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La lámpara de gas emitía tanta luz que no hizo falta encender las linternas. La luz de la lámpara era blanca y deslumbrante, pero a Clay le gustaba aquella intensidad que desterraba todas las sombras salvo las suyas y la del gato, que se proyectaban en la pared como adornos de Halloween recortados en cartulina negra.

—Creo que deberías correr las cortinas —sugirió Alice.

Tom estaba abriendo una de las bolsas de comida para llevar del café Metropolitan.

—¿Por qué? —inquirió, volviéndose hacia ella.

Alice se encogió de hombros y esbozó una sonrisa que a Clay le pareció la más extraña que había visto jamás en el semblante de una adolescente. Alice se había limpiado la sangre de la nariz y el mentón, pero tenía unas ojeras espantosas, la lámpara de gas le había teñido el resto de la cara de una palidez cadavérica, y la sonrisa, que dejaba al descubierto tan solo un ínfimo destello de sus dientes entre los labios temblorosos y ya desprovistos de carmín, resultaba desconcertante a causa de su artificialidad adulta. A Clay le recordó a una actriz de cine de finales de los cuarenta representando el papel de una dama de la alta sociedad al borde de un ataque de nervios. Tenía la zapatilla de bebé sobre la mesa, ante ella, y la hacía girar con un dedo. Cada vez que la hacía girar, los cordones se agitaban y entrechocaban con un levísimo chasquido. Clay empezó a desear que se desmoronara. Cuanto más aguantara, más dura sería la caída. Se había desahogado hasta cierto punto, pero no lo suficiente, ni de lejos. Hasta el momento, él era el que más se había desahogado.

—Es que no creo que la gente deba saber que estamos aquí —comentó.

De nuevo hizo girar la zapatilla, que hacía un rato había llamado Nike de bebé. Ésta giró sobre sí misma, los cordones se agitaron y entrechocaron sobre la mesa bruñida de Tom.

—Creo que eso sería… malo.

Tom miró a Clay.

—Puede que tenga razón —reconoció Clay—. No me gusta la idea de que ésta sea la única casa iluminada de la manzana, aunque solo tengamos luz en la parte trasera.

Tom se levantó y sin decir nada corrió las cortinas de la ventana situada sobre el fregadero. En la cocina había otras dos ventanas, cuyas cortinas también cerró. Se dispuso a regresar junto a la mesa, pero a medio camino cambió de rumbo y cerró la puerta que separaba la cocina del pasillo. Alice volvió a hacer girar la zapatilla. A la luz potente e implacable de la lámpara de gas, Clay comprobó que era lila y rosa, colores que solo a un niño le podían gustar. La zapatilla giraba y giraba, los cordones se agitaban y entrechocaban. Tom miró la zapatilla con el ceño fruncido mientras se sentaba.

Dile que la quite de la mesa. Dile que no sabe de dónde sale y que no la quieres encima de la mesa. Eso debería bastar para que estallara, y así podremos acabar con esta parte de una vez. Díselo. Creo que quiere que se lo digas. Creo que por eso lo está haciendo.

Pero Tom se limitó a sacar bocadillos de la bolsa, de rosbif con queso y de jamón y queso, y procedió a repartirlos. Luego sacó una jarra de té helado del frigorífico («todavía está muy frío», comentó) y dispuso los restos de una hamburguesa cruda para el gato.

—Se lo merece —aseguró, casi a la defensiva—. Además, con la nevera estropeada se echará a perder.

Había un teléfono colgado de la pared. Clay intentó llamar, pero sabía que era en vano, y en efecto, ni siquiera obtuvo señal. El teléfono estaba tan muerto como…, bueno, como la Mujer Traje Chaqueta junto al parque Boston Common. Volvió a sentarse y empezó a dar cuenta del bocadillo. Tenía hambre, pero no le apetecía comer.

Alice dejó el suyo después de tan solo tres bocados.

—No puedo —dijo—. Ahora no. Supongo que estoy demasiado cansada. Quiero dormir. Y quiero quitarme el vestido. Imagino que no podré lavarlo, al menos no a conciencia, pero daría lo que fuera por tirarlo, joder. Huele a sudor y a sangre.

De nuevo hizo girar la zapatilla, que dio una vuelta junto al papel arrugado sobre el que yacía su bocadillo casi intacto.

—Y también huele a mi madre, a su perfume.

Por un instante, los otros dos guardaron silencio. Clay no sabía qué hacer. Imaginó a Alice sin el vestido, ataviada tan solo con sujetador y braguitas blancas, los ojos ojerosos y muy abiertos confiriéndole aspecto de muñeca de papel. Su imaginación de artista, siempre dócil y dispuesta a actuar, añadió tachuelas a los hombros y las piernas del cuadro. La imagen se le antojó chocante, pero no porque resultara erótica, sino precisamente porque no lo era en absoluto. A lo lejos se oyó el estruendo tenue y sordo de otra explosión.

Por fin, Tom quebró el silencio, y Clay se lo agradeció.

—Seguro que mis vaqueros te van bien si te arremangas el bajo —comentó al tiempo que se levantaba—. Es más, apuesto algo a que estarás muy guapa, como Huckleberry Finn en una función de

Big River representada en una escuela femenina. Acompáñame arriba; te daré algo de ropa para mañana, y puedes acostarte en la habitación de invitados. Tengo muchos pijamas, un auténtico ejército de pijamas. ¿Quieres llevarte la Coleman?

—No…, creo que me bastará con una linterna, ¿no crees?

—Sí —asintió Tom.

Cogió una linterna y le alargó otra. Parecía estar a punto de decir algo sobre la zapatilla cuando Alice la recogió de la mesa, pero se contuvo.

—También puedes asearte —dijo en cambio—. Puede que no haya mucha agua, pero aunque hayan cortado el suministro seguro que queda algo en las cañerías y podemos llenar la pila. —Miró a Clay por encima de la cabeza de la chica—. Siempre guardo una caja de garrafas de agua mineral en el sótano, así que de momento vamos bien.

Clay asintió.

—Que duermas bien, Alice —dijo.

—Igualmente —repuso ella con vaguedad antes de añadir con más vaguedad aún—: Encantada de conocerte.

Tom le abrió la puerta. Los haces de sus linternas oscilaron un instante antes de que la puerta se cerrara tras ellos. Clay oyó sus pisadas en la escalera y al poco en la planta superior. Oyó el sonido del agua. Esperó la sacudida del aire en las cañerías, pero el chorro de agua se interrumpió antes. «Llenar la pila», había dicho Tom, y eso era lo que haría Alice. Clay también tenía ganas de limpiarse la sangre y la suciedad, al igual que Tom, imaginaba, pero sin duda debía de haber un cuarto de baño en la planta baja, y si Tom era tan escrupuloso en sus hábitos personales como con su atuendo, el agua del inodoro estaría limpia. Y, por supuesto, también contaba con el agua de la cisterna.

Rafer saltó sobre la silla de Tom y empezó a asearse las patas a la luz blanca de la lámpara. Pese al siseo incesante del gas, Clay oía su ronroneo. Por lo que respectaba a Rafer, todo iba sobre ruedas.

Pensó en Alice haciendo girar la zapatilla diminuta y se preguntó casi de pasada si era posible que una chica de quince años sufriera un ataque de nervios.

—No seas idiota —le dijo al gato—. Por supuesto que es posible; pasa constantemente. Existen cientos de películas sobre el tema.

Rafer se lo quedó mirando con sus sabios ojos verdes y siguió lamiéndose la pata.

Cuéntame más cosas, parecían decir aquellos ojos.

¿De pequeño te pegaban? ¿Tenías fantasías impuras con tu madre?

«También huele a mi madre, a su perfume».

Alice convertida en muñeca de papel, con tachuelas en los hombros y las piernas.

No seas tonto, parecían reconvenirlo los ojos verdes de Rafer.

Lah tashuelah van en la ropa,

no en la muñeca. ¿

Qué clase de artihta ereh?

—Un artista sin trabajo —replicó Clay—. Cierra el pico, ¿quieres?

Cerró los ojos, pero eso era aún peor, porque ahora los ojos verdes de Rafer flotaban incorpóreos en la oscuridad, como los ojos del gato de Chesire de Lewis Carroll.

Aquí estamos todos locos, querida Alice. Y por encima del siseo constante de la lámpara de gas, Clay seguía oyendo el ronroneo del gato.

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