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Sintiéndose a todas luces mejor, lo cual en opinión de Clay debía de ser positivo, Alice subió para buscar entre la ropa de Tom algo que ponerse. Clay se sentó en el sofá y pensó en Sharon y Johnny, intentando adivinar qué habrían hecho y adonde habrían ido, siempre sobre la base de que habían tenido la suerte de encontrarse. Al cabo de un rato se adormiló y los visualizó con toda claridad en la escuela primaria de Kent Pond, el centro donde Sharon daba clases. Estaban atrincherados en el gimnasio con dos o tres docenas de personas más, comiendo bocadillos de la cafetería y bebiendo esos pequeños cartones de leche. Se…

La llamada de Alice desde el piso superior lo despabiló. Al mirar el reloj comprobó que había dormido durante casi veinte minutos. Tenía el mentón humedecido de saliva.

—¿Alice? —llamó mientras se acercaba al pie de la escalera—. ¿Estás bien?

Advirtió que Tom también se había asomado al interior de la casa para averiguar qué sucedía.

—Sí, pero ¿puedes subir un momento?

—Voy.

Clay miró a Tom, se encogió de hombros y subió.

Alice estaba en un dormitorio de invitados que no tenía aspecto de haber recibido a muchos invitados. Las dos almohadas indicaban que Tom había pasado casi toda la noche con ella, y la ropa de cama arrugada daba fe de un descanso inquieto. Alice había encontrado unos pantalones color caqui que casi le iban bien y una sudadera en cuya pechera se veían las palabras

PARQUE CANOBIE LAKE impresas bajo la silueta de una montaña rusa. En el suelo había el tipo de equipo de música portátil por el que Clay y sus amigos suspiraban de adolescentes del mismo modo en que Johnny-Gee había suspirado por su teléfono móvil rojo. Era lo que Clay y sus amigos llamaban «loros».

—Estaba en el armario, y las pilas parecen nuevas —comentó Alice—. Se me ha ocurrido encenderlo y buscar alguna emisora de radio, pero luego me ha dado miedo.

Clay se quedó mirando el loro sobre el agradable parquet de la habitación de invitados, y también a él le dio miedo. Tenía la sensación de hallarse ante un arma cargada, pero al mismo tiempo lo invadió el impulso de alargar la mano y cambiar el selector, ahora en CD, a la FM de la radio. Imaginaba que Alice habría sentido el mismo impulso y que por eso lo había llamado. Sin duda el impulso de tocar un arma cargada no se diferenciaba en nada de aquella sensación.

—Me lo regaló mi hermana hace dos cumpleaños —explicó Tom desde el umbral, y los otros dos dieron un respingo—. El pasado julio le puse pilas y me lo llevé a la playa. Cuando era pequeño siempre íbamos a la playa y escuchábamos la radio, pero nunca había tenido un trasto tan grande.

—Yo tampoco —corroboró Clay—, pero siempre quise tener uno.

—Me lo llevé a Hampton Beach, en New Hampshire, con un puñado de CDs de Van Halen y Madonna, pero no es lo mismo, ni de lejos. No he vuelto a usarlo desde entonces. Imagino que ya no debe de funcionar ninguna emisora, ¿no creéis?

—Apuesto algo a que quedan algunas —afirmó Alice.

Se estaba mordiendo el labio inferior, y Clay pensó que si seguía así no tardaría en sangrar.

—Me refiero a las que mis amigos llaman emisoras robo-ochentas. Todas tienen nombres simpáticos como BOB o FRANK, pero en realidad salen de un ordenador gigante que está en Colorado y se retransmiten por satélite, o al menos eso dicen mis amigos. Y…

Se lamió el punto que se había estado mordiendo, ahora reluciente por la sangre acumulada justo debajo de la superficie.

—… y así es como se emiten las señales de los móviles, ¿no? Por satélite.

—No lo sé —reconoció Tom—. Supongo que las señales de larga distancia sí…, y las transatlánticas, por descontado…, y supongo que un tipo muy listo podría introducir la señal de satélite que quisiera en esas torres de microondas que se ven por todas partes…, las que repiten las señales…

Clay sabía a qué torres se refería, aquellos esqueletos de acero rodeados de antenas parabólicas con aspecto de ventosas grises que habían aparecido por todas partes en los últimos diez años.

—Si consiguiéramos sintonizar alguna emisora local, quizá podríamos enterarnos de algo, averiguar qué hacer, adonde ir…

—Sí, pero ¿y si la señal también está en la radio? —objetó Alice—. Eso es lo que digo. ¿Y si sintonizamos lo que fuera que oyó mi… —Volvió a lamerse el labio antes de mordisquearlo una vez más—… madre? Y mi padre. Él también, oh, sí, acababa de estrenar teléfono, uno de esos de última generación, con vídeo, automarcado, conexión a internet… ¡Le encantaba ese trasto! —Lanzó una carcajada histérica y afligida a un tiempo, una combinación que producía vértigo—. ¿Y si sintonizamos lo mismo que oyeron ellos? ¿Realmente queréis correr ese riesgo?

Tom guardó silencio unos instantes y por fin habló en tono vacilante, como si pusiera a prueba la idea.

—Uno de nosotros podría arriesgarse. Los otros dos podrían irse y esperar…

—No —se opuso Clay.

—No, por favor —gimió Alice al borde de las lágrimas—. Os quiero a los dos conmigo. Os necesito a los dos.

Siguieron mirando la radio. Clay se sorprendió pensando en las novelas de ciencia ficción que leía de adolescente (a veces en la playa, escuchando a Nirvana por la radio en lugar de Van Halen). En muchas de ellas se acababa el mundo, y los héroes lo reconstruían; no sin esfuerzos ímprobos y reveses, pero sí, usaban las herramientas y la tecnología, y terminaban por reconstruirlo. No recordaba ninguna novela en la que los héroes se limitaran a quedarse mirando una radio en un dormitorio de invitados.

Tarde o temprano, alguien cogerá una herramienta o encenderá una radio, pensó,

porque alguien tendrá que hacerlo.

Sí, pero no esa mañana.

Sintiéndose como un traidor a algo más grande de lo que alcanzaba a comprender, Clay recogió del suelo el aparato de música de Tom, lo guardó en el armario y cerró la puerta.

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