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Kashwak » 5

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El Hombre Andrajoso los condujo hacia la muchedumbre silenciosa, que a su paso se dividió, dejando un estrecho pasillo desde la parte posterior de la Caída Libre hasta la puerta de doble hoja del pabellón Kashwakamak. Clay y los demás pasaron delante de un aparcamiento abarrotado de camiones en cuyos costados había impresas las palabras

NEW ENGLAND AMUSEMENT CORP, junto a un logotipo en forma de montaña rusa. La multitud los engulló.

A Clay el trayecto se le antojó eterno. El hedor resultaba casi insoportable, salvaje y feroz pese a la fresca brisa que barría la primera capa. Percibía que sus piernas se movían, que la sudadera roja del Hombre Andrajoso avanzaba ante él, pero la gran puerta del pabellón con sus banderines rojos, blancos y azules no parecía acercarse nunca. Olía a tierra, sangre, orina y mierda. Olía a infecciones supurantes, a carne quemada, a huevo podrido, a pus. Olía a ropa mohosa que se descomponía sobre los cuerpos que cubría. Y también olía a otra cosa…, algo nuevo. Tildarlo de locura habría sido demasiado simple.

Creo que es el olor de la telepatía. Y si es así, no estamos preparados para soportarlo. Es demasiado fuerte para nosotros. De algún modo quema el cerebro, como una descarga exagerada quema el sistema eléctrico de un coche o un…

—¡Ayudadme! —chilló de repente Jordan a su espalda—. ¡Ayudadme con ella, está a punto de desmayarse!

A volverse vio que Denise había caído a cuatro patas. Jordan se había agachado junto a ella y se había echado uno de sus brazos al cuello, pero la joven pesaba demasiado para él. Tom y Dan no consiguieron avanzar lo suficiente para ayudarle, porque el pasillo que dejaban los telefónicos era demasiado estrecho. Denise levantó la cabeza, y por un instante su mirada se encontró con la de Clay. En sus ojos se pintaba una expresión de perplejidad aturdida, como la de un toro golpeado. Vomitó una papilla líquida sobre la hierba y bajó de nuevo la cabeza; el cabello le cubría el rostro como una cortina.

—¡Ayudadme! —gritó de nuevo Jordan antes de romper a llorar.

Clay se volvió y empezó a propinar codazos a los telefónicos para llegar hasta el otro lado de Denise.

—¡Apartaos! —ordenaba—. ¡Apartaos! ¡Está embarazada! ¿Es que no lo veis, imb…?

La blusa fue lo primero que reconoció. Era la blusa de seda blanca y cuello alto que siempre había llamado su «blusa de médico». En algunos sentidos consideraba que era la prenda más sexy que tenía su mujer, en parte precisamente por el cuello tan alto. Sharon le gustaba desnuda, pero aún más le gustaba acariciarle y apretarle los pechos a través de la seda blanca de aquella blusa de cuello alto. Le gustaba estimularle los pezones hasta verlos tensar el tejido.

Ahora la blusa de médico de Sharon aparecía ennegrecida por la suciedad en algunos puntos y roja por la sangre seca en otros. Las costuras de las axilas estaban desgarradas. «No tiene tan mal aspecto como otros», había escrito Johnny, pero lo cierto es que buen aspecto tampoco tenía. Desde luego, no era la Sharon Riddell que se había ido a la escuela ataviada con su blusa de médico y su falda granate mientras su exmarido estaba en Boston a fin de ultimar un contrato que resolvería sus problemas económicos y haría comprender a Sharon que todas sus broncas en torno a la «cara afición» de Clay se debían al miedo y la falta de fe (al menos, ésa había sido la fantasía semirresentida de Clay). El cabello rubio le caía en mechones lacios y pegajosos. Tenía cortes en varios lugares del rostro, y una de sus orejas parecía medio arrancada; en su lugar se veía un orificio taponado de sangre reseca. Algo que había comido, algo oscuro, se adhería en grumos medio solidificados a las comisuras de una boca que Clay había besado casi a diario durante casi quince años. Sharon tenía la mirada clavada en él, a través de él, con la boca curvada en esa sonrisa subnormal que a veces esbozaban aquellas criaturas.

—¡Ayúdame, Clay! —sollozó Jordan.

Clay volvió en sí. Sharon no estaba allí, eso era lo que debía recordar. Sharon había desaparecido hacía casi dos semanas, desde que intentara hacer una llamada con el pequeño móvil rojo de Johnny el día de El Pulso.

—Apártate, zorra —masculló al tiempo que empujaba a un lado a la mujer que había sido su esposa; la criatura dio un traspié pero volvió a su lugar casi al instante—. Esta mujer está embarazada, así que déjame pasar, joder.

Dicho aquello se agachó, se pasó el otro brazo de Denise por el cuello y la incorporó.

—Adelántate —ordenó Tom a Jordan—. Ya la cojo yo.

Jordan sostuvo el brazo de Denise el tiempo suficiente para que Tom se lo pasara por el cuello. Entre él y Clay la transportaron los últimos noventa metros que los separaban del pabellón Kashwakamak, donde les esperaba el Hombre Andrajoso. Para entonces, Denise había empezado a mascullar que ya podían soltarla, que estaba bien, pero ni Tom ni Clay le hicieron caso. Si la soltaba, Clay tenía todos los números para volverse a mirar de nuevo a Sharon, y no quería hacerlo.

El Hombre Andrajoso sonrió a Clay, en esta ocasión de un modo menos lunático, como si ambos compartieran un secreto gracioso.

¿

Sharon? se preguntó. ¿

Será Sharon el chiste?

Por lo visto no era así, porque el Hombre Andrajoso hizo un gesto que en el otro mundo le habría resultado muy familiar, pero que en aquel momento le pareció del todo fuera de lugar. Se llevó la mano derecha al lado derecho del rostro, con el pulgar extendido hacia la oreja y el meñique hacia la boca, emulando un teléfono.

—No pa-pa mi-mí —dijo Denise antes de añadir con su propia voz—: ¡No hagas eso! ¡Lo detesto!

El Hombre Andrajoso hizo caso omiso de ella y siguió en la misma postura, pulgar junto a la oreja, meñique junto a la boca, con la mirada clavada en Clay. Por un instante, Clay se convenció de que la criatura bajaba la vista hacia el bolsillo donde tenía guardado el móvil. De repente, Denise repitió aquella espeluznante parodia de las palabras de su pequeño Johnny-Gee.

—No pa-pa ti-ti.

El Hombre Andrajoso hizo el gesto de reírse, un rictus sobrecogedor a causa de su boca destrozada. A su espalda, Clay percibía el peso de las miradas del rebaño como si de un peso físico se tratara.

En aquel instante, las puertas del pabellón Kashwakamak se abrieron por sí solas, y la mezcla de olores que salió del interior, aunque tenue, fantasmas olfativos de otra época, constituía un analgésico contra el hedor del rebaño. Especias, mermeladas, heno y ganado. El pabellón no estaba del todo a oscuras. Las luces de emergencia eran mortecinas, pero aún no habían dejado de funcionar. A Clay le pareció asombroso, a menos que las hubieran reservado adrede hasta su llegada, lo cual dudaba. En cualquier caso, el Hombre Andrajoso no le revelaría el secreto. Se limitó a seguir sonriendo e indicarles con un gesto que entraran.

—Será un placer, monstruo de feria —masculló Tom—. ¿Estás segura de que puedes caminar, Denise?

—Sí, pero primero tengo que resolver un asuntillo.

Respiró hondo y escupió al Hombre Andrajoso en la cara.

—Toma. Ya te lo puedes llevar derechito a Harvard, cabrón.

El Hombre Andrajoso guardó silencio y siguió mirando a Clay con aquella sonrisa. Dos tíos compartiendo un secreto gracioso.

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