unas cuantas moscas. «¿Te gusta?» parecía preguntar su sonrisa. «No está mal, ¿verdad? ¡Está toda la tropa!». Claro que su sonrisa podía significar aquello o cualquier otra cosa. Incluso podía significar que el Hombre Andrajoso sabía lo que Clay llevaba en el bolsillo.

Bajo el arco partía un camino central y un conjunto de atracciones que, a juzgar por su aspecto, estaban a medio montar en el momento de El Pulso. Clay no sabía cuántas carpas habrían instalado en un principio, pero algunas las había arrancado el viento, como las del punto de control junto a la bifurcación, y solo quedaban alrededor de media docena, los costados abombándose a la brisa del anochecer como si respiraran. La carpa de las Tazas Locas estaba a medio montar, al igual que el Pasaje del Terror situado frente a ella (

ATRÉVETE, se leía en el único trozo de fachada ya levantado, bajo unos esqueletos danzantes). Solo la Noria y la Caída Libre, situadas en el extremo más alejado del camino central, parecían terminadas, y a falta de luz eléctrica que les confiriera su habitual colorido, ofrecían más aspecto de gigantescos instrumentos de tortura que de atracciones. No obstante, sí vio brillar una luz, un diminuto piloto rojo, sin duda alimentado con pilas, en lo alto de la Caída Libre.

Más allá de la Caída Libre se alzaba un edificio blanco con detalles rojos, de las dimensiones de una docena de graneros juntos. En sus costados se amontonaban enormes pilas de heno suelto. Cada tres metros se veían banderas americanas ondeando al viento en aquella feria rural de tres al cuarto. El edificio aparecía envuelto en largas tiras de banderines patrióticos y se anunciaba en pintura azul brillante como:

EXPO DE LOS CONDADOS DEL NORTE PABELLÓN KASHWAKAMAK

Pero nada de aquello fue lo que les llamó la atención. Entre la Caída Libre y el Pabellón Kashwakamak se abrían varios acres de campo abierto. Clay supuso que era allí donde las grandes multitudes se congregaban para presenciar las exhibiciones de ganado, los concursos de arrastre de tractores, los conciertos de fin de feria y, por supuesto, los fuegos artificiales que se organizaban tanto al principio como al término de la Expo. El campo estaba rodeado de focos y postes para altavoces…, y en aquel momento, abarrotado de telefónicos. Estaban de pie, hombro con hombro, cadera con cadera, todos atentos a la llegada del pequeño autobús amarillo.

Cualquier esperanza que Clay hubiera albergado de ver a Johnny o a Sharon se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Su primer pensamiento fue que debía de haber cinco mil personas hacinadas bajo los focos apagados. Al cabo de un instante advirtió que también llenaban los aparcamientos cubiertos de hierba que rodeaban la zona principal y revisó el cálculo al alza. Ocho mil como mínimo.

El Hombre Andrajoso siguió sentado en el lugar que debería haber ocupado un niño de tercero de la escuela primaria de Newfield, sonriendo a Clay, los dientes visibles por entre el labio destrozado. «¿Te gusta?» parecía preguntar aquella sonrisa, aunque de nuevo Clay se recordó que podía interpretarla de mil y una formas.

—Bueno, ¿quién toca esta noche? ¿Vince Gilí? ¿O habéis tirado la casa por la ventana y contratado a Alan Jackson?

Era Tom. Intentaba mostrarse gracioso, por lo que Clay le estaba muy agradecido, pero lo cierto es que parecía aterrado.

El Hombre Andrajoso seguía mirando a Clay, y en el centro de su frente apareció un pequeño surco vertical, como si algo lo desconcertara.

Clay condujo el autobús despacio por el camino central en dirección a la Caída Libre y la multitud silenciosa que esperaba al otro lado. Había más cadáveres, que a Clay le recordaron los montones de insectos que a veces se encuentran en las repisas de las ventanas después de una ola de frío. Se concentró en mantener las manos relajadas, pues no quería que el Hombre Andrajoso viera sus nudillos blancos por la tensión sobre el volante.

Y despacito. Lo mejor es ir despacito. Solo te está mirando. En cuanto a los móviles, ¿en qué coño piensa todo el mundo desde el 1 de octubre?

El Hombre Andrajoso levantó una mano y señaló con un dedo retorcido y maltrecho a Clay.

—No-fo, tú. —Y Clay añadió en la otra voz—:

Insanus.

—Ya, no-fo yo, no-fo ninguno de nosotros, en este autobús todos estamos majaras —espetó Clay—. Pero tú te encargarás de eso, ¿verdad?

El Hombre Andrajoso sonrió como si quisiera decir que estaba en lo cierto…, pero el pequeño surco vertical seguía visible en su frente, como si algo aún lo desconcertara. Tal vez algo que daba tumbos por la mente de Clay Riddell.

Clay miró por el retrovisor cuando se aproximaban al final del camino central.

—Tom, me preguntaste qué era el Confín Norte —dijo.

—Perdona, Clay, pero tengo la impresión de que mi interés se ha esfumado —espetó Tom—. Puede que se deba a las dimensiones del comité de bienvenida.

—Pero es interesante —insistió Clay con un tinte de histeria.

—Vale, ¿qué es? —terció Jordan.

Que Dios bendijera a Jordan. Curioso hasta el fin.

—La Expo de los Condados del Norte nunca fue gran cosa en el siglo XX —explicó Clay—. No era más que la típica feria rural de tres al cuarto, con productos de la tierra, arte, artesanía y animales en el pabellón Kashwakamak…, que es donde van a meternos, por lo visto.

Miró al Hombre Andrajoso, pero éste no confirmó ni desmintió aquel extremo, sino que se limitó a seguir sonriendo. El surco vertical había desaparecido de su frente.

—Cuidado, Clay —masculló de repente Denise con voz tensa y contenida.

Clay se volvió de nuevo hacia el camino y pisó el freno. Una anciana con heridas infectadas en ambas piernas se apartó de la muchedumbre silenciosa. Rodeó la Caída Libre, tropezó con varias piezas prefabricadas del Pasaje del Terror que los trabajadores no habían llegado a levantar antes de El Pulso, y luego echó a correr dando tumbos hacia el autobús. Al llegar a él se puso a golpear el parabrisas con manos mugrientas y retorcidas por la artritis. Clay advirtió que su rostro no reflejaba el vacío ávido que ya asociaba con los telefónicos, sino una suerte de desconcierto aterrado que le resultaba familiar. «¿Quién eres?», había preguntado el Duendecillo Moreno. El Duendecillo Moreno, que no había recibido el impacto directo de El Pulso. «¿Quién soy yo?».

Nueve telefónicos avanzaron en un pulcro cuadrado móvil hacia la anciana, cuyo rostro frenético se hallaba a apenas un metro del de Clay. Movió los labios, y Clay oyó cuatro palabras tanto con los oídos como con la mente. «Llevadme con vosotros».

No vamos a ningún sitio al que le convenga ir, señora, pensó Clay.

Al cabo de un instante, los telefónicos la asieron y la arrastraron de vuelta hacia la muchedumbre apostada sobre la hierba. La anciana forcejeó, pero sus captores se mostraron implacables. Clay vislumbró un instante sus ojos y se dijo que eran los ojos de una mujer que estaba en el purgatorio en el mejor de los casos, aunque más probablemente en el infierno.

El Hombre Andrajoso extendió de nuevo la mano con la palma hacia arriba y el índice estirado. «En marcha».

La anciana había dejado la huella de su mano impresa en el parabrisas, fantasmal pero visible. Clay miró a través de ella y se puso en marcha.

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