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Kashwak » 15

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El pie de gigante que se había posado sobre el tejado del Pabellón Kashwakamak era un fragmento enorme del autobús. Las tejas eran pasto de las llamas. Ante ellos, más allá del montón de heno incendiado, dos asientos volcados también ardían, la estructura de acero se había convertido en un amasijo retorcido. Prendas de ropa flotaban desde el cielo como gigantescos copos de nieve. Camisas, gorras, pantalones, bermudas, un suspensorio, un sujetador en llamas. Clay advirtió que el heno aislante amontonado alrededor del pabellón se convertiría en un infierno al cabo de muy poco tiempo. Habían escapado por los pelos.

Puntos de fuego salpicaban la explanada donde en tiempos se celebraran conciertos, bailes y competiciones diversas, pero los fragmentos del autobús bomba habían aterrizado más lejos. Clay vio árboles en llamas a una distancia de al menos trescientos metros. Al sur de su posición, el Pasaje del Terror había empezado a arder, y Clay divisó algo, probablemente un torso humano, ardiendo a media altura en la estructura metálica de la Caída Libre.

El rebaño se había convertido en un festín de telefónicos muertos y moribundos. La telepatía se había ido al garete, si bien de vez en cuando Clay percibía pequeñas descargas de aquella extraña energía psíquica que le ponía los pelos de punta y la piel de gallina, pero los supervivientes todavía podían gritar, y sus lamentos llenaban la noche. Clay habría ejecutado el plan aun si hubiera sido capaz de imaginar el alcance de la matanza y en ningún momento intentó engañarse a sí mismo, pero el espectáculo rebasaba todo lo imaginable.

La luz del fuego bastaba para permitirles ver mucho más de lo que querían ver. Las mutilaciones y las decapitaciones eran terribles, al igual que los charcos de sangre y las extremidades esparcidas por todas partes, pero de algún modo la ropa y los zapatos sin personas que los calzaran eran peores, como si la explosión hubiera sido lo bastante fuerte para volatilizar una parte del rebaño. Un hombre caminaba hacia ellos con las manos en el cuello en un intento de frenar la hemorragia que le empapaba las manos, sangre que parecía anaranjada a la luz cada vez más intensa del tejado en llamas del pabellón, mientras sus intestinos oscilaban como péndulos sanguinolentos a la altura de su entrepierna. A medida que caminaba iban surgiendo más tramos de entrañas, y en sus ojos abiertos de par en par se pintaba una expresión de vacío absoluto.

Jordan estaba diciendo algo. Clay no alcanzó a oírlo por encima de los gritos, los aullidos y el crepitar cada vez más estruendoso del fuego a su espalda, de modo que se inclinó hacia él.

—Teníamos que hacerlo, era nuestra única opción —aseguró Jordan.

Miró a una mujer sin cabeza, a un hombre sin piernas, a algo tan destrozado que se había convertido en una canoa de carne rellena de sangre. Más allá, otros dos asientos en llamas yacían sobre un par de mujeres también en llamas que habían muerto abrazadas.

—Teníamos que hacerlo, era nuestra única opción, era nuestra única opción.

—Es verdad, cariño, apoya la cara contra mí y camina así —indicó Clay.

Al instante, Jordan sepultó el rostro en el costado de Clay. Caminar en aquella posición resultaba incómodo, pero podía aguantarse.

Rodearon el campamento del rebaño en dirección a la parte posterior de lo que habría sido un parque de atracciones terminado de no ser por El Pulso. El Pabellón Kashwakamak brillaba cada vez más, alumbrando la explanada con mayor intensidad. Siluetas oscuras, muchas de ellas desnudas o casi desnudas después de que la explosión les arrancara la ropa, deambulaban dando tumbos. Clay no sabía cuántos eran. Los pocos que habían pasado cerca del pequeño grupo no mostraban interés alguno por ellos, sino que continuaron avanzando hacia el camino central o bien se adentraron en el bosque que empezaba al oeste del recinto de la Expo, donde Clay suponía que morirían a causa de la intemperie a menos que lograran reinstaurar alguna suerte de conciencia colectiva, cosa que no consideraba posible, en parte por el virus, pero sobre todo a causa de la decisión de Jordan de conducir el autobús hasta el centro del rebaño para así maximizar el potencial de la explosión, como habían hecho con los camiones de propano.

Si hubieran sabido que cargarse a un anciano podía conducir a esto, pensó Clay. Y a continuación:

Pero ¿cómo iban a saberlo?

Llegaron al aparcamiento de tierra donde los operarios habían estacionado los camiones y las caravanas. El suelo aparecía cubierto de cables eléctricos, y los espacios entre las caravanas estaban ocupados por los accesorios de familias que vivían en la carretera. Había barbacoas, hornillos de gas, sillas de jardín, una hamaca, un pequeño tendedero con ropa que debía de llevar tendida casi dos semanas.

—Busquemos algún vehículo con las llaves puestas y larguémonos de aquí —sugirió Dan—. La vía de acceso está despejada, y si tenemos cuidado apuesto algo a que podemos seguir hacia el norte por la 160 hasta donde queramos. —Señaló un punto con la mano—. Ahí arriba casi todo es territorio no-fo.

Clay había visto una furgoneta con las palabras

PINTURA Y FONTANERÍA LEMP impresas en la parte trasera. Las puertas estaban abiertas. El interior estaba lleno de cajas de leche, casi todas ellas atestadas de material de fontanería, pero en una de ellas encontró lo que buscaba, diversos aerosoles de pintura. Cogió cuatro después de verificar que estaban llenos o casi llenos.

—¿Para qué los quieres? —le preguntó Tom.

—Luego te lo cuento —replicó Clay.

—Vámonos, por favor —suplicó Denise—. No lo soporto más. Tengo los pantalones empapados de sangre.

Dicho aquello rompió a llorar.

Enfilaron el camino central entre la atracción de las Tazas Locas y una atracción infantil a medio construir que se llamaba Charlie el Chuchú.

—Mirad —señaló Tom.

—Oh… Dios… mío —farfulló Dan.

Sobre el tejado de la taquilla del tren infantil yacían los vestigios de una sudadera roja carbonizada y humeante…, de esas que llevan capucha. Una gran mancha de sangre apelmazaba la pechera en torno a un agujero causado a buen seguro por un fragmento de autobús volador. Antes de que la sangre se extendiera y cubriera el resto, Clay distinguió tres letras, la última carcajada del Hombre Andrajoso: HAR.

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