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El pulso » 5

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—¿Adónde vamos? —quiso saber Tom—. Yo me dirigía al metro —explicó mientras señalaba un quiosco pintado de verde a una manzana de distancia, alrededor del cual se agolpaba una pequeña multitud—, pero ahora no sé si estar bajo tierra es buena idea.

—Lo mismo digo —convino Clay—. Tengo una habitación en un hotel llamado Atlantic Avenue Inn, a unas cinco manzanas de aquí.

—Creo que lo conozco —exclamó Tom, más animado—. De hecho, está en Louden, a la vuelta de la esquina de Atlantic.

—Exacto. Podemos ir allí y poner el televisor. Además, quiero llamar a mi mujer.

—Por el teléfono de la habitación.

—Sí, señor, por el teléfono de la habitación. Ni siquiera tengo móvil.

—Yo sí, pero me lo he dejado en casa porque está estropeado. Rafe, mi gato, lo tiró del mármol de la cocina. Tenía intención de comprarme uno nuevo hoy mismo, pero…, oiga, señor Riddell…

—Llámeme Clay.

—Vale, Clay. ¿Está seguro de que el teléfono de su habitación es seguro?

Clay se detuvo en seco; ni siquiera se había planteado la posibilidad de que no fuera así. Pero si la red fija no era segura, ¿qué alternativa les quedaría? Estaba a punto de decírselo a Tom cuando de repente estalló una pelea junto a la parada del metro. Se oyeron gritos de pánico, chillidos y de nuevo aquel parloteo ininteligible que ahora ya reconocía como el sello de la locura. La pequeña multitud apiñada en torno al quiosco y la escalera que descendía a la estación se disolvió. Algunos corrieron hacia la calle, dos de ellos abrazados y mirando de vez en cuando por encima del hombro. Muchos, casi todos en realidad, se dispersaron por el parque en todas direcciones, lo que entristeció a Clay; por alguna razón, ver a dos personas abrazadas lo había aliviado un poco.

Junto a la estación quedaban dos hombres y dos mujeres. Clay estaba bastante seguro de que eran ellos quienes habían ahuyentado al resto al salir de la estación. Mientras Clay y Tom los observaban a media manzana de distancia, los cuatro se enzarzaron en una pelea caracterizada por la violencia histérica y absoluta que ya había presenciado ese día, pero sin patrón discernible alguno. No luchaban tres contra uno, dos contra dos, ni chicos contra chicas. De hecho, una de las chicas era una mujer que aparentaba sesenta y tantos años, de figura robusta y peinado sensato que le recordó a varias maestras a las que conocía y que estaban a punto de jubilarse.

Peleaban con manos, puños, uñas y dientes, profiriendo gruñidos y gritos mientras rodeaban los cuerpos de alrededor de media docena de personas tendidas en el suelo, inconscientes o tal vez muertas. Uno de los hombres tropezó con una pierna extendida y cayó de rodillas. La más joven de las dos mujeres se arrojó sobre él. El hombre arrodillado recogió algo del suelo, junto a la escalera (Clay comprobó sin sorpresa alguna que se trataba de un teléfono móvil) y lo estrelló contra el rostro de la mujer. El móvil se hizo pedazos, abriéndole la mejilla y provocando una hemorragia que le manchó el hombro de la chaqueta; la mujer lanzó un grito, pero no de dolor, sino de rabia. Asió las orejas del hombre arrodillado como si fueran las asas de una vasija, apoyó las rodillas sobre su regazo y lo empujó hacia la penumbra de la escalera del metro. Ambos desaparecieron entrelazados en un abrazo mortífero, retorciéndose como gatos en celo.

—Vamos —murmuró Tom, tironeándole de la camisa con peculiar delicadeza—. Vamos. Al otro lado de la calle. Vamos.

Clay se dejó conducir hasta la acera opuesta de Boylston Street. Supuso que Tom McCourt miraba por donde iba o bien que tuvo suerte, porque en cualquier caso llegaron al otro lado sanos y salvos. Se detuvieron de nuevo ante la librería Colonial (Lo Mejor de Ayer y de Hoy) y siguieron con la mirada a la inesperada vencedora de la batalla del metro, que caminaba hacia el parque en dirección al avión estrellado, con gotas de sangre resbalándole por las puntas del cabello gris modelo tolerancia cero hacia el cuello. A Clay no le sorprendió en absoluto que la vencedora resultara ser la señora con pinta de bibliotecaria o profesora de latín a punto de jubilarse. Había dado clase junto a varias de aquellas mujeres, y las que llegaban a esa edad en activo solían ser casi indestructibles.

Abrió la boca para comentárselo a Tom, porque lo cierto era que le parecía bastante ingenioso, pero lo único que brotó de su garganta fue una suerte de graznido. Asimismo, se le había nublado la visión. Por lo visto, Tom McCourt, el hombrecillo del traje de

tweed, no era el único con problemas lagrimales. Clay se enjugó los ojos e intentó hablar de nuevo, pero tan solo consiguió emitir un sonido inarticulado a caballo entre el graznido y el sollozo.

—No pasa nada —lo tranquilizó Tom—. Es mejor desahogarse.

Y así, de pie ante una tienda repleta de libros viejos en torno a una máquina de escribir Royal muy anterior a la era de la comunicación móvil, Clay se desahogó. Lloró por la Mujer Traje Chaqueta, por el Duendecillo Rubio y el Duendecillo Moreno, y lloró por sí mismo, porque Boston no era su hogar, y su hogar nunca le había parecido tan lejano como en aquel instante.

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