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Habían llegado al tramo de la Carretera Uno, en ocasiones denominada la Milla Milagrosa, otras veces llamada el Callejón Sórdido, donde la carretera de acceso limitado daba paso a un conjunto desordenado de licorerías, tiendas de ropa barata, tiendas de material deportivo rebajado y restaurantes cutres. Los seis carriles aparecían salpicados, aunque no atestados, de coches accidentados o abandonados cuando sus conductores, presas del pánico, habían intentado llamar por el móvil y habían enloquecido. Los refugiados sorteaban los coches en silencio, recordando a Clay Riddell una colonia de hormigas abandonando su hogar después de que quedara destruido por la bota de un humano despistado.

Junto a un edificio bajo pintado de rosa que a todas luces había sido asaltado, porque en la parte delantera se veían cristales rotos y la alarma a pilas aún emitía sus últimos quejidos antes de agotarse, había una señal verde reflectante que anunciaba la salida de MALDEN SALEM STREET a quinientos metros de distancia. Al echar un vistazo al rótulo luminoso apagado que coronaba la azotea del edificio, Clay comprendió qué había convertido aquel lugar en un objetivo codiciado al final de aquella jornada aciaga. El rótulo rezaba LICORERÍA GIGANTE DE MÍSTER BIG.

Clay asía uno de los brazos de la mujer rolliza, y Tom el otro. Alice sostuvo la cabeza de la mujer, ahora semiconsciente cuando la sentaron con la espalda apoyada contra uno de los postes de la señal de salida. En aquel momento, la mujer abrió los ojos y los miró con expresión aturdida.

Tom chasqueó los dedos dos veces ante su rostro. La mujer parpadeó y desvió la mirada hacia Clay.

—Me ha… pegado —farfulló al tiempo que se llevaba los dedos a la mandíbula cada vez más inflamada.

—Sí, lo sien… —empezó Clay.

—Puede que él lo sienta —lo interrumpió Tom con la misma frialdad de antes—, pero yo no. Estaba aterrorizando a nuestra protegida.

La mujer rolliza emitió una leve carcajada, aunque tenía los ojos inundados de lágrimas.

—¿Protegida? Había oído muchos nombres para describirlo, pero éste no. Como si no supiera lo que los hombres como ustedes pretenden de las jovencitas inocentes como ella, sobre todo en situaciones extremas como ésta. «No se arrepentían de sus fornicaciones, de sus sodomías ni de sus…».

—Cierre el pico —espetó Tom—, o de lo contrario el próximo puñetazo se lo daré yo. Y a diferencia de mi amigo que, si no me equivoco, tuvo la suerte de no criarse entre beatos y por tanto no la reconoce a usted por lo que es, yo no me cortaré. Se lo advierto, una palabra más y…

Dejó el puño suspendido ante el rostro de la mujer, y si bien Clay ya había llegado a la conclusión de que Tom era un hombre culto, civilizado y con toda probabilidad muy pacífico bajo circunstancias normales, no pudo evitar trastornarse al ver aquel puño pequeño y apretado, como si contemplara una profecía de lo que se avecinaba.

La mujer rolliza se lo quedó mirando en silencio mientras un lagrimón le rodaba por la maltrecha mejilla.

—Ya basta, Tom, estoy bien —aseguró Alice.

Tom dejó caer la bolsa de plástico que contenía las pertenencias de la mujer sobre el regazo de ésta. Clay ni siquiera se había fijado en que Tom la había rescatado. Acto seguido, el hombrecillo cogió la Biblia que Alice aún sostenía en la mano, levantó una de las manos enjoyadas de la mujer y dejó caer en ella el libro por el lomo. Le dio la espalda y echó a andar, pero al instante se volvió.

—Ya basta, Tom. Vámonos —pidió Clay.

Pero Tom hizo caso omiso de él. Se inclinó hacia la mujer sentada con la espalda apoyada contra el poste de la señal y las manos sobre las rodillas. Al ver a aquellas dos personas, la mujer rolliza con gafas alzando la mirada hacia el hombrecillo con gafas inclinado sobre ella, Clay imaginó una versión paródica y demencial de las ilustraciones antiguas en las novelas de Charles Dickens.

—Voy a darle un consejo, hermana —dijo Tom—. A partir de ahora, la policía ya no la protegerá como cuando usted y sus amigos santurrones y justicieros la emprendían contra los centros de planificación familiar o la Clínica de Emily Cathcart en Waltham…

—¡Ese tugurio abortista! —espetó ella y acto seguido levantó la Biblia como para protegerse de otro golpe.

Tom no le pegó, sino que se la quedó mirando con una sonrisa amarga.

—Del Vial de la Demencia no sé nada, pero le aseguro que esta noche hay un montón de chalados pululando por ahí. Para expresarlo con claridad, los leones han salido de sus jaulas, y no me extrañaría que decidieran comerse primero a los cristianos bocazas. Alguien ha derogado su derecho a la libertad de expresión hacia las tres de la tarde, no lo olvide.

Dicho aquello paseó la mirada entre Alice y Clay, quien comprobó que el labio le temblaba ligeramente bajo el bigote.

—¿Nos vamos?

—Sí —asintió Clay.

—Uau —exclamó Alice en cuanto reanudaron el camino hacia la salida de Salem Street, dejando atrás la Licorería Gigante de Míster Big—. ¿Realmente te criaste con una persona así?

—Mi madre y sus dos hermanas —explicó Tom—. Primera Iglesia de Cristo Redentor de Nueva Inglaterra. Ellas se tomaron a Jesucristo como su salvador personal, y la Iglesia las tomó a ellas como su banco personal.

—¿Y dónde está tu madre ahora? —preguntó Clay.

Tom lo miró un instante.

—En el cielo —repuso—. A menos que también la estafaran en eso, lo cual es muy probable tratándose de aquellos capullos.

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