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El pulso » 1

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El suceso que llegó a ser conocido como El Pulso dio comienzo a las tres y tres minutos de la tarde, hora de la Costa Este, del día 1 de octubre. Por supuesto, el término era inapropiado, pero diez horas después del suceso casi todos los científicos capaces de señalar el error habían muerto o bien perdido el juicio. En cualquier caso, el nombre apenas tenía importancia. Lo importante era el efecto.

A las tres en punto, un joven sin importancia especial alguna para la historia caminaba con paso elástico hacia el este por Boylston Street, en Boston. Se llamaba Clayton Riddell, y en su rostro se pintaba una expresión de indudable satisfacción que casaba con la ligereza de su andar. En la mano izquierda sujetaba las asas de una carpeta de dibujo de aquellas que al cerrarse con correas se convierten en bolsas de viaje. Entre los dedos de la mano derecha sostenía el cordel de una bolsa de plástico marrón sobre la que se veían impresas las palabras

pequeños tesoros, para quien quisiera leerlas.

La bolsa contenía un pequeño objeto redondo que se balanceaba en su interior. Un regalo, podríamos aventurar, y estaríamos en lo cierto. También podríamos aventurar que el tal Clayton Riddell quería celebrar algún pequeño (o no tan pequeño) triunfo con un

pequeño tesoro, y de nuevo estaríamos en lo cierto. El objeto que contenía la bolsa era un pisapapeles de cristal bastante caro, con una brumosa bola grisácea de diente de león atrapada en su interior. Lo había comprado en el trayecto entre el hotel Copley Square y el mucho más modesto Atlantic Avenue Inn, donde se alojaba, asustado por la etiqueta pegada a la base del pisapapeles, que marcaba noventa dólares, y más asustado aún al recordar que ahora podía permitirse semejantes caprichos.

Entregar la tarjeta de crédito a la dependienta le había costado un esfuerzo casi físico. No creía que hubiera sido capaz de hacerlo si el pisapapeles hubiera sido para él; con toda probabilidad, habría mascullado alguna excusa entre dientes y huido despavorido de la tienda. Sin embargo, se trataba de un regalo para Sharon. A Sharon le gustaban esas cosas y todavía le gustaba él. «Pensaré en ti, cariño», le había dicho el día antes de que Clayton viajara a Boston. Teniendo en cuenta lo mal que se lo habían hecho pasar mutuamente durante el último año, aquellas palabras lo habían conmovido, y ahora quería conmoverla a ella, si es que todavía estaba a tiempo. El pisapapeles era una pequeñez (un

pequeño tesoro), pero Clayton estaba convencido de que a Sharon le encantaría la delicada bruma gris atrapada en las profundidades del cristal cual niebla de bolsillo.

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