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Malden » 17

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Esta vez fue Alice quien lo despertó. La zapatilla lila se balanceó cuando lo tocó con la mano. Ahora la llevaba atada de la muñeca a modo de talismán, un talismán bastante espeluznante. La luz había cambiado. Venía del lado opuesto y era más tenue. Clay yacía de costado y tenía ganas de orinar, lo cual indicaba que llevaba bastante rato durmiendo. Se incorporó con brusquedad y se sorprendió, casi se asustó, de hecho, al comprobar que eran las seis menos cuarto; había dormido más de cinco horas. Pero por supuesto la noche anterior no había sido la primera que no descansaba de un tirón, dos noches atrás tampoco había dormido bien a causa de los nervios ante la entrevista con los de Dark Horse.

—¿Va todo bien? —preguntó mientras asía la muñeca de Alice—. ¿Por qué me has dejado dormir tanto?

—Porque lo necesitabas —repuso ella—. Tom ha dormido hasta las dos, y yo hasta las cuatro. Desde entonces hemos montado guardia juntos. Baja a echar un vistazo. Es impresionante.

—¿Han vuelto a formar un rebaño?

—Sí, pero esta vez en dirección opuesta, y eso no es lo único. Ven a verlo.

Clay fue a orinar y luego bajó a toda prisa. Tom y Alice estaban de pie en el umbral de la puerta principal, cogidos de la cintura. Ya no hacía falta preocuparse por la posibilidad de que los vieran, porque el cielo aparecía cubierto de nubes y el porche se hallaba sumido en las sombras. De todos modos, en Salem Street quedaban muy pocos locos. Todos ellos se dirigían hacia el oeste, sin correr pero a buen ritmo. Pasó un grupo de cuatro desfilando sobre cuerpos tendidos y restos de comida, entre los que se encontraba la pierna de cordero, ahora roída hasta el hueso, numerosos envoltorios de celofán abiertos y envases de cartón, así como frutas y hortalizas desparramadas por todas partes. Los seguía un grupo de seis, los últimos que caminaban por la acera. No se miraban, pero entre ellos reinaba tal armonía que al pasar ante la casa de Tom casi parecían un solo hombre, y Clay advirtió que incluso balanceaban los brazos al unísono. Tras ellos cojeaba un chico de unos catorce años que emitía mugidos inarticulados de vaca mientras intentaba darles alcance.

—Dejan a los muertos y a los que están del todo inconscientes —explicó Tom—, pero los hemos visto ayudar a un par que se movían.

Clay buscó con la mirada a la mujer embarazada, pero no la vio.

—¿Y la señora Scottoni?

—Es una de las que han recogido.

—O sea, que vuelven a comportarse como personas.

—Yo no diría tanto —puntualizó Alice—. Uno de los hombres a los que han intentado ayudar no podía caminar, y después de que se cayera un par de veces, uno de los tipos que lo ayudaba se ha cansado de hacer de

boy scout

—Lo ha matado —terminó Tom por ella—. Y no con las manos, como el tipo del jardín, sino con los dientes. Le ha arrancado el cuello con los dientes.

—Me he dado cuenta de lo que iba a pasar y he apartado la vista —dijo Alice—, pero lo he oído. El hombre… chilló.

—Tranquila —musitó Clay mientras le oprimía el brazo—. Tranquila.

En la calle ya no quedaba casi nadie. Al poco pasaron otros dos rezagados, y si bien caminaban juntos, ambos cojeaban tanto que no producían sensación alguna de armonía.

—¿Adónde irán? —preguntó Clay.

—Alice cree que van a ponerse a cubierto —explicó Tom con cierto entusiasmo—. Antes de que oscurezca. Puede que tenga razón.

—Pero ¿dónde van a refugiarse? ¿Habéis visto a alguno de ellos entrar en las casas de esta manzana?

—No —respondieron Alice y Tom al unísono.

—Y no han vuelto todos —añadió Alice—. Han vuelto muchos menos de los que hemos visto subir esta mañana por Salem Street, así que muchos de ellos siguen en el centro comercial de Malden o más lejos. Puede que hayan ido a edificios públicos, como gimnasios de escuelas…

Gimnasios de escuelas. A Clay no le hacía ni pizca de gracia aquella posibilidad.

—¿Habéis visto la peli

Amanecer de los muertos? —inquirió Alice.

—Sí —asintió Clay—, pero no me digas que a ti te dejaron entrar.

Alice se lo quedó mirando como si estuviera loco…, o fuera un anciano.

—Una amiga mía la tenía en DVD, y la vimos un día que nos quedamos a dormir en su casa en octavo.

Cuando el Pony Express aún funcionaba y las manadas de búfalos todavía oscurecían las llanuras, implicaba su tono de voz.

—En la peli, todos los muertos…, bueno, todos no, pero un montón, volvían al centro comercial cuando despertaban.

Tom McCourt se la quedó mirando un instante con los ojos abiertos como platos y de repente se echó a reír. No era una risita, sino una sucesión de carcajadas tan potentes que se vio obligado a apoyarse contra la pared para no perder el equilibrio, y Clay consideró prudente cerrar la puerta principal. No tenían modo de saber cuánto eran capaces de oír los locos rezagados, pero de repente recordó que el narrador chiflado del relato de Poe «El corazón delator» tenía un oído finísimo.

—Es verdad —insistió Alice, poniendo los brazos en jarras, gesto que hizo oscilar de nuevo la zapatilla—. Directos al centro comercial.

Tom rió aún más fuerte. Las rodillas se negaban a sostenerlo, de modo que fue resbalando hacia el suelo del recibidor, golpeándose el pecho con las manos.

—Mueren… —jadeó sin aliento— y vuelven… para ir al centro comercial. Por el amor de Dios…, ¿lo sabe el telepredicador Jerry Falwell…?

Tom sucumbió a otro acceso de risa incontenible mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—¿Sabe Jerry Falwell… —prosiguió cuando logró recobrar la compostura— que el paraíso está en el centro comercial de Newcastle?

Clay también se echó a reír, y Alice no tardó en unirse a ellos, aunque Clay tenía la impresión de que estaba un poco cabreada por el hecho de que no se hubieran tomado su referencia con interés o una manifestación moderada de buen humor, sino con un ataque de risa irreprimible. No obstante, cuando alguien se echa a reír, cuesta no unirse a la fiesta, aun cuando estés cabreado.

—Si el cielo no se parece mucho a Dixie —comentó Clay sin venir a cuento cuando ya casi se habían serenado—, yo no quiero ir.

Aquello los hizo estallar de nuevo en carcajadas.

—Si forman un rebaño y pasan la noche en gimnasios, iglesias y centros comerciales, sería posible matarlos a centenares —observó Alice al cabo de un instante sin dejar de reír.

Clay fue el primero en dejar de reír, seguido de Tom. Este último se quedó mirando a Alice mientras se enjugaba las lágrimas del bigotillo.

Alice asintió con un gesto. La risa le había coloreado las mejillas, y todavía sonreía. Al menos por el momento, el aspecto agradable de su rostro había dado paso a la auténtica belleza.

—Quizá a millares, si todos van al mismo lugar.

—Madre mía —musitó Tom antes de quitarse las gafas para limpiárselas—. No te andas con chiquitas.

—Puro instinto de supervivencia —replicó Alice sin inmutarse.

Bajó la mirada hacia la zapatilla atada a su muñeca, luego miró a los dos hombres y volvió a asentir.

—Tendríamos que determinar sus hábitos —insistió—, averiguar si en realidad forman rebaño y, en tal caso, cuándo. Si buscan cobijo para pasar la noche y dónde. Porque si conseguimos determinar sus hábitos…

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