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El pulso » 4

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—¿Qué está haciendo? —preguntó Clay a Tom McCourt—. No lo toque; puede que sea…, no sé…, contagioso.

—No voy a tocarlo —replicó Tom—, pero necesito mi zapato.

El zapato yacía cerca de los dedos extendidos de la mano izquierda del chiflado, algo apartado de la lluvia de sangre. Tom asió con delicadeza la parte posterior y tiró del zapato. Luego se sentó en el bordillo de Boylston Street, justo donde el furgón de Míster Softee había aparcado en lo que a Clay se le antojaba ahora otra vida, y se lo calzó.

—Los cordones están rotos —constató—. Ese maldito chiflado ha roto los cordones.

Y de nuevo se echó a llorar.

—Áteselos como pueda —sugirió Clay.

Acto seguido intentó liberar el cuchillo de carnicero de la carpeta. El chiflado lo había clavado con mucha fuerza, por lo que Clay se vio obligado a moverlo arriba y abajo para sacarlo. Tras una serie de tirones, el arma salió a regañadientes y entre unos sonidos de papel desgarrado que le partieron el corazón. No cesaba de preguntarse cuál de sus personajes habría salido peor parado. Era un pensamiento estúpido, fruto del estado de

shock en que se encontraba, pero no podía evitarlo.

—¿No puede atárselos más abajo? —propuso al hombrecillo.

—Sí, creo que…

Clay llevaba un rato oyendo una suerte de zumbido de mosquito que en ese momento se intensificó un tanto. Tom alzó la vista desde su posición en el bordillo. Clay se volvió. El pequeño convoy de coches de la policía de Boston que acababa de alejarse del Four Seasons se detuvo ante el Citylights y el

Duck Boat destrozado con las luces encendidas. Varios policías se asomaron a las ventanillas en el instante en que un avión privado de tamaño medio, tal vez un Cessna o lo que la gente llamaba un Twin Bonanza (Clay no sabía nada de aviones), planeaba despacio sobre los edificios entre el puerto de Boston y el parque, perdiendo altitud. El avión se ladeó como borracho sobre el parque, de modo que el ala más baja casi rozó la copa de un árbol reluciente de hojas otoñales, y enfiló Charles Street como si el piloto hubiera decidido que aquélla era su pista de aterrizaje. A menos de siete metros del suelo se inclinó hacia la izquierda y el ala chocó contra la fachada de un edificio de piedra gris, tal vez un banco, situado en la esquina de Charles y Beacon. En aquel momento, la sensación de lentitud se evaporó. El avión hizo una pirueta alrededor del ala atrapada como un acróbata enloquecido, se empotró en el edificio de ladrillo rojo situado junto al banco y desapareció en una cegadora bola de fuego rojo anaranjado. La ola expansiva del impacto azotó el parque, y los patos alzaron el vuelo en busca de cobijo.

Clay bajó la vista y comprobó que tenía el cuchillo de carnicero en la mano; había conseguido sacarlo del todo mientras él y Tom McCourt presenciaban el accidente del avión. Restregó ambos filos contra la pechera de su camisa procurando no cortarse (ahora era él a quien le temblaban las manos). Luego se lo encajó con sumo cuidado bajo el cinturón hasta el mango. Al hacerlo le acudió a la memoria uno de sus primeros cómics, un poco infantil, por cierto.

—Joxer el Pirata a vuestro servicio, hermosura —murmuró.

—¿Qué? —preguntó Tom.

Estaba de pie junto a Tom, con la mirada clavada en la conflagración al otro lado del Parque Boston Common. Solo la cola del avión sobresalía de la bola de fuego. En ella se veía el número de serie:

LN6409B. Y encima lo que parecía el logotipo de algún equipo deportivo.

Pero ambas cosas no tardaron en desaparecer con el resto.

Al poco percibió las primeras olas de calor contra el rostro.

—Nada —respondió al hombrecillo del traje de

tweed—. Abrámonos.

—¿Eh?

—Que nos larguemos.

—Ah, vale.

Clay echó a andar a lo largo del costado norte del parque, en la misma dirección en que caminaba a las tres de la tarde, dieciocho minutos y una eternidad antes. A Tom McCourt le costaba no quedarse rezagado, pues en verdad era un hombre muy menudo.

—Dígame una cosa… —preguntó a Clay—. ¿Tiene por costumbre decir tonterías?

—Desde luego —asintió Clay—. Pregúntele a mi mujer.

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