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El pulso » 9

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—Es Franklin —explicó el recepcionista mientras esquivaba una vez más el cadáver del hombre uniformado tendido de bruces en el suelo.

«Parece demasiado viejo para ser un botones», había comentado Tom al mirar por el vidrio de la puerta, y Clay consideró que tenía razón. Era un hombre menudo de espesa melena blanca. Por desgracia para él, la cabeza sobre la que con toda probabilidad seguía creciendo aquella frondosidad (el pelo y las uñas tardaban en enterarse de las cosas, o eso había leído Clay en alguna parte) estaba ladeada en un ángulo imposible, como sucede con los ahorcados.

—Llevaba treinta y cinco años en el hotel, como sin duda contaba a todos los clientes a los que recibía, en la mayoría de los casos dos veces.

El acento del hombre le estaba atacando los nervios. Pensó que, de haber sido un pedo, habría sido de los que suenan como un matasuegras en boca de un niño asmático.

—Salió un tipo del ascensor —explicó el recepcionista.

Había cruzado de nuevo la abertura para volver a instalarse tras el mostrador, el lugar donde por lo visto se sentía más cómodo. La lámpara de mesa le iluminaba el rostro, y Clay advirtió que estaba pálido en extremo.

—Era uno de los locos. Franklin tuvo la mala suerte de estar justo delante del ascensor en ese momento…

—Veo que ni siquiera se le ha ocurrido la idea de quitarle al menos el puto cuadro del trasero —lo atajó Clay.

Se agachó, cogió la reproducción de Currier & Ives, la dejó sobre el sofá y retiró el pie del botones muerto que había quedado apoyado sobre el almohadón. El pie se estrelló contra el suelo con un golpe sordo que Clay conocía bien porque lo había plasmado en numerosos cómics con la palabra BUMP.

—El hombre del ascensor solo le dio un puñetazo —prosiguió el recepcionista— pero tan fuerte que el pobre Franklin se estrelló contra la pared. Creo que se rompió el cuello. En cualquier caso, fue eso lo que descolgó el cuadro de la pared.

Lo que, en opinión del recepcionista, parecía justificarlo todo.

—¿Y qué hay del hombre que lo golpeó? —preguntó Tom—. El loco… ¿Adónde fue?

—Salió —repuso el recepcionista—. Fue entonces cuando pensé que lo más sensato era cerrar con llave…, cuando salió.

Los miró con una mezcla de miedo y codicia lasciva que repugnó sobremanera a Clay.

—¿Qué está pasando ahí fuera? ¿Se han puesto muy feas las cosas?

—Me parece que ya debe de imaginárselo. ¿No cerró con llave precisamente por eso? —replicó Clay.

—Sí, pero…

—¿Qué dice la televisión? —lo interrumpió Tom.

—Nada. La televisión por cable no funciona… —miró el reloj— desde hace media hora.

—¿Y la radio?

El recepcionista lanzó a Tom una mirada exasperada. Clay empezaba a pensar que aquel tipo podría escribir un libro titulado

Cómo caer mal sin previo aviso.

—¿Radio en este hotel? ¿En un hotel del centro? Estará de guasa.

Del exterior les llegó un agudo alarido de miedo. La chica del vestido blanco ensangrentado apareció de nuevo ante la puerta y empezó a aporrearla con la palma de la mano sin dejar de mirar por encima del hombro. Clay corrió hacia la puerta.

—No. La ha cerrado, ¿recuerda? —le advirtió Tom.

Clay lo había olvidado. Se volvió hacia el recepcionista.

—Ábrala.

—No —replicó el hombre al tiempo que cruzaba los brazos con firmeza sobre el pecho escuálido para indicar que se oponía a aquella alternativa.

Fuera, la chica volvió a mirar por encima del hombro y golpeó la puerta con más fuerza, el ensangrentado rostro tenso por el terror.

Clay se sacó el cuchillo del cinturón. Casi había olvidado su existencia y se asombró al comprobar con qué rapidez y naturalidad le acudía de nuevo a la memoria.

—Abra, hijoputa —espetó al recepcionista—, o le rebano el cuello.

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