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El pulso » 11

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Se llamaba Alice Maxwell, consiguió explicarles por fin. Asimismo, les dijo que ella y su madre habían viajado a Boston en tren desde Boxford para ir de compras, algo que hacían a menudo los miércoles, lo que ella denominaba su «día corto» en el instituto. Les contó que se habían apeado del tren en South Station para coger un taxi. El taxista llevaba un turbante azul. Les dijo que el turbante azul era lo último que recordaba hasta que el recepcionista calvo abrió por fin la puerta destrozada del Atlantic Avenue Inn para dejarla entrar.

Clay creía que recordaba más cosas, sobre todo por el modo en que se puso a temblar cuando Tom McCourt le preguntó si ella o su madre llevaban teléfono móvil. Alice aseguró que no lo recordaba, pero Clay estaba convencido de que una de las dos llevaba, o tal vez ambas. Hoy en día, parecía que todo el mundo tenía móvil, y él no era más que la excepción que confirmaba la regla. Y luego estaba Tom, que quizá debía su vida al hecho de que su gato hubiera tirado el suyo del mármol de la cocina.

Conversaron con Alice (una conversación que consistió en su mayor parte en que Clay le formulaba preguntas mientras ella permanecía callada, con la mirada clavada en las rodillas desolladas y meneando la cabeza de vez en cuando) en el vestíbulo del hotel. Clay y Tom habían colocado el cadáver de Franklin tras el mostrador de recepción sin hacer caso de la sonora y estrambótica protesta del recepcionista calvo, según el cual «de ese modo lo tendré todo el rato bajo los pies». El recepcionista, que se había presentado como señor Ricardi, se retiró al despacho. Clay lo siguió hasta cerciorarse de que había dicho la verdad acerca de que la televisión estaba fuera de servicio y luego lo dejó allí. Sharon Riddell habría comentado que el señor Ricardi estaba cavilando en su madriguera.

Sin embargo, el hombre no había dejado escapar la oportunidad de regañar a Clay.

—Ahora estamos abiertos al mundo —espetó con amargura—. Estará satisfecho…

—Señor Ricardi —repuso Clay en el tono lo más paciente posible—. He visto un avión estrellarse al otro lado del parque hace menos de una hora. Tengo la sensación de que otros aviones, mucho más grandes que el primero, por cierto, están corriendo la misma suerte en Logan. Puede que incluso haya pilotos suicidas que hayan decidido empotrarse en las terminales. Cada dos por tres se oyen explosiones por todo el centro de la ciudad… Yo diría que toda Boston está abierta al mundo esta tarde.

Para subrayar sus palabras se produjo un sonoro golpe sobre sus cabezas. El señor Ricardi no alzó la vista siquiera, sino que agitó la mano en dirección a Clay para indicarle que se fuera. Puesto que no podía mirar la televisión, el recepcionista se sentó en su silla y se quedó mirando la pared con expresión severa.

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